En medio de las revueltas en EEUU tras la muerte de George Floyd a manos de la policía nos llegan imágenes de todo el país de pintadas y carteles con el lema «No Justice No Peace!», ¡Sin justicia no hay paz! Es un lema que se percibe como radical, incluso como una amenaza: «si no hacéis justicia, no os daremos la paz». A menudo aparece acompañado de símbolos anarquistas o bélicos, de puños del black power o caras enmascaradas. Pero este lema, por mucho que se pronuncie con acentos revolucionarios, es una verdad antiquísima, y parte del discurso clásico acerca del significado verdadero de la paz. Y es que para los antiguos, la paz no era sencillamente la ausencia de guerra. San Agustín la define como la tranquilidad en el orden, y el orden como algo inexistente en caso de injusticia flagrante, que no es otra cosa sino desorden. Bien entendido, no es que un grupo violento vaya a chantajearnos con mantenerse en pie de guerra hasta que acabe la injusticia, sino que sencillamente no existe la paz mientras ésta se mantenga. La injusticia rompe la paz, y o bien se reestablecen ambas o no podrá existir ni la una ni la otra. Pero acaso no hayan caído en cuenta los sublevados de que lo contrario también es cierto. Sin paz no habrá justicia.
El lazo que une a la justicia y a la paz forma parte de su misma esencia. No son realmente dos cosas diferentes, sino distintos aspectos de una misma realidad. La arbitrariedad policial y el miedo constante de una parte de la sociedad americana al enfrentarse con la policía no solamente es injusto, sino que además es violento. Y las revueltas a lo largo de su geografía no solo hunden a barrios y ciudades enteras en un ambiente violento, sino que además es profundamente injusto. Y posiblemente la distancia haga difícil para nosotros entender que así sea. Bien por los kilómetros de distancia, bien porque insistimos en interpretar lo que ocurre en cualquier parte del mundo a través del tamiz de nuestras propias cuitas políticas; el caso es que nos falta imaginación tanto para entender la angustia de una familia negra en EEUU, que tiene que dar una charla a sus hijos de cómo comportarse con la policía para regresar vivos a casa ni tampoco la sensación de profunda inseguridad que están viviendo padres de familia en sus grandes ciudades. El periodista conservador del New York Post, Sohrab Ahmari, ha hablado con contundencia desde el principio de la polémica en contra de la violencia policial. Incluso ha insistido en lidiar con el componente racial a pesar de la poca proclividad que hay para ello en el conservadurismo Americano, pero como padre de familia en Nueva York, también ha hablado de la inseguridad. «Nací en Irán. He ejercido de periodista en todo el Oriente Medio. He “vivido” con traficantes humanos en Estanbúl. Y sin embargo, jamás he sentido la inseguridad de la anarquía y desorden con tanta agudeza como esta noche. En pleno centro de Manhattan.»
El orden no es la justicia, y no es la paz. Pero sí es la medida mínima para poder alcanzarla. Tenemos que insistir, contra las piedades sentimentalistas de nuestro progresismo patrio y de los medios internacionales, en que ni la paz es incompatible con el uso legítimo de la fuerza ni la justicia es posible sin un grado de coación. La coacción es necesaria para la verdadera libertad, y para la existencia de una sociedad buena. El derecho penal, por ejemplo, es coactivo. Y queremos que corruptos, asesinos y violadores, sea cual fuese su rango o función social, se enfrenten a él. La diferencia entre la verdadera violencia, entre la coacción injusta que rompe la paz en un sentido estricto, y la fuerza legítima que la garantiza, es el que esté dirigida o no a preservar o restaurar la tranquilidad en el orden justo.
Aquí podríamos tirar de la historia de los condados catalanes para iluminar la situación en EEUU (no vamos a vivir siempre mirando hacia afuera), y para darnos una idea de cómo deberíamos actuar nosotros. Tras años de campesinado libre, y una nobleza sujeta por el poder real (y condal) a las leyes, gran parte de Cataluña entró en un periodo de abuso de autoridad por parte de las familias nobles y revueltas campesinas. Esto no tuvo fin hasta la instauración de la Paz y tregua de Dios. La Iglesia, con el respaldo de la autoridad condal, declaraba ciertos lugares y tiempos (de sábado a lunes y las fiestas de guardar) como tiempos de paz bajo pena de excomunión y sanción civil. Solamente en el contexto de esta medida mínima de orden se pudo volver a la vez a garantizar la paz y someter a los nobles a la justicia, restableciendo a los campesinos en el disfrute tranquilo de sus tierras y derechos.
Esta lección es inmediatamente aplicable en nuestros días. Podemos reducir los temas a una lucha entre fascistas y antifascistas, (o pelearnos sobre si se puede diferenciar entre anti-antifascistas y fascistas). Podemos hundirnos en el fango de las acusaciones mutuas con respecto a nuestras opiniones de conflictos en el extranjero (o en la metrópoli, según se vea) y los locales. Podemos aprovechar cualquier oportunidad para avanzar nuestras narrativas disgregadoras y ocupar espacio en una lucha más faccional que verdaderamente política. Podemos actuar como quienes todos tenemos en mente, o acaso sería posible que busquemos el camino a un verdadero orden hacia el bien. Sería quizá posible entender que si es cierto que la justicia y la paz no pueden existir la una sin la otra, entonces es necesario establecer un orden capaz de garantizar ambas.