El convento de los carmelitas de Toledo estaba destinado a colegio de sagrada teología y, en julio de 1936, acogía a ocho hermanos que se habrían ordenado subdiáconos un par de meses más tarde si la Ciudad Imperial no hubiese sucumbido ante el “terror rojo”, esa serpiente que, como describiría el poeta Roy Campbell, se había introducido en el Edén toledano para destruir la “ciudad sagrada de su pensamiento”.
El padre Evaristo de la Virgen del Carmen, que casualmente predicaba el novenario de la Virgen del Carmen en Alba de Tormes, fue testigo de la vileza del reptil y lo tristemente acaecido a todos aquellos hermanos con los que convivía en esa comunidad. Su regreso se vio acompañado de la peor de las pesadillas posibles, las noticias del martirio del padre prior Eusebio del Niño Jesús, el subprior Nazario del Sagrado Corazón, Pedro José de los Sagrados Corazones, David de la Virgen del Carmen, Ramón de la Virgen del Carmen, Tirso de Jesús María y los coristas José Agustín del Santísimo Sacramento, Hermilo de San Eliseo, Eliseo de Jesús Crucificado, Perfecto de la Virgen del Carmen, Melchor de Jesús, Constancio de San José, Félix de la Virgen del Carmen, Plácido del Niño Jesús y los hermanos donados José María de la Virgen Dolorosa, Daniel de la Pasión y Clemente de los Sagrados Corazones.
El padre Eusebio velaba por los estudios, el culto religioso y la formación intelectual de sus estudiantes siguiendo el austero modelo de San Juan de la Cruz dentro de un convento y calles aledañas que, desde las elecciones de febrero de 1936, habían vivido el caos provocado después de unos dudosos comicios. Así, los hermanos llevaban meses “disfrazándose” con ropa seglar cada vez que, jugándose el tipo, salían de su refugio para señalar “catacumbas” donde instalarse en caso de extrema necesidad debido al acoso y derribo que, sobre la comunidad carmelita, se vislumbraba.
Roy Campbell, de hecho, iba a ser receptor de un baúl con documentación, libros de cuentas y las copias de los manuscritos de San Juan de la Cruz semanas antes del comienzo de las hostilidades. El poeta y su familia, fervorosos católicos tras su conversión en Altea en junio de 1935, mostraban sus convicciones en la cotidianidad de una vida conventual acechada por las huestes del odio. Apostados en una posición privilegiada, los francotiradores apuntaban con su arma a feligreses como Mary Campbell que tenía el diario “atrevimiento” de ir a Misa de ocho acompañada de Anna, su hija pequeña, desde su casa en la calle Airosas. Su valentía también se puso de manifiesto cuando, antes del estallido de la guerra y acompañados por los padres Eusebio y Evaristo, la familia recibió el sacramento de la Confirmación de manos del cardenal Gomá en plena madrugada. Como concluía el poeta en su autobiografía “Light on a Dark Horse”, aquel trayecto supuso una alta dosis de adrenalina, la sensación de que, sin hacer mal alguno, parecían niños robando fruta de un huerto.
Y en todos esos días previos, la empinada cuesta del Cristo de la Luz había contemplado una extraña mezcla de cautela y miedo en los pasos de una Mary que, con velo y misal, ascendía como un frágil gorrión ante la atenta mirada del callado y oculto fusil. Desgraciadamente, esas armas iban a romper su silencio semanas más tarde para abrir fuego contra todo lo que representaba ese compromiso católico desde la llegada de la República años atrás. Y esa misma subida y sus inmediaciones se iban a convertir en testigos de unas semanas venideras teñidas de sangre, odio y tragedia.
El hermano Eliseo, refugiado en casa del señor Perezagua, fue el primero en probar la sinrazón de las balas el 21 de julio en la cuesta referida a escasos metros de la imagen de la Virgen de los Alfileritos. Un inesperado registro en ese domicilio provocó la huida de los religiosos, además de la estigmatización de esa familia con un trágico desenlace.
Aquel mismo 21 de julio también iba a ser el último día del padre Eusebio, oculto en casa de la familia Rodríguez Bolonio, donde varias terciarias carmelitas no dudaron en dar cobijo al prior de la comunidad. Su entereza y frialdad al ser hallado en el registro logró salvar la vida de sus protectoras ante la sed de sangre de unos recién llegados a Toledo que no dudaron en fusilarle en la entrada de la casa.
Doloroso y sorprendente podemos considerar el asesinato del hermano Clemente tras ser hallado en casa del señor Nodal en Alfileritos, 4. El cadáver de este lego permaneció insepulto en la calle durante un par de días. El charco de sangre y la desfiguración no fueron más que la representación de lo que asolaba al país: guerra y desunión. Y no menos lamentable fue el asesinato del hermano Eliseo, herido al ir caminando, y vilmente rematado cuando, tras identificarse como religioso, no tuvo tiempo a hacer la señal de la cruz ante el gatillo fácil de sus asesinos.
Dos días después, el 23 de julio, el hermano José Agustín sería el receptor de la ira y, poco después, el 25 de julio, el padre David también alcanzaría la gloria eterna sin la opción de que su nacionalidad portuguesa le permitiera seguir con vida. El odio no tenía fronteras y el veneno, sin atender a razones, ya se había extendido por Toledo y toda la geografía española.
Prueba de ello iba a ser la culminación del mes de julio con dos fechas, los días 30 y 31, que contemplaron el asesinato de los hermanos Constancio y José María en Cabañas de la Sagra cuando se disponían a viajar a Madrid como, de igual manera, ocurrió con los hermanos Hermilo y Perfecto, asesinados en la carretera de Cuerva.
Coincidiendo con la celebración de San Ignacio de Loyola, la página final del mes de julio iba a provocar la pasión de los padres Nazario, Pedro José, Ramón y los hermanos Félix, Plácido, Melchor y Daniel, todos al amparo y protección del doctor Emilio González Orúe, médico del convento, quien, a riesgo de su vida y la de su familia, no pudo evitar la matanza perpetrada por una descontrolada y salvaje masa que se cobró la vida de aquellos inocentes hombres.
Aquel ángulo de la fachada izquierda de la iglesia conventual fue el siniestro testigo del ensañamiento exhibido por unos verdugos que dieron rienda suelta a su fechoría liquidando al último grupo de carmelitas en medio de la algarabía del pelotón de Rosell, las turbas poseídas de irracional venganza y los desgarrados gritos de dolor de una desconsolada Paca, criada en la casa del médico, ante aquellas alimañas sin alma ni razón, como aquel tribunal popular que había firmado la condena de muerte del último carmelita de Toledo martirizado, el padre Tirso, tras haber permanecido oculto hasta los últimos días de aquel infausto y trágico verano.
(Emilio Domínguez Díaz. Diario La Razón)