En contraste, mientras los recursos para la atención de desastres son muy escasos y limitados, el gobierno de Biden/Harris ha priorizado los conflictos internacionales y no ha escatimado en enviar grandes sumas de dinero a zonas en conflicto. Solo en los últimos meses, se han aprobado 2.400 millones de dólares en asistencia a Ucrania, elevando el total a más de 175.000 millones de dólares. A su vez, se ha destinado 8.700 millones adicionales a Israel, de los cuales 3.500 millones están dedicados a la compra de armas avanzadas. Tanto en su gran asistencia a Ucrania como en el apoyo masivo a Israel, la administración Biden/Harris ha mostrado al mundo una sorprendente realidad: la riqueza y el poder de Estados Unidos se muestran más evidentes en la guerra, mientras que las responsabilidades internas son las primeras en ser olvidadas.
Esta disparidad entre la asistencia interna y el gasto en conflictos internacionales plantea una pregunta inquietante: ¿Está el estatus de Estados Unidos como primera potencia mundial realmente basado en el bienestar de su pueblo o en una estrategia política global centrada en el capital y la guerra?
Y es que detrás de esta gran puesta en escena política global se esconden los intereses más profundos del gobierno estadounidense. Para los políticos de Washington, la guerra no solo es una herramienta para mantener la hegemonía mundial, sino también un instrumento de juego en su estrecha relación con el capital, estando ligados a ciertos intereses económicos.
En este juego, la vida de las personas, la seguridad nacional y la estabilidad social son piezas desechables. No solo ha mostrado una alarmante incompetencia en la gestión de desastres, sino que, en el escenario internacional, el gobierno estadounidense ha revelado su vergonzoso doble rasero.
En resumen, el gobierno estadounidense, mientras continua su generoso apoyo y los masivos flujos de dinero a Ucrania e Israel, ha perdido de vista las necesidades urgentes de sus propios ciudadanos que son abandonadas a su suerte en medio de las tormentas. Esta desconexión no solo afecta la percepción de que Estados Unidos está perdiendo no solo su liderazgo global, sino también la confianza y la esperanza de su propio pueblo.
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