Hidrarquías | Javier Toledano

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El control de los recursos hídricos, la vigilancia de los ríos, de sus ciclos, sequías y crecidas, la construcción de canalizaciones para aprovechar ese elemento vital en el sostenimiento de la población, en el desarrollo de la agricultura, en la explotación de la ganadería no itinerante, o para su aprovechamiento energético mediante presas, fueron condiciones indispensables, milenios atrás, para la aparición de complejas estructuras políticas en algunos puntos del planeta. En la mitología clásica, la grecolatina, pero no solo en ella, los ríos adquieren rango de divinidad. El hombre depende del río, funda asentamientos a su vera para garantizarse el abastecimiento permanente. El desafío que supone el agua lleva a la estirpe humana a proyectar obras de ingeniería colosales: puentes, acueductos, embalses, que aún hoy nos admiran. En ocasiones los ríos son fronteras naturales: “Esta orilla para mí y aquélla para ti”. 

Quienes estén más o menos familiarizados con la Antropología, habrán oído hablar de Karl Wittfogel, el estudioso alemán, marxista primero y furibundo anticomunista en sus años de madurez intelectual, que acuñara conceptos como “civilización hidráulica” y “despotismo hidráulico”. Todos los manuales introductorios de esa disciplina académica le dedican un capítulo. A esas organizaciones políticas se las conoce también como “hidrarquías”. Sin duda, las más poderosas y las que mejor han sido estudiadas son las “hidrarquías” orientales (“La gran titulación”, de Joseph Needham). La antigua China y Mesopotamia. Pero sin olvidar al dios Nilo, eje vertebrador del Egipto faraónico. Tampoco fueron mancos los romanos, mayas y aztecas desecando lagunas de aguas mefíticas e insalubres para la vida de populosas comunidades. Los árabes, período califal, que no andaban sobrados de cursos fluviales precisamente, le confieren un valor civilizatorio de primer orden, y allá donde pueden urden tupidas redes de acequias para el regadío al menudeo, intensivo, orientado a la horticultura y, llevados de un delicado esteticismo, el agua es motivo asimismo de elevación espiritual y de refinamiento artístico mediante suntuosos jardines, fuentecillas y aguas cantarinas entre fragantes jazmines y arrayanes, para solaz, pongamos por caso, de la bella Rumaikiya. 

Stalin quiso pasar a la posteridad uniendo su nombre a los grandes jerarcas hidráulicos del pasado y para ello ordenó construir el Belomorkanal, que uniría los mares Blanco y Báltico, atravesando los lagos Ladoga y Onega, una obra mastodóntica de unos 230 kilómetros de longitud. El resultado fue una sonora pifia, inútil, mal proyectada y peor ejecutada, pero un gran éxito en lo tocante a la especialidad predilecta del socialismo más ortodoxo: decenas de miles de operarios muertos (las estimaciones varían de 12.000 a 50.000, según autores) procedentes del universo concentracionario del Gulag, que es sabido, trabajaron en régimen de esclavitud, mal alimentados y a bayonetazos, sin apenas maquinaria y a menudo con las manos desnudas. 

Uno de los rasgos fundamentales de las hidrarquías del mundo antiguo, por así decir, es la centralización política. Los ríos, como las nubes, no entienden de fronteras entre pueblos vecinos, enfrentados o no, y se pasan por el cauce de sus caprichos, más seco o caudaloso, las diferentes demarcaciones administrativas. El agua fluye y con eso tiene bastante. La gestión de los ríos requiere una delimitación clara, nítida, jerarquizada y eficiente de responsabilidades y atribuciones. Es incompatible con la irrupción de poderes localistas que dificultan o imposibilitan la coordinación y retrasan la toma de decisiones. Así lo entendieron entonces. Digo bien: requieren “gestión”, y entenderlo fue un primer paso y sin vuelta atrás. Es fama que hoy muchos “expertos” en todo, los “todólogos”, enfeudados a los eslóganes de un ecologismo adánico, involutivo y contraproducente, y a veces mortal, sostienen que, por tratarse de entidades vivas, de ecosistemas autónomos, los ríos no habrían siquiera de ser “gestionados” por la dañina, contaminante y “ecocida” mano humana, y sí, en cambio, dejados al capricho de su fluyente discurrir. “¿Quiénes somos para condicionar la suprema libertad del hermano río, para embalsar sus aguas o para enmendarle la plana a la naturaleza limpiando la vegetación que ella misma ha acumulado en barrancos y torrenteras?”

Uno se figura al nomarca (gobernador) de la provincia (“nomo”, pero sin “g” delante) del Sistro poniéndole mil trabas a su par de la vecina provincia del Cocodrilo, curso medio del Nilo, por unas obras de canalización que ha de acometer éste último para prevenir inundaciones, de efecto devastador, a causa de las crecidas estacionales del río. Obras que cuentan con el beneplácito del faraón. El gobernador de Sistro aduce contrariado “que comoquiera que el agua pasa por su territorio, el Nilo es suyo, cuando menos el tramo sujeto a su jurisdicción, que ha de intervenir en cualquier decisión que se tome al respecto y que veta y paraliza esas obras”. Enterado el faraón de la conducta del díscolo nomarca, lo llama a consultas para leerle la cartilla. “A éste le voy a decir yo cuatro palabritas”. Y ya tenemos a los embalsamadores de palacio haciendo los minuciosos preparativos de una momificación en vida. En unos días queda vacante, qué contrariedad, la plaza de nomarca de Sistro.

Evidentemente, el párrafo anterior es una inocua licencia, una fábula que se pretende humorística. Lo que nada tiene de cómico son los protocolos de funcionamiento de las confederaciones hidrográficas españolas participadas por diferentes gobiernos regionales cuando los cursos fluviales transcurren por dos o más de las así llamadas “comunidades autónomas”, tanto si hablamos del río principal como de sus afluentes tributarios. Para que a uno se le hiele la sonrisa sólo tiene que acudir al capítulo que el profesor Sosa Wagner dedica a este capítulo específico en su demoledor ensayo “El Estado sin territorio”. Que es como decir “el Estado fallido”. Una lectura obligatoria para aquellos que anden interesados en saber de la calamitosa gestión de nuestras aguas internas. Un galimatías ridículo, manicomial, ingobernable y contrario a los intereses nacionales, que es como decir, de los españoles en su conjunto. Otra herramienta más, suma y sigue, al servicio de la fractura social, de la desnacionalización y de la fragmentación de España en identidades y particularismos que entre sí se repelen. Aún quedan cosas en el tintero sobre el particular y si hay ocasión las diré gustosamente.

Javier Toledano | Escritor

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2 comentarios en «Hidrarquías | Javier Toledano»

  1. Excelente artículo al que sólo le falta, en la diversa exposición de civilizaciones que «domesticaron» el agua, una referencia al mundo romano y a sus imponentes acueductos, baste como ejemplo, el tan español de Segovia o los, también hispanos, de Mérida o Tarragona.
    Y, permitaseme la licencia, de hacer un resumen de lo expuesto: El «estado de la autonosuyas» no sirve, ni para éste, ni para los muchos problemas con que tenemos que lidiar los españoles, ¡TODOS!

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  2. totalmente de acuerdo con su valoración y también en el diagnóstico… hasta el punto de que las autonomías no son solución para problema alguno: son el problema…

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