Nuestro manicomio moderno expone una pereza mental colectiva | Todd Hayen

Negro, blanco y la mentira cómoda

El otro día hablaba con un amigo muy cercano que, por cierto, odia a Trump a muerte (ya sé lo que estás pensando, mejor no preguntes). Lamentablemente, la conversación derivó en un debate sobre el fiasco del 6 de enero (y tampoco me preguntes por qué me molesto). Me encuentro constantemente con este tipo de situaciones: la izquierda cree tener la razón absoluta sobre cualquier tema polémico.

Por más información que les proporcione que contradiga su postura, la descartan como basura.  «Es obvio lo que es, y punto».  Como con casi todo hoy en día, me resulta extraño.

Nada es completamente de una manera u otra, sin que exista ningún argumento válido en sentido contrario. Nada, salvo las cosas muy simples. Me refiero, por supuesto, a la infame «falsa dicotomía» o «falso dilema».

Esto no es nada nuevo, por supuesto. La idea de la falsa dicotomía ha estado presente en el pensamiento humano desde los tiempos en que los filósofos, ataviados con togas, debatían sobre la naturaleza de la realidad. Es una falacia lógica tan antigua como la lógica misma, con raíces que se remontan a la antigua Grecia.

Aristóteles, el padre de la filosofía occidental, abordó ideas similares en sus obras sobre retórica y ética, advirtiendo sobre la simplificación excesiva de argumentos complejos en rígidas disyuntivas que ignoran los matices de la vida. No la denominó «falsa dicotomía» propiamente dicha —ese término surgió más tarde—, pero en esencia denunciaba la misma pereza intelectual en sus críticas a la sofistería, donde los participantes en debates acorralaban a sus oponentes con falsas dicotomías para ganar puntos en lugar de buscar la verdad.

Avanzando unos siglos, el concepto se formaliza durante la Ilustración, cuando pensadores como John Locke y David Hume comenzaron a analizar el razonamiento humano y sus falacias. Pero realmente se consolidó en los siglos XIX y XX con el auge de la lógica formal y los estudios sobre falacias. Lógicos como John Stuart Mill, en su obra *Sistema de lógica* (1843), destacaron cómo las personas suelen plantear los debates como cuestiones de blanco o negro para manipular los resultados, excluyendo los puntos intermedios o las posibilidades alternativas.

A mediados del siglo XX, se había convertido en un recurso habitual en los textos de pensamiento crítico; basta con considerar la Introducción a la lógica de Irving Copi, publicada en la década de 1950, que la catalogó como una falacia informal clásica. En esencia, una falsa dicotomía presenta una situación como si solo existieran dos opciones mutuamente excluyentes, cuando en realidad existe un espectro, o una tercera (o cuarta, o quinta) vía que acecha en las sombras. Es como decir: «O estás con nosotros o estás contra nosotros», como si la lealtad fuera un interruptor que no se puede regular ni reprogramar.

Este truco obliga a las personas a tomar posturas extremas, impidiendo el diálogo y haciendo que el compromiso parezca una traición.

En nuestro manicomio moderno, se utiliza como arma en todas partes: desde la política, donde las elecciones se presentan como batallas apocalípticas entre el bien y el mal, hasta el mantra de la era del Covid de «vacunarse o morir» que borró cualquier mención a la inmunidad natural o los tratamientos alternativos. Es una trampa mental que se aprovecha de nuestros instintos tribales, haciéndonos sentir seguros de nuestra rectitud mientras nos ciega ante las zonas grises donde reside el verdadero entendimiento. Y esa es la ventaja del pensador crítico: detectar estas ilusiones antes de que nos atrapen.

¿Por qué la gente se aferra a falsas dicotomías como a salvavidas en una tormenta? Claro, a quienes imponen su agenda les encantan: el enfoque en blanco y negro es la herramienta perfecta para dividir y vencer, arreando a las ovejas a corrales opuestos mientras los pastores cuentan la lana. Pero no finjamos que esa es toda la historia. La verdadera corrupción es más profunda, penetra directamente en la psique humana, donde la comodidad siempre se impone a la complejidad.

La mayoría de la gente no está preparada para el esfuerzo cognitivo que exige el pensamiento crítico. Los matices son agotadores; requieren mantener ideas contradictorias en la cabeza sin que el cerebro se bloquee. ¿Polaridad? Eso es una manta cómoda. Eliges un bando, le pones una etiqueta y, de repente, el mundo tiene sentido: sin zonas grises molestas con las que tropezar. Es el equivalente mental de la comida rápida: rápida, satisfactoria y, a la larga, perjudicial. La disonancia cognitiva es dolorosa; las falsas dicotomías son analgésicos.

Carl Jung, aquel viejo sabio suizo de la psique, lo expresó a la perfección cuando habló de la “tensión de los opuestos”: el espacio eléctrico donde la tesis choca con la antítesis, dando a luz la síntesis viva que es la vida real.

Esto no es una solución fácil; es un constante caminar sobre la cuerda floja, que nos exige sostener la insoportable incertidumbre entre nuestras manos temblorosas, mirando fijamente al abismo entre el blanco y el negro sin pestañear. La mayoría de las personas influenciables (y debo decir que también muchas personas con ideas fijas últimamente) huyen hacia los precipicios de la certeza, aterrorizadas por el vértigo que supone admitir: «Quizás me equivoque, quizás sean ambas cosas, quizás no sea ninguna». El ego clama por terreno firme —elegir un bando, plantar una bandera, acallar la disonancia—, así que colapsan la tensión en una falsa dicotomía, extinguiendo la chispa que podría iluminar la verdad. La mayoría de los pensadores críticos (al menos con los que me relaciono) prosperan en la fricción, con los músculos doloridos por el esfuerzo, porque ahí es donde se esconden los dioses, susurrando secretos a aquellos lo suficientemente valientes como para escuchar sin respuestas.

Luego está el atractivo tribal. Los humanos somos animales sociales, y nada une a un grupo más rápido que un enemigo común. El «nosotros contra ellos» no es solo un recurso narrativo, sino evolutivo. En la época de la sabana, la supervivencia no se basaba en la ambigüedad moral de la tribu rival; uno elegía su bando y luchaba. Hoy, ese instinto es secuestrado por algoritmos y expertos, pero la esencia es la misma. Admitir que tu bando podría estar equivocado se siente como una traición, así que la gente se aferra aún más a su postura, incluso cuando los hechos demuestran lo contrario.

Y sí, el pensamiento crítico lleva décadas en coma . Las escuelas fomentan la obediencia, no la curiosidad. Los medios premian la indignación, no el análisis. Las redes sociales amplifican las opiniones más simplistas y estridentes. Hemos criado generaciones que confunden la certeza con la fortaleza y la duda con la debilidad. Cuando nunca te han enseñado a cuestionar, la polarización no solo es más fácil, sino que es el único camino que vislumbras. Y esto, huelga decir, es en gran medida, si no totalmente, obra de la agenda, cuya única intención es controlar a las masas.

Dicho esto, la agenda se aprovecha de lo que en su mayoría ya existe: una pereza mental colectiva, un miedo a la ambigüedad y una necesidad desesperada de pertenecer. Los pastores no crean las ovejas; simplemente construyen mejores cercas. Quienes usamos el pensamiento crítico vemos las puertas y buscamos la manera de salir del rebaño. La mayoría ni siquiera lo intenta.

fragmentos del artículo de Todd Hayen publicado en Off-Guardian.org.

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