Las nuevas autoridades sirias han proclamado que la Sharia, la ley islámica, será la principal fuente de derecho de la legislación nacional. Ninguna sorpresa. No pocos idiotas occidentales, quise decir comentaristas, saludaron la insurrección contra la dictadura baasita de los Asad (Bashar, el heredero) como una oportunidad para la esperanza, la democracia y no sabe uno cuantas pampiroladas más, a la manera de aquella “primavera árabe” que celebraron con bobalicón entusiasmo y que acabó en el estercolero de la Historia. La decisión, nada sorprendente, fue salpimentada con la matanza de unas mil personas, en su mayoría leales a la “dinastía” derrocada, y ya metidos en harina y aprovechando que el Éufrates pasa por Abu Kamal, de centenares de cristianos. Nada nuevo bajo el sol.
Cabe decir que la masacre de cristianos sirios (de mayoría ortodoxa), o de donde fueren, lo mismo de Nigeria que de Egipto, le importa un bledo a Occidente. Recordemos aquellas declaraciones de una dirigente podemita (de la que no sabemos si pertenece al grupo de las violadas por Errejón o al de las violadas por Monedero) que manifestaba su alegría cada vez que una monja misionera era forzada, macheteada o decapitada en algún apartado rincón del planeta. Vamos, la réplica exacta del trato dispensado por milicianos de la CNT-FAI a Apolonia Lizárraga, superiora provincial de las carmelitas, en la checa de la calle San Elías de Barcelona.
Leyendo la obra de un afamado arabista franco-holandés, Reinhart P.A. Dozy, “Historia de los musulmanes de España”, advierte uno ciertas similitudes de la época inaugural de la expansión islámica con la hora presente. El período de guerras civiles que sacudió a la naciente comunidad musulmana, ya en tiempos de Mahoma, entre mecanos y medineses y, posteriormente, entre caisitas y kelbitas, sirios y yemenís, un carrusel interminable de matanzas y venganzas, resuena hoy en estas sangrientas reyertas de banderías. No en vano, la guerra intestina es sempiterna compañera de viaje del Islam, no sólo por la rivalidad entre facciones, escuelas coránicas y alineamientos con potencias extranjeras, también acaso por las hostilidades seculares de rango tribal entre los árabes (y también entre otras poblaciones islamizadas).
Causa estupor que los analistas adscritos a la estulticia occidental miren el fenómeno de la inestabilidad en no pocos países islámicos (especialmente Siria, Irak, Afganistán, Yemen, Somalia y el conflicto árabe-israelí) a través de la lupa de las formas políticas y diplomáticas de nuestras democracias más o menos liberales. Y lo hacen con cierta prosapia y suficiencia, adoptando una actitud omnisapiente y paternal hacia esas gentes que parecieron nacer con un AK-47 en la mano (antaño con una cimitarra). Y les sorprende que no sean capaces de aquietar las trepidaciones de ese colosal avispero y que, en consecuencia, no consigan avenirse a una convivencia pacífica compartiendo una misma fe y muchos rasgos culturales. ¿Cuántas veces no hemos escuchado decir al idiotizado progre de turno, que no sabría distinguir una bomba-lapa debajo de su culo de una almorrana, aquello de que “están como nosotros hace treinta años”? Y, va de suyo, si hay un factor que explica tanta sarracina sarracena, su caletre no da más que para un lapidario: “es por culpa de la herencia colonial”… y aquí paz y después gloria.
Occidente juega a favorecer unas facciones frente a otras, a preferir a los regímenes, vale que autocráticos, presuntamente “moderados”. Regímenes que no hagan de la “yihad” expansiva la piedra angular de su ejecutoria. Con todo, cabe decir, que el moderantismo islámico obedece a encrucijadas geoestratégicas desfavorables a la realización de su esencia última que es la conversión de la Humanidad toda a la revelación del profeta. Algunos pensadores europeos de mucho fuste, sea el caso de Julius Évola, intentaron definir en clave metafórica la yihad o “guerra santa” como un camino de perfección, una suerte de “senda sagrada del guerrero”, la gran lucha interior: pamplinas. Las escuelas coránicas ya dictaron sentencia, y desde el siglo IX este asunto está zanjado: la guerra santa es el principal acto misional de los musulmanes, y todos están obligados a practicarla en la medida de sus posibilidades. Se es musulmán o se es infiel, y la guerra no es aquí un tropismo poético. Es real, y esa guerra de exterminio, si no se acepta la conversión, incluye a la figura más odiosa a sus ojos: la del apóstata, aquél que nació musulmán y renunció un día a la fe verdadera. Para él, oh sí, el fuego en vida de la “gehena” (el infierno).
Esta ocultación (“taqqiya”), o moderantismo táctico, es admisible cuando su incidencia demográfica es minoritaria en una determinada sociedad. Si se invierte la proporción, los musulmanes jamás han de tolerar regirse por un marco normativo que no dimane directamente de la Sharia: eso equivaldría, a ver si lo entendemos, a la renuncia a la fe, es decir, a la apostasía. Este cambio de paradigma a futuro no lo contemplan los occidentales que confían en una suerte de ilusoria integración que es, por otra parte, contra natura, pues los valores de una y otra civilización son marcadamente incompatibles.
En Occidente destacan por su clamorosa imbecilidad en este punto los nacionalistas y progresistas catalanes (¿A que no lo esperaba?) que favorecieron la inmigración musulmana (frente a otras) por motivos políticos y lingüísticos, al considerar que los menores de familias procedentes del Magreb, adoctrinados en la escuela pública (las “madrasas” catalanistas), adoptarían la lengua catalana y serían receptivos al ideario separatista. Como era previsible, el invento no satisfizo las expectativas de nuestros localistas más exaltados. Cierto que los terroristas del atropellamiento masivo en Las Ramblas (año 2017) hablaban catalán, pero jamás sucumbieron a la tentación de ingresar en una “colla castellera”. Y aunque es mundialmente conocida la pulsión que anima a millones de personas en todo el orbe a naturalizarse catalán, con el Islam la cosa no chuta. Y es que, en su caso, la fidelidad religiosa es un vector identitario del individuo que sobrepuja en fuerza a la obediencia nacional, que es meramente circunstancial. La patria del musulmán es la “’umma”, esto es, la comunidad de los creyentes. No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta: o eso, o la muerte.
Javier Toledano | escritor
Comparte en Redes Sociales |
Evita la censura de Internet suscribiéndose directamente a nuestro canal de Telegram, Newsletter |
Síguenos en Telegram: https://t.me/AdelanteEP |
Twitter (X) : https://twitter.com/adelante_esp |
Web: https://adelanteespana.com/ |
Facebook: https://www.facebook.com/AdelanteEspana/ |