Tras visitar semanas atrás Cornellá de Llobregat con motivo de las cacas de los perritos abandonadas en la calle, les invito hoy a dar un paseo por Cunit, municipio costero de la provincia de Tarragona. El busilis de este comentario son las basuras de los vecinos. Las disposiciones de ambos consistorios abonan la teoría muy difundida de que en Cataluña no cabe un tonto más. Pero no es cierto. Ya lo creo que cabe: sólo hay que apretarse un poquito para hacerle sitio.
De modo que los agentes de la Policía Local de Cunit tienen orden de rebuscar afanosamente entre las basuras depositadas fuera de plazo horario recomendado (si lo hay), o del contenedor pertinente, en pos de facturas o documentos arrugados o desmenuzados que, una vez recompuestos, permitan identificar al infractor e incoarle un expediente sancionador. El largo brazo de la ley no se detiene ante los desperdicios y hoza en ellos como un cochino feliz en el lodazal. Semejante sacrificio a los agentes del orden cabría exigirlo en delitos de gran envergadura, sea el caso de un secuestro, de un asesinato, de una peligrosa red de narcotraficantes, como hemos visto en alguna película de género policíaco, pero si es por saber si la vecina del 2ºA recicla bien y separa el vidrio de los cartonajes, la verdad, parece una tomadura de pelo.
La coalición gobernante en el consistorio (“Impulsem Cunit” y PSC suman 11 de los 17 concejales en liza) ya ha dejado aquilatadas muestras de su fenomenal desempeño. Es un municipio tranquilo, de turismo familiar (Cunit, avorrit, quiere decirse, “Cunit, aburrido”, es lema popular) que dispone de buenas playas, de esas que es preciso caminar un ratito para que el agua cubra al bañista, y que cuenta con una elevada proporción de segundas residencias. Como era de esperar, todas las instrucciones acerca del uso de las instalaciones y servicios relativos al baño están redactadas exclusivamente en catalán. Eso en consideración a los veraneantes doquiera procedan en aras del monolingüismo cultivado celosamente por el indigenismo catalanista. Asimismo, el ayuntamiento de Cunit estimula fervorosamente la delación anónima de quienes incumplen la normativa referente a la rotulación obligatoria en lengua catalana del paisaje comercial. Lo sé de buena tinta, pues un amigo (vocal por más señas de la Asociación por la Tolerancia) fue denunciado a la Policía Local por un malsín al sorprenderle traduciendo al español un mensaje en la cartelería municipal con ayuda de un rotulador. Ni tachando, ni cosa parecida, traduciendo: 800 € de multa. Una nadería.
A la par que el talibanismo lingüístico, el nuevo cometido de los agentes locales no tiene por objeto, contrariamente a lo que parece, la promoción del reciclaje entre los vecinos de la localidad. De unos años a esta parte, un porcentaje significativo de la población lo hace en casa, voluntariamente, separando plástico, papel, orgánica y vidrio. Le ahorramos buena parte del trabajo a las plantas de tratamiento industrial de las basuras, aunque eso no impide que las tasas municipales aumenten año tras año por ese mismo concepto cuando, en realidad, habríamos de ser retribuidos por ello. También lo hicimos cuando niños, pues nos daban unas pesetillas por un atadijo de periódicos y revistas y, además, los envases eran reutilizables. Tenían entonces cierto valor. Todo eso desapareció con la elevación del nivel de vida y con la revolución del plástico, ese feo material, casi infungible y no biodegradable.
De lo que se trata, pues, es de huronear entre los residuos impelidos por las directrices de la superioridad. Y no sólo por afán recaudatorio. En esta práctica subyace un indisimulado proyecto de control de los hábitos de la ciudadanía. Es la espeleología de una suerte de inquisición intestina, doméstica. Quieren saberlo todo: qué comemos, a qué dedicamos nuestro tiempo de ocio, si consumimos productos en oferta de “marca blanca” o somos de morro fino y nos decantamos por artículos más selectos. Qué patologías nos complican la vida y qué fármacos adquirimos para combatirlas. Gracias a un folleto pueden averiguar cuál será nuestro próximo destino vacacional. Y tantas cosas más. Hay quién dirá que esa “info” para hacernos un traje a medida la pueden obtener cruzando datos con otros organismos, sí, pero todos y cada uno de los niveles administrativos (local, regional y nacional) elaboran celosamente su propia base de datos para manejarse a sus anchas sin intromisiones. El trabajo de campo a pie de obra (es decir, de bolsa de basura) es muy importante.
La basura dice mucho de nosotros. Es una inagotable fuente de información. Es oro puro para los enemigos de la libertad. En estas materias residuales, cabe recordar, la franquicia política de ETA, Herri Batasuna (ahora Bildu) fue pionera años ha y abrió camino en algunos municipios bajo su mando. Allí las basuras, fue noticia, habían de ser identificables por domicilio y familia. La “Stasi” del compostaje, de la porquería. Crearon escuela. La exaltación de la mugre y de la cochambre, que podríamos denominar “coprocentrismo”, fue prefigurada con ese humorismo nihilista de desollado vivo del gran Louis-Ferdinand Cèline mediante una de sus más icónicas y descriptivas sentencias: “El hombre es un saco de vísceras (basura) locas por pudrirse”. Ante una ausencia total de valores y de principios, de la mano de un relativismo moral expansivo, los deshechos, en cierto modo, nos explican e identifican. Al CSI de las cacas de chucho en Cornellá de Llobregat, se une hoy el CSI de los apósitos usados y de las cáscaras de pistacho en Cunit. Caminamos con paso firme hacia una antropología de la mierda.
Javier Toledano | escritor