Banderas infinitesimales | Javier Toledano

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

“Un patriota, un idiota”. “Una bandera es un trozo de tela”… cuando no un trapo. “Las banderas son una ruina, por ellas se mata la gente”. Estas cosas me decían mis tutores y algunos condiscípulos cuando mozo. No tardé en averiguar que cuando llamaban “idiota” a un patriota, se referían a quien por tal se tuviera si lo era (patriota) español. Y que la dignidad de tela o trapo, cual mugrienta bayeta de cocina, se reservaba en régimen de exclusividad para la rojigualda. Pues no pocos de ellos rendían pleitesía a la bandera fraudulenta (fake-flag) de la II República o lucían en la solapa las chapitas cuatribarradas y estrelladas del separatismo… luego le tenían afición a las banderas, las suyas, claro. Amores de bandería.

 Esa bandera, la “segundorrepublicana”, que así en justicia habría que llamarla, trocó el color de la franja inferior en morado por la decoloración de pigmentos en un cuadro, a guisa de fallida remembranza de los comuneros. Imperdonable desliz, pues los pendones de guerra de aquéllos eran bermellones. Ítem más, su trayectoria no transmite demasiado entusiasmo, pues uno asocia ese, cómo era, ¿“trozo de tela”?, a una etapa funesta de nuestra Historia reciente y, en la actualidad, a las menguantes manifestaciones de los sindicatos de “clase” o a las charangas callejeras de la “oltraizquierda” sectaria. Afortunadamente, cuando los españoles queremos aplaudir al Rey o animar a nuestras selecciones deportivas, tenemos muy claro qué colores deben ondear en la calle o en el graderío.

La nueva estrategia de la izquierda, superada por anacrónica la fase fundacional de la “lucha de clases”, promueve a pleno rendimiento, en la retorta woke de su laboratorio, otras fragmentaciones artificiosas de la sociedad para urdir nuevas disputas encaminadas a demoler nuestra cemento civilizatorio. Sea el caso de las identidades de género alternativas para confrontar el así llamado “heteropatriarcado”, los “verdismos” climático y energético, o la jibarización de los sentimientos de pertenencia nacional, fenómeno éste muy relevante en España.

Cada uno de esos colectivos, todos ellos ennoblecidos por antiquísimas y sanguinarias persecuciones y que demandan reparaciones indemnizatorias, necesita su bandera, quién lo iba a decir, para identificarse y darse a conocer. El hombre no abandona su querencia a los símbolos, homo faber simbolicus, tal cual fue definida la humana estirpe. Ello ha dado lugar a una demencial profusión de estandartes. Gana la partida por aclamación la arcoirisada bandera de los homosexuales, pues con ella nos damos de bruces a cada paso, pero también la hay “trans”, para formar tras su pabellón compactos batallones.

Padecemos una “turboacelerada” mitosis intranacional, pues se antoja España a sus nacionales renegados una entidad de dimensiones inabarcable, por lo que es preciso trocearla a medida y escala humanas, las de ese “hombre nuevo” que pretende vivir de subsidios, pagas no contributivas y bonos de transporte. El carrusel del todo gratis, “todo incluido”. Y en casa de los papis (progenitores A y B) hasta los cuarenta años. Y si uno de los trozos reivindicados dispone de variante dialectal más o menos documentada o de un puñado de localismos, tanto mejor, más redondo es el hallazgo. Cualquier artefacto “nacional” de nuevo cuño es bien recibido y promocionado. Lo mismo el Bierzo Libre, que los supuestos hechos diferenciales que darían pábulo a la soberanía batueca.

En Cataluña, pionera en tantas materias, observamos un fenómeno la mar de curioso y no es otro que la conciencia revertida, pues se impone reclamar sentimientos de pertenencia microscópicos. Nacen así, en Barcelona, las banderas de barrio. A la espera, todo llegará, de la bandera “callejera” o esa otra, de índole publicitaria, de la república independiente de tu casa. La primera que recuerdo es la del barrio marinero de La Barceloneta. Como una fiebre estacional que estalla incontenible, toma el relevo briosamente la del barrio de Pueblo Seco (Poble Sec), que muy a mano tengo. Recién salida del horno. Y en las balconadas de sus recoletas plazas sienta sus reales y prolifera un nuevo pendón, no desorejado, para expansión de los amantes de la vexilología (horrenda palabreja). Que es el que ilustra estas líneas. Es una bandera fea, chillona, estridente, como la bandera de uno de esos atolones-estado rodeados de tiburones, y sin más sustancia que sus playas y su atractiva fiscalidad. Una bodrio-bandera pareja a las de Kiribati o de Granada (la isla antillana, no la nuestra).

Al parecer los residentes de Pueblo Seco no podían pasar un día más de sus vidas sin proclamar a los cuatro vientos su orgullo vecinal. “Somos Pueblo Seco, cuna de Serrat”. En el escudo de esa filfa ridícula figura un icono local de primera magnitud: las torres de FECSA que dominan la perspectiva de la avenida del Paralelo y que al diseño se asoman heráldicas y enhiestas. Con todo, quien conozca bien mi barrio, echará en falta otros elementos angulares de su genuina idiosincrasia: las tabernas de vermut casero, enlatados y encurtidos, hoy tan de moda, y las numerosas deyecciones caninas que jalonan y decoran las estrechas aceras de sus callejuelas empinadas y encaramadas a las faldas de Montjuïch. Por qué, me pregunto devastado, mi alma hecha trizas, no hallaron tan significados ingredientes acomodo en la fractal e infinitesimal bandera de mi barrio.

Javier Toledano

Deja un comentario