Ablaciones domiciliarias | Javier Toledano

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Hace años saltaron las alarmas por la sospecha de que algunas familias africanas instaladas en el área metropolitana de Barcelona, y en localidades como El Vendrell, Salt y Figueras, regresaran temporalmente a sus países de origen para someter a sus hijas a la ablación clitoriana. Se habló mucho de esa posibilidad y una sensación de espanto sacudió a quienes estaban en la sospecha de cosa semejante. Cabe recordar que las autoridades municipales y regionales, a través de los servicios sociales, advirtieron de ese fenómeno. Es decir, no fue un rumor a humo de pajas. Esa práctica horripilante está muy extendida en poblaciones rurales de Camerún, Costa de Marfil, Chad, Gambia, Mauritania, Nigeria, Senegal, Somalia y Sudán. Los nacionales de algunos de esos países forman comunidades de cierta relevancia en España, especialmente, los senegaleses.

Las razones por las que regresaban a sus países para cumplir esa suerte de escalofriante “rito de paso” son obvias: en España, país de acogida, la mutilación genital femenina está penada por ley, y el aislamiento de las familias con ese hito en su bagaje “cultural”, y en ausencia de “especialistas” cercanos en tan abominable materia, animaban a los interesados a gastarse un dineral en el billetaje aéreo. Aunque nos escandalice, la ablación es, por así decir, un “hecho cultural”. A nosotros, los occidentales que no nos avergonzamos de serlo, nos parece un “deshecho” cultural y como tal ha de contemplarse en nuestra legislación. Hay “hechos culturales” de otros países que se nos antojan pintorescos, divertidos, inocuos y suscitan nuestra curiosidad, pero también los hay deplorables y contrarios, no sólo a nuestra legislación, sino también a nuestra visión del mundo y no han de tener cabida entre nosotros. Quiero decir, ni entre nosotros, ni en el territorio sujeto a nuestro marco legal, perfectible, pero el nuestro al fin y al cabo.

Por hecho cultural entendemos lo mismo una danza tradicional (las coreografías sincopadas de los esquimales o los giros vertiginosos de un derviche turco), que una receta culinaria (el cuscús, joya de la gastronomía marroquí, o el sushi nipón). Un hacha de sílex o un cuchillo de obsidiana hallados en el interior de una cueva habitada por el hombre milenios atrás son llamados, por ejemplo, vestigios materiales de “la cultura achelense”. Convenimos que es así, que hay objetos (tejidos, atavíos como la minifalda, el niqab o el burka, herramientas, cerámica, orfebrería, armamento) que forman parte tangible de una cultura extinta o presente, pero también una cultura comprende fábulas, mitos, leyendas por transmisión oral, y, cómo no, costumbres de muy variada índole. Por razones que se nos escapan a los occidentales, la ablación clitoriana existe y es una práctica recurrente en el seno de algunas poblaciones. Es, pues, un hecho cultural. Una salvajada, en efecto… luego es un “hecho cultural salvaje” según nuestra percepción, que será mejor o peor (la percepción), pero, joder, es la nuestra y conforme a ella organizamos, más o menos, nuestra vida comunitaria. O así era hasta no hace mucho. También la cultura ha sido devaluada mediante especiosos conceptos de intencionalidad ideológica y adoctrinadora del tipo “cultura de la violación”, etc. Y a mano tenemos la “contra-cultura” que en estos años, y en Occidente, se ha impuesto, sustituyendo a la “cultura académica” o “alta cultura” (que no debemos confundir con su par de la costura).

