Semanas atrás fue noticia Candy, “la cándida niña”. Una de esas mujeres con pene reconocidas por la ley “trans” del actual gobierno y por la cosmovisión wokista de la progresía mundial. Candy, antes Cándido, ahora Cándida, que serpea entre géneros como una culebrilla entre la hojarasca, le atizó a su pareja.
Candy, hoy mujer legal de los pies a la cabeza por voluntad de Pedro Sánchez, de sus socios de legislatura, de los votantes de todos ellos y de los abstencionistas exquisitos, ingresó, la ley es la ley, en una prisión femenina a pesar de su badajo campanudo.
A vueltas con el caso. Como si no cupiera esperar semejante contradiós atendiendo a tan estrafalaria normativa. Un tiparraco que interesadamente acude al registro para inscribirse como mujer y así eludir una condena judicial, insistían los muy doctos opinantes de un “debate tv” (“La Cuatro”), incurre en el alarmante concepto del “fraude de ley”. La prueba del nueve de que el fraude de ley es un hecho consumado en este caso consistiría en que el agresor beneficiado, Candy, “volvió a las andadas, y siendo reconocido ya como mujer legal, hizo uso nuevamente de la violencia”. La conclusión es que la violencia deviene un recurso que explotan los hombres en régimen de monopolio, y que las mujeres están, de natural suyo, incapacitadas para ejercerla. Se trata, pues, de una cuestión genética, cromosómica y psíquica que atañe también a la estructura de la personalidad.
En resumidas cuentas, que Candy ha engañado a las autoridades y a la sociedad porque ha pegado. Y su cambio registral, meramente declarativo, sin acompañamiento siquiera de una entrevista psicológica, es insincero, fraudulento. Sólo que en la ley de marras, que sepamos, no hay alusión alguna a la sinceridad o falsía del peticionario, o a las motivaciones que le impelen a dar ese paso, más allá de una supuesta disforia de género. Hay fraude de ley en su conversión femenina porque le pegó a su pareja. Queda claro. Eso fue lo que a coro repitieron los sesudos analistas, entre ellos Sonia Ferrer. Confieso que no es tarea fácil contradecir las afirmaciones vertidas por la escultura de alabastro de una diosa griega encarnada, de tan descomunal belleza que nos trae a las mientes la sublime teoría de las vestigia trinitatis de san Buenaventura, pero la obligación es lo primero por muy antipática que sea y si es preciso rebatir a una diosa, se la rebate.
El mensaje es el que sigue: “Las mujeres no pegan a las mujeres”. Las mujeres no se masculinizan. Con los hombres pasa lo contrario, porque ahora sí lloran. A moco tendido y tanto mejor si lo hacen en un plató, pues el público aplaude a rabiar. “Pero llora, pedazo de atún, no seas machirulo”. Esta variedad de conductas de los géneros ante la violencia, nos recuerda a aquella antañona clasificación acerca del desempeño de diferentes servicios secretos: “los ingleses pagan, pero no pegan, los franceses pegan, pero no pagan y los españoles ni pegan, ni pagan”. Con todo, la supuesta exigencia de ejemplaridad que pende sobre las mujeres de nuevo cuño (con pene), pues toda mujer que se precie deviene una reencarnación del Mahatma Gandhi, no casa con la tozuda realidad: hay mujeres de nacimiento que pegan, incluso algunas matan. Y aunque las autoridades ocultan deliberadamente los casos registrados de violencia en parejas del mismo sexo, es sabido que hay mujeres que pegan a sus congéneres. Este constructo mental bebe de parecidas fuentes de aquel otro en su día popularizado por el Disney original, el de cuando éramos unos mocosos: “las rubicundas princesitas no hacen popó”.
De modo que las mujeres (con pene) que pegan, incurren en fraude de ley, y dejan de serlo (mujeres), en tanto que las mujeres de nacimiento que pegan, y no me refiero a ésas que se pelean en el barro, serán un pelín brutas, pero de ello no se resiente su condición femenina. Para los apóstoles de ese camelo de la “asignación de géneros”, las mujeres a las que llaman “trans” (si conservan el pichelo en su sitio) están en observación, en período de prueba, o son mujeres de segunda, pues sólo se ganan el título oficial si transcurridos muchos años no le han sacudido a nadie. O eso sostienen Sonia Ferrer y su cohorte de diablillos menores. Nada les impide incurrir, salvo el Código Penal, claro es, en delitos horrendos como la piromanía forestal, el envenenamiento de cursos fluviales, la falsificación de moneda, traficar con narcóticos, participar en tramas de corrupción política o en las mafias sanguinarias de la inmigración masiva ilegal. Pero pegar, no. A otra mujer, se entiende, que no es una precisión baladí. Es un impedimento categórico, biológico. Pues ningún vocero del wokismo desorejado mantendrá que Idoia López Riaño, “la Tigresa”, matarife etarra con 23 asesinatos a sus espaldas, no por violenta, dejó jamás de ser una mujer. Eso está vetado, pegar, y es la única actividad que apareja la pérdida de la nueva condición adquirida.
De modo que la ley de marras, que es el único fraude legal urdido por estos enemigos declarados de la humanidad y de la razón contra la verdad más básica y elemental que es el dimorfismo sexual de la especie, de la nuestra y de tantas otras; una verdad, además, inmediata y sensorialmente perceptible, requiere de una exégesis que no fue prevista por el legislador. Y ha de ser validada en algunos casos en función de la conducta posterior del beneficiario. Queriendo decir que la supuesta inmanencia que acredita la conjugación del verbo ser en una dimensión legal, “ser mujer”, “ser ciudadano”, “ser español”, cabe revisarla y revocarla si el interfecto (o sea, interfecta) te larga un guantazo. Pues las mujeres, al parecer, jamás pegan a otras mujeres.
Javier Toledano | escritor