La Segunda República o el paraíso que no fue (IV) | Gabriel Calvo

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin

Las Cortes Constituyentes: 14 julio 1931 (1)

La proclamación de la República el 14 de abril suscitó dudas fundadas sobre su legitimidad democrática de origen, porque, según el especialista en derecho, Gil Robles: «la votación popular favorable a la conjunción republicano-socialista, masiva en casi todas las capitales de provincia, pero muy reducida en los medios rurales y en todo caso minoritaria en el conjunto del país, se había producido además en unas simples elecciones municipales. No en la designación de diputados para Cortes Constituyentes. Por eso, hasta que la segunda consulta popular se produjo con la tendencia inequívoca -aunque en el clima de presión moral de los vencedores de abril y de temerosa apatía de los adversarios-, la República pudo lícitamente ser considerada un régimen de hecho, más que de derecho»[1].

Proclamada la República, el Gobierno provisional comenzó inmediatamente la preparación de elecciones para las futuras Cortes Constituyentes con el fin de despejar dudas sobre la legitimidad del nuevo régimen. Los comicios se celebraron con normalidad, sin altercados ni desórdenes, lo cual no quiere decir que las elecciones fueran completamente libres. Los gobernadores civiles recién nombrados, pertenecientes en su mayoría a los republicanos, socialistas, radicales e incluso algún partido extremista, hicieron honor a sus convicciones sirviéndose de todos los medios que el cargo les ponía a disposición para engrosar el número de sus propios correligionarios en la misma Cámara[2]. Los republicanos junto con los socialistas y radicales, presentaron en todos los colegios listas mayoritarias, los sindicalistas se unieron con los comunistas. Era, pues, natural que una vez confirmada la coalición que en las elecciones municipales del 12 de abril habían estipulado los socialistas y republicanos, éstos tuvieran prevalencia y dejaran muy atrás a los otros partidos.

La distribución de fuerzas políticas en el primer parlamento favoreció a las izquierdas, encabezadas por el PSOE, que con sus ciento diecisiete diputados tenía la mayoría relativa. Frente a ellos poco podían hacer los partidos moderados, independientes o de derechas. Los destinos inmediatos de España quedaron en manos de las Cortes Constituyentes, caracterizadas por su izquierdismo radical y compuestas en su mayoría por políticos de pueblo con muy escasa preparación, imbuidos de espíritu sectario, sin conciencia de las graves responsabilidades de Gobierno que sobre ellos pesaban y, por consiguiente, muy capaces de tomar todo tipo de decisiones dañosas para España, con tal de satisfacer sus aspiraciones personales, intereses locales o dar rienda suelta a revanchas. El nivel cultural de los diputados era en conjunto muy bajo, si se exceptúa la presencia de algunos intelectuales de reconocido prestigio, y mucho menor era su formación moral y religiosa. De los 468 diputados, casi 370 eran como los descritos[3].

Sobre esta asamblea sólo el Gobierno podía ejercer un influjo eficaz. El anticlericalismo parlamentario podía ser de alguna manera controlado desde el poder ejecutivo, ya que el Gobierno no quería una lucha abierta contra la Iglesia y deseaba limpiar el proyecto constitucional de los artículos más sectarios. Las razones por las que el Gobierno mostró tanta moderación fueron, en primer lugar, porque la situación política estaba lejos de ser consolidada, lo mismo que la económica y social, y con la hostilidad declarada de los católicos, difícilmente se consolidaría; pues no todos los ministros eran anticatólicos.

Los ministros más sectarios eran también astutos y comprendían que la conciencia nacional no estaba preparada para desencadenar una persecución a fondo, al estilo de los cristeros en México (1926-1929) [4]. Por ello creían más seguro, factible y a la larga eficaz, realizar una política laicizadora en la enseñanza, durante unos años, antes de intentar avances definitivos. Además, no olvidaban que el sector neutro de la nación, que era extensísimo como en todas partes, aunque, como en todas partes, poco activo, veía con disgusto una persecución religiosa promovida desde las más altas instancias del poder.

