Se suele pensar siempre que las batallas culturales se libran contra el “marxismo cultural” originado con Gramsci.
La ideología “woke” es heredera de ese pensamiento. El feminismo radical, las diversas ideologías de género, el antirracismo, el antifascismo, el fundamentalismo climático, el negrolegendarismo, la cultura de la cancelación, son diferentes ramas de una misma estrategia para que la izquierda consiga el dominio cultural de nuestra sociedad.
Se piensa que Gramsci quería conquistar la hegemonía cultural para, más o menos pacíficamente, por convencimiento, la sociedad evolucionase hacia un sistema socialista. En ese sentido, se da por bueno que los socialistas de las últimas décadas adoptan esta estrategia para alcanzar democráticamente el poder y cumplir sus objetivos de igualdad y justicia.
Pero Gramsci no era socialista, era comunista; fue Secretario General del Partido Comunista Italiano (PCI) varios años. Trataba, como comunista, de alcanzar el poder (la revolución socialista) para implantar la dictadura del proletariado, pero, a diferencia del leninismo, mediante una labor previa de convencimiento de las élites intelectuales que dirigen una sociedad para hacerlo algo menos traumático que en la URSS.
Esta estrategia gramsciana fue un absoluto fracaso en su país, Italia (y en cualquier otro). Todos los sistemas comunistas han llegado al poder de forma violenta a través de guerras, terrorismo o invasiones. En Italia, tras Gramsci y sus teorías culturales, hubo varios años de fascismo, 44 años casi ininterrumpidos de gobiernos de la Democracia Cristiana, 9 años de gobierno de Berlusconi, y ahora mismo un gobierno de Fratelli de Italia. Y el Partido Comunista Italiano desapareció del mapa político en 1.991, para nunca más volver. Nada de “conquista cultural gramsciana” de los estratos intelectuales del Estado.
No ha sucedido lo mismo con las estrategias de influencia social o de poder del socialismo o socialdemocracia. Sus hitos más relevantes se producen a finales del siglo XIX con la creación de la II Internacional, y tras la Segunda Guerra Mundial, con la creación de la Internacional Socialista.
El “socialismo democrático” o socialdemocracia se separó del comunismo al renunciar a la vía revolucionaria (toma violenta y armada del poder) en favor de estrategias graduales, combinando acciones de masas (sindicales, etc.) y de propaganda con la vía parlamentaria, para que, de forma pacífica, los “trabajadores” y sus intereses fueran defendidos desde el poder alcanzado en las urnas. En las últimas décadas prácticamente todos los países del mundo han tenido gobiernos socialdemócratas.
Vamos a detenernos sólo en algunos de los efectos ocasionados por las políticas implementadas desde la perspectiva socialdemócrata; en especial, la presencia de un Estado cada vez más intervencionista, la progresiva destrucción de los grupos sociales intermedios, y la aplicación de políticas igualatorias a ultranza allí donde han gobernado los socialdemócratas o socialistas.
Inconscientemente, muchos parecen aceptar sin discusión (al menos en España) dichos efectos: la destrucción o debilitación de los grupos naturales intermedios (o si se prefiere, de las clases medias), y el predominio de las políticas igualatorias. La visión cultural socialdemócrata consigue sus objetivos aplicando varias políticas:
Política fiscal. Por miedo a parecer “defensores de los privilegiados” nadie cuestiona o trata de reducir la progresividad fiscal, que tiene su origen en la idea socialista de la explotación de los pobres por los ricos: pagando proporcionalmente más impuestos, los ricos “devuelven” parte de la plusvalía “robada” a los pobres. Paradójicamente, esta política no lleva a más igualdad (los muy ricos lo siguen siendo); en los niveles intermedios de renta, cualquier persona que intenta prosperar es castigada fiscalmente con impuestos que alcanzan un nivel confiscatorio (el total de impuestos pagados supone más del 50 % de los ingresos, como promedio). Una política tan desmotivadora de profesionales, emprendedores, pequeñas empresas y comercios es la mayor máquina destructora de talentos y energía que se pueda imaginar.
