La Segunda República o el paraíso que no fue | Gabriel Calvo (II)

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2. La quema de conventos: 11 de mayo 1931

Cuando aún no había transcurrido un mes desde la proclamación de la Segunda Republica, durante los días 11, 12 y 13 de mayo, en varias ciudades se produjeron las primeras manifestaciones violentas de desenfrenado anticlericalismo con asaltos, saqueos e incendios no sólo de iglesias, monasterios y conventos. También de colegios de la Iglesia para los hijos de los obreros, archivos y bibliotecas con miles de valiosos y antiguos volúmenes, dispensarios médicos para pobres, residencias para ancianos y huérfanos. Este detalle, las destrucciones no se limitaron exclusivamente a los edificios de culto sino también a muchos otros a través de los cuales la Iglesia desarrollaba su ingente labor social, es silenciado sistemáticamente por la mayoritaria historiografía izquierdista; pero también por la minoritaria de derecha que sigue los dictados de la anterior o intenta repartir culpas equitativas y, por lo tanto, injustamente.

La fuerza pública no impidió dichos incendios porque tanto la Guardia Civil como los bomberos habían recibido órdenes de permanecer al margen. Más de un centenar de edificios religiosos quedaron total o parcialmente destruidos con la consiguiente pérdida de un tesoro artístico de valor incalculable[1]. «La ausencia formal de intervención de la autoridad judicial denuncia de por sí que el Gobierno rehuía aclaraciones de lo ocurrido»[2]. No obstante, algunos miembros del Gobierno tuvieron conocimiento, con cierta anticipación, de los hechos. «Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano. Si sale la Guardia Civil yo dimito»[3], había dicho el ministro Azaña. Alcalá Zamora afirma que Miguel Maura, ministro de Gobernación (Interior) «permitió o favoreció con su actitud la propagación de los incendios»[4].

Estos sucesos demostraron lo que muchos católicos ya temían desde el inicio de la República, quedando confirmados con otros hechos violentos semejantes que se repetirían a lo largo de todo el período republicano. La quema de conventos y edificios religiosos de mayo de 1931, supuso el trágico preludio de lo que ocurriría, primero en octubre de 1934 con el golpe de Estado del POSE y la Esquerra Republicana, en Asturias y Cataluña, y en segundo lugar, a partir del 18 de julio de 1936, en la zona frentepopulista.

Montero comenta: «Apenas nacida la nueva etapa se sintieron en su propia casa demagogos extremistas y ateos rabiosos. La lectura de la prensa y de la oratoria política de aquellas calendas convence de inmediato al lector más neutral de los propósitos terroristas y de la incapacidad de convivencia con la extrema izquierda»[5]. El periódico oficial del PSOE glosaba los sucesos en estos términos: «La reacción ha visto que el pueblo está dispuesto a no tolerar. Han ardido los conventos, esta es la respuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista»[6].

Otros diarios incidían en el significado profundo de estos hechos reflejando el espíritu que dominaba a los partidos de izquierdas. Así el periódico El Pueblo: «Como represalia contra los criminales manejos urdidos por los clericales y monárquicos, son incendiados varios conventos. La lección debe servir de ejemplo para futuros planes. Al conocerse en toda España lo ocurrido, se producen indescriptibles manifestaciones de entusiasmo republicano»[7]. En la misma línea continua Luis Bello, miembro de Acción Republicana, en el periódico Crisol: «El pueblo no puede esperar que la revolución se haga paso a paso, y los hombres que el 11 de mayo quemaron iglesias prestaron un servicio muy estimable a los que mañana hayan de gestionar la renovación del concordato»[8].

«La censura oficial impidió a los periódicos de orientación católica ofrecer la versión justa de los hechos, mientras la prensa opuesta ofrecía a su clientela las más pintorescas interpretaciones»[9]. De este modo, El heraldo de Madrid, afirmaba que los incendios habían sido maquinados por los mismos católicos con la finalidad de desprestigiar el régimen republicano, para a continuación, decir que los frailes habían disparado contra los obreros y que en los conventos se encontraban arsenales de armas y polvorines. Por supuesto, sin aducir prueba alguna[10]. La polémica sobre las responsabilidades del Gobierno por estos sucesos sigue abierta, aunque el historiador no puede entrar en ella porque, «no quedan actas judiciales del proceso que no llegó a iniciarse, contra los autores de tales desmanes. Ya esta ausencia formal de intervención de la autoridad judicial denuncia de por sí que el Gobierno rehuía las aclaraciones de lo sucedido»[11]. No obstante, cada vez son mayores las pruebas reunidas por la investigación histórica que apuntan la autoría de los incendios a los republicanos jacobinos (en este caso no de los socialistas, anarquistas y comunistas).

Las contundentes palabras del entonces obispo de Tarazona y futuro cardenal de Toledo y primado de España, Isidro Gomá, no ofrecen lugar a duda, desde la proclamación de la República: «España había entrado en el vórtice de la tormenta»[12]. Mientras que para el cardenal Segura: «nuestra patria ha sufrido un duro golpe con los sucesos de estos días»[13].

