Vivimos en una sociedad afortunada, en un tiempo privilegiado, pero parece que no somos conscientes de ello. Nuestro entorno, ciñéndonos a nuestro país, es privilegiado, tanto en el espacio como en el tiempo.
En el espacio, porque en muchos países las mujeres no tienen garantizados sus derechos, como ocurre en Irán, Afganistán y otros muchos o en los que sus ciudadanos tienen que luchar a diario simplemente por sobrevivir al hambre, la inseguridad, las pandemias seculares… que amenazan su existencia y dónde, por ejemplo, la esperanza media de vida es de apenas 52,5 años, como en República de Chad, que ocupa el último lugar en la clasificación mundial en 2023[1], cuando en España es de algo más de 83 años; siendo el quinto país del mundo con mayor esperanza de vida.
En el tiempo, porque en la España de hace 100 años a la mujer le quedaban aún 12 para poder votar y en 1960 aún necesitaban permiso de su marido para determinados actos de contenido jurídico y patrimonial (es decir para disponer de sus propios bienes o dinero), situación está que se prolongaría nada menos que hasta 1975.
El debate equivocado
El debate sobre el derecho de la mujer embarazada a poder abortar es, en realidad, un sofisma.
España hoy, y desde 1978 en que se aprobó nuestra vigente Constitución, es un país democrático y seguro jurídicamente hablando, en el que imperan la ley y el derecho y en el que todos los ciudadanos gozamos de unos derechos y libertades garantizados por nuestra norma suprema (o eso debería ser).
De todos esos derechos vamos a fijarnos solo en tres: el derecho a la vida, el derecho a la propiedad privada y el derecho a la tutela judicial efectiva. El artículo 15 de nuestra Constitución, al afirmar que “todos tienen derecho a la vida», viene a proteger a cualquier ser humano que se encuentre en España, sea o no ciudadano de nuestro país. Por su parte, el artículo 33.1 reconoce el derecho de todos los ciudadanos a la propiedad privada. Finalmente, el artículo 24.1 de la misma norma legal dice que «todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”.
Consecuentemente, en España es delito asesinar o simplemente matar a una persona, robar sus bienes y, además, todos tenemos derecho a que la justicia vele por nuestros intereses.
A la vista de esto sería impensable conceder un derecho al robo legítimo del patrimonio privado y a nadie se le ocurriría (espero) legislar que se despenalice el robo o el hurto, aún en supuestos de necesidad económica grave, aunque se trate de casos en los que la cantidad sustraída fuera inferior a un determinado importe. Por ello, el Código Penal en su artículo 234, castiga la sustracción de bienes ajenos sin que medie violencia. Pero supongamos que el día de mañana esta progresía política que rige sin rumbo fijo nuestros destinos decidiera despenalizar, por ejemplo, lo que hoy es hurto leve (cuando el valor de lo sustraído es igual o inferior a 400 €) en algunos supuestos como el ya citado de necesidad económica grave. A pesar de ello, a nadie se le ocurriría decir (Dios no lo quiera) que esta despenalización consagra el derecho a sustraer bienes ajenos de escasa entidad y, aún menos, a criminalizar todo intento de oponerse a ser objeto de una sustracción de pequeñas cantidades de dinero o de bienes de escaso valor.
Sin embargo aunque nuestro patrimonio se halla protegido contra apropiaciones indebidas, aún cuando estás sean de escasa cuantía o valor, nuestra vida, valor supremo al del patrimonio para cualquier persona con dos dedos de frente, no está igualmente protegida; porque a pesar de que en España se garantiza el derecho de todos a la vida, cuando uno de esos “todos” es de escasa cuantía (en este caso un embrión humano de menos de 14 semanas) o de «cuantía intermedia” (si el embrión es menor de 22 semanas y se practica una interrupción voluntaria del embarazo por causas contempladas en la ley), se le puede eliminar impunemente. Es más, a nivel social ya no se habla de «despenalización del aborto», cómo rezaba el título de la Ley Orgánica 9/1985 de 5 de julio, que despenalizó lo que sigue siendo un delito: el aborto voluntario, en determinados supuestos, sino que se pretende elevar el aborto a la categoría de “derecho”.
Aquí entra en juego el tercer derecho: el de obtener la tutela efectiva de los jueces, que asiste a toda persona. En una interrupción voluntaria del embarazo hay tres tipos de actores: un sujeto activo, que es la mujer que decide abortar; un sujeto proactivo, que es quién facilita, mediante su intervención (y a menudo lucrándose de ella) la práctica del aborto y, el gran olvidado, el sujeto pasivo, que es el abortado o, en Román paladino, el muerto (por no llamar asesinado) y a quien nadie parece querer proteger en nuestro país desde los poderes públicos.
