Candyman o la “biofobia” | Javier Toledano

candido candida

Candyman da en español “el hombre de los caramelos” o “el hombre dulce”. Una saga de películas americanas de terror da cobertura a ese personaje presente en el folclore popular, casi ecuménico, pues los hay así, o muy parecidos, en distintas culturas repartidas por el ancho mundo. Sean los casos del “olentzero” vasco o del “apalpador” gallego que han sido incorporados a las festividades navideñas en sus respectivas regiones, un tanto forzadamente, por el afán particularista de exhibir en tan señaladas fechas rasgos culturalmente diferenciados a los del resto de España.

El “olentzero” es un carbonero medio asilvestrado que regala dulces a los niños que se han portado bien y el “apalpador” hace lo propio en el brumoso reino de Breogán tras colarse a domicilio y hacer cosquillitas en la barriguita a los niños durmientes… una estampa, convendrán conmigo, nada tranquilizadora en estos tiempos que corren.

La versión americana estaría basada, dicen, en un hecho real acaecido en el siglo XIX. Un esclavo negro fue linchado por tener amores con una mujer blanca. Una multitud enfurecida le dio caza, le cortó una mano a serrucho y le embadurnó de miel de los pies a la cabeza para que fuera devorado por las alimañas. Lo de “dulce” obedecería a ese macabro aditamento. El trágico suceso dio pie a una leyenda urbana, que es el busilis de la saga cinematográfica: si un incauto le invoca, repitiendo a medianoche tres veces su nombre ante un espejo, aquél se materializa, extraído con fórceps de los abismos del terror, e impelido por la sed de venganza le da muerte con el gancho como de pirata que sustituye la mano que le fuera amputada por sus verdugos.

Y ya saben, ese individuo que merodea por los parques, donde disputa espacios al exhibicionista ataviado con su raída gabardina, sucia de lamparones, repartiendo caramelos a los mocosuelos para ganarse su confianza y abusar de ellos asquerosamente. Real o ficticio, es un monstruo, como el Sacamantecas o el Hombre del saco. Casi un arquetipo junguiano.

“Candi” (“Candy”), apócope familiar de Cándida, antes era Cándido. Un tipo con un largo historial de malos tratos que coleccionaba detenciones y órdenes de alejamiento. Fue condenado por ello. Se ha celebrado juicio por reincidencia en su conducta delictiva, pero hete aquí que, al quite, un año antes de la presente causa, el muy pillo cambió oportunamente de sexo amparado en la ley “trans” aprobada por este gobierno.

Bastó con la mera exposición de su deseo “transgenérico” ante la ventanilla correspondiente y, una vez cumplimentado el formulario registral, pasó a ser Cándida, una señora de los pies a la cabeza aun conservando el pichelo y un par de colganderos cascabeles… y también esas manazas con las que sacudió a su pareja. Ha sido absuelto, arrea, por la Audiencia Provincial de Sevilla: con dos mujeres en liza no hay violencia de género que valga.

La declaración en la que un hombre deviene legalmente mujer recuerda el mecanismo básico de la ceremonia llamada “shahada” (“testimonio”) o “profesión de fe” islámica. Si el neófito pronuncia la fórmula mágica “no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta” ante un imán que actúa como notario, ya es musulmán. Y aquí paz y después gloria.

De modo que esta ley desnortada y basurienta, impropia de una sociedad que hasta la fecha se ha regido, entre otros, por los principios del empirismo, de la experimentación científica, por el uso de la razón y la búsqueda de la verdad, constituye una suerte de “shahada” genital. Es un acto de fe y hemos de creer que Cándido ahora es Cándida. Esto es, porque lo dice él. Y cándidos son aquellos que se tragan semejante sapo verrugoso.

Nunca nadie nos podrá arrebatar la libertad de ser rematadamente estúpidos. Las buenas gentes, temerosas de Dios y de las humanas leyes, ponen el grito en el cielo y acusan a “Candi” de “bordear” la ley, de hacer de ella un uso fraudulento a beneficio de inventario. Pero lo que es un fraude es la ley misma. Y no hace al caso procurar su reforma (un par de parrafitos), un retoque cosmético, para evitar las disonancias más escandalosas de su articulado, y si me apuran alegrarse porque en determinados ámbitos, como el deportivo, y por propia iniciativa de algunos organismos, se restringe en parte el daño que ese sinsentido mayúsculo genera. Lo que procede respecto de esa ley es, simple y llanamente, su inmediata derogación.

En ocasiones aprovecha agarrar de las orejas al sandio paisanaje que somos y situarle delante del bruñido espejo que refleja el rictus facial de la imbecilidad tal cual es. Y para ver y entender que esta ley es una abominación, una enmienda a la totalidad de la cordura y la más delirante negación, o inversión, de la realidad, nada mejor que una verbena pirotécnica y catártica: asistir un buen día a la final olímpica de los 100 metros lisos femeninos a disputar por ocho fornidos contendientes, todos ellos barbados y musculados, mujeres legales, sí, pero con el aparataje reproductor masculino intacto, comprimido bajo sus pantalones elásticos.

 Una ley, trasunto de una humanidad arrasada, que casi nadie se cree, que nadie que no sea tonto de baba se toma en serio en su fuero interno, ni siquiera muchos de quienes la defienden. Pero que el nuevo rajoyismo de Feijóo que está por llegar amenaza con respetar íntegramente. Ahí estará ese bodrio “biófobo” (contrario a la biología, a la vida, en cierto modo “biocida”) condicionando nuestro ordenamiento jurídico. Esa aversión a la realidad inmediata, fáctica, perceptible sensorialmente, denota el embotamiento y la enfermedad de una sociedad al completo, pues las enfermedades sociales son altamente contagiosas… y el deterioro acaso irreversible de un hecho civilizatorio, una hecatombe del conocimiento, el preludio de un suicidio colectivo, una ofuscación cósmica. Candyman, candyman, candyman.  

Javier Toledano | Escritor

Comparte con tus contactos:

Deja un comentario