Política educativa. En la educación llevamos un proceso de décadas en las que no se persigue que la enseñanza enseñe o eduque, sino que sea un mecanismo de igualación social, cada vez por más abajo. Por miedo a parecer defensores de que los pobres sean ignorantes, nadie se atreve a cuestionar el desplome educativo, basado en no exigir a los alumnos y en aprobar a todo el mundo a toda costa, o en pasar cursos con suspensos, y que ni Secundaria ni el Bachillerato tengan el más mínimo filtro selectivo; en los exámenes de acceso a la Universidad, nadie se escandaliza cuando aprueban el 96 % de los que se presentan (año 2022); y a todo el mundo le parece estupendo que cada provincia y cada autonomía tengan una o más Universidades públicas. Se desprecia la Formación Profesional (para la socialdemocracia es una enseñanza clasista, porque perpetúa la desigualdad), y se ha erradicado cualquier vestigio de enseñanza diferenciada o para la excelencia. El resultado es que hay un abultado número de titulados que el mercado absorbe degradando sus salarios y su importancia, o que simplemente terminan trabajando en otros campos distintos a los de su especialidad, en los que no hace falta ningún estudio superior.
Política laboral y empresarial. Aquí la estrategia socialdemócrata actúa en varios frentes:
- Se abre el mercado a la entrada masiva de inmigración poco o nada cualificada, lo que genera escasa productividad, mínimo valor añadido y tendencia a la baja general de los salarios.
- Se masifica la Administración Pública. Donde antes existían cuerpos funcionariales de un alto nivel profesional a los que se accedía por oposiciones limpias y exigentes, ahora hay masas de funcionarios con sistemas de acceso en muchos casos arbitrarios o sospechosos, y con un nivel profesional y salarial menos que mediano.
- Se concede el monopolio de la representación a sindicatos “de clase” (es decir, socialistas), y a patronales globalistas, que hacen imposible la defensa independiente y con voz propia de cuadros, profesionales, funcionarios cualificados, autónomos y pequeñas empresas.
- La masificación de universitarios provoca el menor valor de todas las titulaciones en el mercado de trabajo, lo que frena o ralentiza las posibilidades de alcanzar la excelencia en el ámbito laboral.
- Como la socialdemocracia no defiende el patriotismo -lo considera “reaccionario” o cosas peores-, no tiene demasiado interés en defender a las empresas o a los trabajadores españoles, por lo que -corrupciones aparte- hace un mínimo esfuerzo en proteger comercialmente los productos o servicios españoles. Y se dan amplias facilidades a la entrada de multinacionales cuyo único interés es hacer negocio, pero que les importa poco crear trabajo permanente en España.
- La formación de un bloque empresarial cada vez mayor con íntimas relaciones colusivas con el Estado, con extensas redes clientelares, que premia a los políticos cesantes socialdemócratas con una apabullante nómina (esta vez sí de ricos) creada a través de las “puertas giratorias”.
El papel del Estado. El Estado, cuyo objetivo es conseguir el Bien Común con economía de medios limitando los deseos particulares, se transforma en la visión socialdemócrata en un Estado “representante de los intereses de todos”, lo que induce a que “todos” le exijan al Estado que satisfaga sus necesidades. Esa mentalidad de “cliente del Estado”, multiplicada por 48 millones de “clientes” lleva a una frustrante espiral sin fin de derechos exigidos-burocracia-impuestos que hace imposible cualquier política, porque siempre hay una multitud de clientes insatisfechos que lo exigen todo sin pagar nada.