Por desgracia, hemos llegado hoy al punto en el que en España se habla abiertamente de un derecho que NO existe: el derecho de la mujer a abortar; pues aunque ella pueda considerarse dueña de su cuerpo, no lo es de la otra vida que lleva dentro de sí, que es un ser vivo diferente de la madre, en lo que hoy podemos encontrar un consenso casi universal y, además, no está en ninguna de los catálogos de derechos en la legislación española o en la internacional relativa a los derechos humanos (aunque no faltan quienes quieren convencernos de lo contrario).
Sin embargo, y aunque sea triste, en España hemos llegado de despenalizar lo que con un eufemismo comparativo podríamos denominar “hurto de vidas humanas de escasa cuantía” y estamos en camino de consagrar el derecho a hacerlo.
¿Corrigiendo el rumbo?
A pesar de que he tratado reducir la exposición de un grave problema a términos simples, soy consciente complejidad del asunto y de las graves situaciones que siempre conducen a tomar una decisión que ninguna mujer desea. Al fin y al cabo soy padre y abuelo de mujeres y un día pueden verse (también dios no lo quiera) en esa tesitura.
No obstante en medio de esta complejidad y a semejanza de cuando en una marcha en medio de la naturaleza nos desorientamos y hacemos un alto para tomar referencias y encontrar la senda adecuada, en este tema es necesario hacer un alto y plantearnos una reflexión que nos permita retomar la el buen camino.
Una vez hecho este alto, he llegado a una conclusión: creo que hay una vía teóricamente muy sencilla y en la práctica asumible, incluso en términos económicos, aunque los que viven del negocio del aborto intenten hacernos creer lo contrario y que, incomprensiblemente, parece que nadie la quiere abordar desde el poder.
Siguiendo el principio de derecho “quien puede lo más, puede lo menos”; es decir, que quien tiene poder para hacer cosas grandes o importantes, puede hacer sobre el mismo tema cosas menores, accesorias, o derivadas de las primeras, vamos a situarnos en el caso posiblemente más desagradable y difícil en esta materia: el del embarazo no deseado motivado por una agresión sexual, por una violación, cuando además la mujer es menor o económicamente dependiente. A partir de ahí, como supuesto de lo más, es fácil inferir que la misma solución es aplicable a lo menos, como pudiera ser un embarazo no deseado en el seno del matrimonio.
Desde el punto de vista de cómo actuar con el fruto de ese embarazo, se debería abordar ni más ni menos como lo que es, un accidente no deseado. Para clarificar esto pongo un ejemplo: si una persona viaja en cualquier medio de transporte como pasajero y el vehículo sufre un accidente que le produce una lesión irreversible, nuestra sociedad tiene asumido que hay que proteger a la víctima inocente y facilitarle al máximo que pueda llevar una vida plena. Con el embarazo no deseado, en el supuesto analizado hay que actuar igual: hay que proteger a ambos sujetos: madre e hijo no nacido. A la madre, facilitando que tenga todo tipo de ayudas desde el minuto cero del embarazo (sanitarias, económicas, sociales, psicológicas…) para llevar a buen término el mismo, aún no habiéndolo deseado, como víctima del “accidente» del embarazo. Al futuro bebé, al embrión, que también es sujeto de derechos, hay que protegerlo para garantizar su “derecho” a nacer. Y si la madre decide, por el motivo que sea, no quedárselo, deben ser los poderes públicos los que atiendan tanto a su cuidado con a su educación.
No sólo es una cuestión de pura humanidad (¿a alguno de nosotros nos gustaría estar en el lugar del feto que va a ser abortado?) sino también de supervivencia social. Los datos disponibles hablan de que en España se produjeron en 2022 98.316 abortos, lo que supuso un incremento del 9,01% respecto al año anterior, lo que supuso casi el 30 % (29,8%) sobre el número de nacimientos registrados en España en ese año (329.892); es decir, la reducción de abortos podría suponer un incremento notable de la tasa de natalidad española (y aún así no llegaríamos a cubrir la tasa de fallecimientos anuales, que en 2020 alcanzó las 463.133 personas).
Como ciudadano aspiro a que el derecho a la vida sea una realidad absoluta en España y que el más débil, el no nacido, sea el más protegido, pero sin olvidar nunca a la madre, aun manteniendo claramente que el derecho a la vida impide dar carta de naturaleza al aborto como derecho y, consecuentemente, esto debería impedir dedicar fondos públicos a financiar, cómo lo hacemos, una actividad inmoral para una sociedad que se declara mayoritariamente católica (según el Centro Español de Investigaciones Sociológicas, el 56,8 % de los ciudadanos españoles se autoidentifican como católicos, de los que el 37,9 % se definen como no practicantes, mientras que el 18,9 % como practicantes.
Juan Carlos Martin Torrijos | Coronel del E. del Aire (r). Licenciado en Derecho
[1] Fuente: 20Minutos.