La democracia es una magnífica utopía. Pero esa forma de gobierno tan deseable es de imposible realización. Aun suponiendo unas elecciones limpias y unos electores cultos y civilizados, que es mucho suponer, nunca será el pueblo quien gobierne, porque dentro de él los intereses, las tendencias y los objetivos serán siempre heterogéneos. Y, en consecuencia, habrá una elite gobernante que decida por la muchedumbre, tratando, en los casos más encomiables, de satisfacer bienintencionadamente a una parte mayoritaria de ella.
El pueblo elige, sí, tras una supuesta reflexión razonable, pero son las organizaciones partidarias las que, tras otra supuesta consideración no menos prudente, se forman el propósito de ejecutar algo. De modo que, en la realidad, la democracia deviene siempre en lo contrario de su significado original. Es decir, en una oligarquía; ya se componga ésta de una clase privilegiada, de un círculo, de una casta dominante o de una camarilla.
La democracia, en definitiva, tomada en su sentido primigenio, acaba siendo una perenne frustración. Y si volvemos una y otra vez a analizarla, desmenuzándola en todos sus aspectos, es, precisamente por el desaliento que causan los amplios horizontes, las brillantes expectativas, cuando se ven una y otra vez desencantadas. Nos han engañado vendiéndonos democracia como pureza, como la «purga de Benito» política capaz de acabar con todas las injusticias imaginables, pero ha resultado ser otra trampa más, utilizada arteramente por los engañadores profesionales de la plebe.
La democracia, así, prostituida o violentada, es hoy, en España -y no sólo en España- la fotografía inquietante que retrata a la Farsa del 78 y a todos los embaucadores que han intervenido en ella, enalteciéndola para su personal provecho. Una comedia fascinadora desde el punto de vista del historiador, y deprimente y humillante para la plebe sufragista que se creyó o participó en el enredo, sin ser capaz de liberarse de la burda maquinación de los impostores.
Un invento o montaje desalentador para esa multitud, otrora ciudadana y hoy súbdita, que aún no ha terminado de despertar pese a las depredaciones que sobre ella han cometido y siguen cometiendo los gánsteres socialcomunistas y sus excrecencias cómplices. Y pese a que los actores de la comedia no han dejado y no dejan de pasearse por los tribunales, compareciendo ante los jueces que, unos con fe, capacidad o valentía y otros con sectarismo, acaban imputando, condenando o, sobre todo, exculpando a los saqueadores.
Millones de euros a lóbis y a jueces a cambio de activismo y de consideración. A eso, a cambiar el dinero público de manos, en una trapacería tan primaria como indecente, es a lo que, por desgracia, se reduce la democracia en nuestros días. A la proliferación de cajas de seguridad particulares y al incremento de secretas y opacas cuentas bancarias en paraísos fiscales más o menos exóticos. Con el añadido de fulgurantes carreras profesionales, súbitos y desaforados enriquecimientos y mafiosos silencios.
Lo cual nos lleva a concluir que la palabra «democracia» no significa la cima de las garantías ciudadanas pretendida por la publicidad de los pervertidores, sino una idea bastarda, como en su mayoría suelen ser las manejadas por la peor humanidad. Y que no son las formas de gobierno, sino los hombres que las utilizan, quienes hacen buena o mala la coexistencia.
De ellos y del tratamiento que se haga de una legislación justa. Algo que, aun sin suponer un nuevo hallazgo del conocimiento, conviene recordar de vez en cuando para prevenir confusionismos y demagogias. Esos barriales ideologizados en los que tan bien se mueven los forajidos sociopolíticos y financieros.
Venga a nosotros, pues, mil veces, la dictadura de un patriota honrado, mejor que la democracia de un corsario resentido y psicópata. Porque lo cierto es que, en la actualidad, el Estado democrático que nos ofrecen los dominadores no sólo no protege al pueblo, sino que lo depreda y esclaviza. Y que la democracia, una vez más, a pesar de su buena prensa, ha resultado un fiasco brutal, como el socialcomunismo que la falsea.
Una decepción para sus teóricos usufructuarios, y una prosperidad apabullante para sus propagandistas. Esos malhechores que supieron, saben y sabrán guardar la silenciosa fidelidad que la omertá mafiosa exige y que han hecho de la democracia su bandera y su cueva de Alí Babá. De la democracia y del Estado que la acoge.
Jesús Aguilar Marina | Poeta, crítico, articulista y narrador,