Los valores. La socialdemocracia recoge de la ideología marxista la percepción de lo que ellos llaman “el capitalismo” y sus creencias como el principal enemigo a abatir. Ahí se incluye cualquier idea que favorezca directa o indirectamente al sistema capitalista: ser buen trabajador, responsable, esforzarse, defender a la empresa, etc. No se puede apoyar al mismo sistema que se pretende destruir (o al menos, doblegar). La consecuencia inevitable a largo plazo es la progresiva extensión de la filosofía de la comodidad laboral, del sindicalismo a ultranza y del anti-empresarismo, o de que los trabajadores se perciban como “clientes” de la empresa en la que trabajan.
La religión sigue siendo considerada por el socialismo como el “opio del pueblo”, por lo que la tendencia general de cualquier poder socialdemócrata ha ido siempre en el sentido de disminuir a toda costa el peso de los valores religiosos en la sociedad. Así se explica mejor la reducción sistemática y planificada del papel del cristianismo en España. Poco a poco, el vacío de valores trae como consecuencia una relajación ética que propicia y alimenta todo tipo de corruptelas, que degradan hasta el límite cualquier sociedad, y ciegan las expectativas de muchos para prosperar honradamente.
El lenguaje. La terminología socialdemócrata nos atrapa con sus melifluas palabras. Ya no hablan de “la lucha de clases”, “la explotación” o el “estado socialista”, para no provocar reacciones en contra. Pero sí nos envuelven con sus eufemismos, con lo que las defensas mentales de muchos no se ponen en funcionamiento: el “Estado del bienestar”, la “progresividad fiscal”, la “universalidad de la enseñanza”, “unos servicios públicos de calidad” “es mejor lo público que lo privado”, “hace falta la fuerza de trabajo de otros países”, “los agentes sociales”, la “negociación colectiva”, la “apertura de mercados”, el “Estado laico”, son algunos de los términos con los que camuflan la ideología socialista de siempre.
Por todo ello, vemos cómo desde la primera victoria electoral socialista en España, allá por 1.982, las estrategias socialdemócratas han ido gradualmente en detrimento de lo mejor de la clase media, siempre enemiga de todo tipo de socialismos (antes los llamaban la “pequeña burguesía”, otro enemigo a abatir por los socialistas). Décadas de propaganda y de ingeniería social han conseguido adormecer a importantes sectores sociales en favor de burocracias socialistas o de intereses globalistas. Lo peor es que muchos han interiorizado todos los dogmas socialdemócratas, como si fueran “moderados”. En este sentido, vemos cómo a muchos centristas les parece que el expresidente González, u otros socialistas de antaño ahora son “buenos”, porque ya se identifican con sus lavados de cerebro.
Todo este proceso es mucho más persistente, intenso y masivo que la segunda ola “woke”, que sólo alcanza a sectores minoritarios de la sociedad, por muy ruidosos que parezcan.
Entendemos que esta es una batalla cultural que hay que plantear, aunque nos llamen elitistas o defensores de la desigualdad. El centrismo no va a defender a ninguna clase media, porque presupone que hay un libre mercado neutral en el que todos compiten en igualdad de condiciones, cuando vemos que esto no ocurre en ningún caso.
Sólo volviendo a los valores de responsabilidad individual, esfuerzo, mérito, excelencia, sacrificio personal, espiritualidad, patriotismo, justicia, honradez y ganas de trabajar, así como a la defensa con tenacidad incansable del papel crucial de los grupos naturales intermedios en la sociedad, estaremos en condiciones de dejar una España mejor a las futuras generaciones, si no queremos terminar en unos años en una chabola y suplicando un mendrugo de pan al político (situado) socialista de turno. Eso sí, tendremos dos carreras y cinco posgrados.
Julio García | Escritor
Comparte en Redes Sociales |
Evita la censura de Internet suscribiéndose directamente a nuestro canal de Telegram, Newsletter |
Síguenos en Telegram: https://t.me/AdelanteEP |
Twitter (X) : https://twitter.com/adelante_esp |
Web: https://adelanteespana.com/ |
Facebook: https://www.facebook.com/AdelanteEspana/ |
2 comentarios en «Una batalla cultural más a librar (además de, y previa a las ya existentes) | Julio García»
Magnífico artículo.