El valor de Educar | Alberto G. Ibáñez

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

España vive en un sinvivir de leyes educativas que cambian cada dos por tres, mientras asistimos atónitos a la clasificación de los estudios PISA de la OCDE que persistentemente nos coloca como uno de los países donde los jóvenes alcanzan peores competencias lectoras, matemáticas o de resolución de problemas tecnológicos. En lugar de hacer un alto en el camino y preguntarnos de verdad qué está pasando y dónde está el problema, nos empeñamos en profundizar y persistir en el error que nos ha llevado de fracaso en fracaso

Algo parece claro a estas alturas claras: las principales causas de nuestro descalabro educativo no son ni la falta de medios ni la ausencia de igualdad. La OCDE ha mostrado que una vez alcanzado el gasto de 50.000 dólares por estudiante de 6-15 años, no existe una relación directa entre el nivel de gasto en educación y los resultados académicos. En España superamos ese límite de sobra con un gasto acumulado de 82.178 dólares para un alumno desde que tiene 6 años hasta los 15, pero pese a ese esfuerzo, el rendimiento en pruebas como la de matemáticas se mantiene estancado por debajo de la media de la OCDE desde hace 10 años. Gastamos mucho más que países como República Checa o Polonia, que nos superan notablemente en resultados académicos, pero paralelamente somos el país de la OCDE con más jóvenes que ni estudian ni trabajan, siendo la media para acabar una carrera universitaria en nuestro país de 9 años.

En cuanto a la igualdad, en nuestro país no solo está asegurada la educación gratuita hasta los 16 años (y luego un generoso sistema de becas) sino que en cuestión de género, según el Informe de la OCDE sobre educación (2019), el 50 % de las chicas de 25 a 34 años obtuvo una titulación superior, frente a un 38 % de hombres, y las mujeres con educación superior ganan en España un 82 % de los ingresos de los hombres con el mismo nivel educativo, frente a la media de la OCDE, que es un 75 %, y de la UE (76 %). Esto no quiere decir que haya que contentarse en esta materia, pero estos datos muestran que tampoco aquí está nuestro mayor problema. De hecho, cuando llegó la Revolución francesa la manera de instaurar la igualdad, no fue a la baja, sino extendiendo el uso del vous, del monsieur y madame a las clases populares, cuando antes se reservaba para las clases altas. Es más, el «usted» se siguió utilizando con toda normalidad democrática en países como Francia, Italia o Alemania, sin que ello afectara a la calidad de su democracia o sus derechos. Curiosamente en esos países el modelo educativo sigue cosechando mejores resultados que en España.

La principal causa de nuestro serio déficit educativo estriba precisamente en que hemos olvidado en qué consiste educar. Hay muchas interpretaciones de su origen etimológico, pero aquí me interesa resaltar: ex–ducere: conducir o guiar hacia fuera. Es decir, enseñar al niño cómo vivir, y sobrevivir, fuera de la comodidad y seguridad del hogar. Muchos maestros y padres creen que su función es proteger y servir a los indefensos niños, librándoles de dificultades, preocupaciones o posibles traumas cuando su misión debiera ser enseñarles a enfrentarse y superar cualquier dificultad, preocupación o trauma en lugar de convertirlos en seres frágiles y débiles que sucumban a cada nuevo embate de la vida, instalándose en la queja permanente. Como decía Pericles necesitamos «espíritus fuertes que, conociendo las penalidades, no se aparten de los peligros» o, en otras palabras, simplemente “ciudadanos responsables”.

Gilles Lipovetsky recuerda que mientras en sociedades antiguas la educación preparaba a los niños para vivir en un mundo difícil, hoy se les educa dulcemente, con el pretexto de que sean felices, hurtándoles lo que Freud llamaba «el principio de realidad». Porque la verdad es que la vida no dejará nunca, para todos, de ser lucha y de tener un lado oscuro al que tener que hacer frente. Se ha puesto de moda hablar de “resiliencia” o de “empoderamiento”, pero contradictoriamente les decimos a nuestros jóvenes: “no os esforcéis demasiado, que el Estado o los papás estarán ahí para resolver vuestros problemas”. Si queremos que la gente consiga las tres “A” (amor, alegría y amistad), debemos educarlos en las tres “R”: resistencia, responsabilidad y respeto. Y ello se consigue orientando el sistema educativo además de a lograr conocimientos a “forjar el carácter”, un elemento clave que hemos olvidado.

La forja del carácter no implica ser duros, implica no hurtar obstáculos sino acompañar y enseñar a superarlos. Dice el profesor Savater: “Para llegar a ser libre hace falta la autoridad (…) La tiranía quiere que seamos eternamente niños. La autoridad ofrece resistencia pero hace crecer. Si no has tenido resistencia no creces recto, sino reptando”. Se critican los exámenes por ser un elemento anticuado que solo comprueba conocimientos de forma memorística (lo que tampoco está tan mal), pero un examen es un obstáculo o reto que el estudiante debe salvar. Para ello debe preparase estudiando, pero también planificando su tiempo y esfuerzo, organizándose y diseñando estrategias de concentración y retención de conceptos, incluido sobre cómo hacer mejor el propio examen. Si después de todo suspende deberá analizar cuáles han sido sus errores aprendiendo de ellos para en su caso replantearse su forma de estudiar o corregir deficiencias de su método de trabajo (por ejemplo, darse el atracón los últimos dos días). Otra cosa es que los profesores no les enseñen a verlos así, pero si quitamos los exámenes tendremos que introducir otros obstáculos que cumplan similar función.

No engañemos a nuestros hijos y estudiantes: solo superando obstáculos se puede aprender a saltar más alto. Si los protegemos demasiado les estamos privando del poder que necesitan para ser verdaderamente felices. No estaría de más aprobar una ley de «autonomía personal y responsabilidad social del menor» que garantizase que (al menos) todos se hacen la cama, se cortan las uñas, van a comprar su ropa y lo que necesitan para estudiar, saben preparar platos sencillos, hacer trámites burocráticos que les afectan…, y son conscientes de que sus acciones y omisiones afectan al resto de su familia y de la sociedad en que vive.

La educación debe representar un equilibrio entre lo nuevo y lo pasado, entre autoridad e imaginación, entre la esfera pública (la vida en sociedad) y la privada (la familia), entre la no discriminación por origen o renta y la necesidad de premiar el esfuerzo y el talento. La verdadera rebelión pendiente de nuestros jóvenes consiste en lanzar un grito indignado a padres consentidores, a pedagogos de librillo y a políticos demagogos: ¡decidme la verdad!, ¡no hay éxito sin esfuerzo!, ¡empujadme a superar mis límites y a hacerme dueño de mi destino! Si la vida incluye inevitablemente momentos duros, mejor saberlo y estar preparados para hacerles frente. Si no, no nos sorprendamos de que la depresión o el número de suicidios suban en Occidente frente a zonas más pobres. El valor de educar es enseñar a ser honestos, responsables y valientes, pero para ello hay que tener el valor necesario para saber y atreverse a educar.

Alberto G. Ibáñez| Escritor y ensayista

Deja un comentario