Pero hete aquí que irrumpe en escena la llamada “multiculturalidad”… que mucha gente confunde estúpidamente con el “cosmopolitismo” por machacona insistencia de los creadores de opinión pública. Cosmopolitismo es convivencia con otras gentes que manifiestan públicamente sus rasgos culturales (fiestas, música, atuendos, pasacalles carnavalescos, etc.), pero todos sujetos a la misma legalidad (penal, fiscal, cívica, etc.): la vigente en la sociedad receptora. Multiculturalidad es otra cosa. Quiere decir que en un mismo espacio coinciden gentes de distinta procedencia con sus tradiciones y hechos culturales, entre ellos ciertas leyes consuetudinarias, no escritas, pero sin prevalencias y en compartimentos estancos, es decir, con escasa impregnación mutua. Y cada uno de esos grupos, en particular, los de más reciente implantación, tiende a regirse, si su umbral demográfico da para ello, por sus propias normas, siempre y cuando consiga eludir la acción fiscalizadora de la “cultura” mayoritaria en su nuevo lugar de residencia. La observancia de las leyes comunes dependerá en gran medida de las dinámicas sociales que se dan en ese barrio o en esa localidad, como explicaba no hace mucho Samuel Vázquez (Policía.Siglo XXI) en una entrevista radiofónica. Para muestra un botón: el caso del gueto-barrio bruselés de Molenbeek copado por una comunidad musulmana muy numerosa, donde los integristas se han hecho fuertes y donde, dicen, no entra ni con salvoconducto la policía belga.

La clave reside acaso en esas dinámicas sociales y en la densidad demográfica de algunas comunidades para entender por qué han desaparecido las ablaciones del panorama informativo. Es como si ese asunto se hubiera esfumado misteriosamente. En estas dos últimas décadas las poblaciones asentadas en España que en origen practican la mutilación femenina han crecido considerablemente, no hay más que acudir a los datos estadísticos sobre procedencia de la inmigración para verlo.  De tal suerte que uno se pregunta lo siguiente: si una vez en España mantienen contacto entre ellos, y una significativa proporción, no todos necesariamente, permanecen “fieles” a sus “hábitos ancestrales”, y hay varias familias con descendencia perteneciente a un mismo grupo de edad y en un radio inferior a unos cuántos kilómetros… ¿Qué sentido tendría gastarse cada uno de ellos una pasta larga para regresarse a su país, la familia entera, y continuar con el ejercicio de ese fatídico “rasgo cultural”?… Ninguno, cuando, concertadamente entre todos los interesados, y les saldría mucho más barato, podrían contratar a un “especialista” en la materia oriundo de aquellas latitudes y traerlo acá, visado turista, alojamiento gratis, a mantel y “cuchilla”, perdón, quise decir cuchillo. Ítem más: ¿Y si el número de residentes de la comunidad en cuyo seno se practica la ablación rebasa el umbral en el que los posibles clientes, las familias, con las víctimas, las niñas, configuran una cuota de mercado suficiente para dedicarse “profesionalmente” a esos menesteres? ¿Qué sucedería en ese caso? Sencillo, que esa práctica se reproduciría en la sociedad receptora, de puertas adentro, claro es, y sin “visibilidad”, como se dice ahora. De tapadillo… por tratarse de un delito. De un delito entre nosotros, que para ellos no lo es.

Yo no quiero que en mi país, donde he nacido, al que amo, pues por patriota me tengo, y del que recibo un rico legado histórico y artístico (con sus luces y sombras si se quiere)… un legado que deseo se perpetúe en el tiempo y del que sean legatarias futuras generaciones… suceda eso, aunque sucedan otras cosas horribles, pero NO ésa. Que en este caso, la suma resta. Ya vamos servidos con nuestras propias “horripilancias”. No entiendo que nos resignemos a ignorar o a tolerar esa inmundicia sólo porque ya no se habla de ello y no es noticia. Si esos casos se dan en España, quiero saberlo… para oponerme frontalmente, pues con esa filfa basurienta de la “multiculturalidad” me limpio el trasero, que no con el cosmopolitismo, que es muy distinta cosa. Sobre la conciencia de los partidarios del “papeles para todos”, y de otras mojigangas parecidas, recaiga el sufrimiento de las niñas mutiladas… y con mayor motivo si esas criaturas han nacido aquí y su nacionalidad es la española.

 

Javier Toledano

 

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