Con todo, la postura del Gobierno no era ni mucho menos unitaria y se fue adaptando a las exigencias de las Cortes, inclinadas cada vez más a la izquierda virulenta y favorable a soluciones radicales ante el problema religioso, sin excluir una eventual ruptura de relaciones con la Santa Sede. Las Cortes Constituyentes no constituían una representación auténtica del pensamiento español en absoluto. La ley era favorable a la formación mayoritaria, por tanto, a la hora de repartirse los escaños, los partidos mayores alcanzaron en el Parlamento una representación mucho mayor de los votos populares que la que realmente habían conseguido. Mientras que los partidos menores, por esta misma distribución proporcional injusta, consiguieron menos representación a nivel de diputados. Por ello, la composición del Parlamento no respondió a las fuerzas auténticas del país.

Después de que el Rey dejara caer a la dictadura del general Primo de Rivera, la inmensa mayoría del pueblo español reaccionó contra Alfonso XIII (pero no contra la Monarquía como institución), y apoyó cualquier candidatura republicana, prescindiendo, del programa religioso que pudieran tener los distintos partidos. La consecuencia de las elecciones de junio con dicha ley electoral fue una rotunda victoria de los socialistas, furibundamente anticlericales. Según su distorsionada ideología, veían en la Iglesia una poderosa organización, perfectamente instalada en las áreas del poder, que durante decenios habría apoyado, directa o indirectamente, a los explotadores de la clase proletaria[5]. Pero se trataba de un anticlericalismo diverso del burgués, de corte decimonónico, de salón, reservado a las clases económicamente privilegiadas. Este anticlericalismo era anacrónico, pero existía todavía en 1931, mientras que el del PSOE no era, ni podía ser tan refinado, sino más elemental, rudo y populista.

Otro partido importante era el Republicano Radical, que había cambiado muy poco, aunque su principal exponente, el republicano histórico Lerroux, había evolucionado enormemente hacia el moderantismo y la burguesía. Él se había moderado mucho, pero su partido no. Tan anticlericales eran los radicales como los socialistas. Por eso hay que tener en cuenta la actitud personal de Lerroux y distinguirla de su partido, que se le había escapado de las manos.

Sorprendía en este conjunto el reducidísimo número de diputados de la Acción Nacional, organización católica que se presentó con sesenta candidatos y que había contado con el apoyo de personas del antiguo régimen monárquico y con la propaganda de los periódicos conservadores. Existían, sin embargo, diputados de sentimientos católicos en otros partidos, comenzando por los vasco-navarros, que formaron la coalición más segura para los intereses de la Iglesia. También se podía contar con el apoyo de algunos independientes para evitar excesos en las leyes o ataques frontales a la institución eclesiástica. Dejando aparte un máximo de un centenar entre ausentes, enfermos y los que se abstenían en las votaciones, quedaba una mayoría aplastante de cerca de trescientos diputados hostiles a la Iglesia por principio frente al apoyo teórico inicial de unos sesenta que podían socorrerla.

Gabriel Calvo | Sacerdote e Historiador

[1] José María Gil Robles, Una revolución fallida, la II República y la Guerra civil, en «Historia social de España siglo XX», Guadiana, Madrid 1976, 137-138.

[2] Cf. Jordi Albertí, La Iglesia en llamas. La persecución religiosa en España durante la Guerra Civil, Destino, Barcelona 2008, 85.

[3] Cf. José Mª Petit Sullá, La república del 14 de abril. Palabras, personajes y hechos, en Obras Completas. Al servicio del reinado de Cristo, Tradere, Barcelona 2011, t. I, vol. II, 806-808.

[4] Cf. Andrés Azkue, La Cristiada. Los cristeros mexicanos (1926-1941), Scire, Barcelona 2000, 27; José Mª Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Gratis date, Pamplona; Alfredo Sáenz, La gesta de los cristeros, Gladius, Buenos Aires, 2018. 311.

[5] Cf. Stanley Payne, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), La esfera de los libros, Madrid 2005, 37.

Deja un comentario