Desde este episodio, las relaciones entre el Gobierno de la República y la Iglesia quedaron enturbiadas como reconocieron los más cualificados exponentes políticos del momento. El presidente del Gobierno provisional, Alcalá Zamora, declaró que las consecuencias de los incendios de iglesias y conventos: «fueron desastrosas para la República, le crearon enemigos que no tenía, mancharon un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de los que, como Holanda, tras haber execrado nuestra intolerancia antiprotestante, se escandalizaban de la anticatólica»[14]. Lerroux, líder del Partido Radical, afirmó que los incidentes de mayo habían sido «un crimen impune de demagogia»[15]. Maura reconocía frívolamente que se trató de un «bache», que podía haber sido definitivo para el nuevo régimen[16]. Según Indalecio Prieto, estos sucesos desbarataron, por sus repercusiones en el extranjero, sus planes como ministro de Hacienda[17].

Para Maura: «Se había tratado de quemar iglesias y conventos, no por espíritu revolucionario, sino como simple manifestación sectaria de un puñado de falsos intelectuales del Ateneo, y como diversión o entretenimiento de una turba de verdaderos golfos a quienes se aseguraba la más absoluta impunidad»[18].

Fundándose en la pasividad observada por la fuerza pública, fue opinión general entre los católicos que el Gobierno había promovido los incendios de los edificios religiosos. Lo cierto era que algunos exponentes de la izquierda, valiéndose de su influjo en diversas instancias del Estado y haciendo palpable la debilidad del Gobierno, que no respondía a los imperativos de la revolución que ellos deseaban, se lanzaron a los asaltos, contando con la impunidad del mismo Gobierno. Por consiguiente, sentencia Pío Moa: «el Gobierno, con su pasividad, alentó de hecho, la quema[19]».

Se sentó así un peligroso precedente para otros casos semejantes, ya que los incendiarios y depredadores de iglesias continuaron con mayor tenacidad en sus sacrílegas empresas sabiendo que eran inmunes a cualquier condena, como demostraron los nuevos incendios de octubre de 1932 en diversas ciudades. Los incendios no fueron provocados por «indignadas masas populares», sino por grupos de izquierdistas amparados por la impunidad, ante la indiferencia o pasividad de los católicos, que demostraron que no eran capaces de arriesgarse para defender el propio patrimonio espiritual.

Habida cuenta de la frecuencia con que se repitieron estos atentados, dejaron de convertirse en noticia y muchos periódicos ni siquiera informaron de tales sucesos. Mientras los gobernantes se mostraban tan sensibles hacia el arte cuando se trataba de dictar disposiciones legales lesivas de los derechos de propiedad de la Iglesia, no se preocupaban en absoluto de tomar medidas enérgicas para salvar los edificios sagrados de la destrucción y permitían que la justicia absolviera a los autores de los desmanes[20].


[1] Joaquín Arrarás, Historia de la Cruzada Española, Ediciones Españolas, Madrid 1939 vol. I, tomo III, 304-360. Aquí puede verse la descripción de estos sucesos, con fotografías de los edificios destruidos por las llamas.

[2] Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, BAC, Madrid 1960, 25; cf. Constantino Bayle, «Sin Dios y contra Dios», en Razón y Fe, 1935, 157-158.

[3] J. Tusquets, Orígenes de la revolución española, Barcelona 1932, 105-109; cf. Manuel Azaña, Memorias políticas y de guerra, Crítica, Barcelona 1978, vol. I, 160.

[4] Niceto Alcalá Zamora, Memorias, Planeta, Barcelona 1977, 185.

[5] Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, BAC, Madrid 1960, 25.

[6] El Socialista, 12-5-1931.

[7] El Pueblo, 12-5-1931.

[8] Crisol, 14-5-1931.

[9] Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, BAC, Madrid 1960, 25.

[10] Cf. Vicente Cárcel Ortí, La gran persecución. Historia de cómo intentaron aniquilar a la Iglesia Católica, Planeta, Barcelona, 2000, 46.

[11] Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, BAC, Madrid 1960, 25.

[12] Víctor Manuel Arbelona (Ed.), Archivo Vidal y Barraquer, Monasterio de Monserrat, 1971, vol. I, 22.

[13] Ibíd., 24.

[14] Niceto, Alcalá Zamora, Memorias, Barcelona 1977, 185.

[15] Alejandro Lerroux, La pequeña historia, Buenos Aires 1945, 33.

[16] Miguel, Maura, Así cayó Alfonso XIII…Ariel, Barcelona 1968, 264.

[17] Indalecio, Prieto, Palabras al viento, Oasis, México 1969, 220.

[18] Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII, Ariel, Barcelona 1968, 264.

[19] Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española, Encuentro, Madrid 1999, 159.

[20] Cf. Vicente Cárcel Ortí, La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939), Rialp, Madrid 1990, 112.

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