La Segunda República o el paraíso que no fue (III) | Gabriel Calvo

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La expulsión del obispo Múgica y del cardenal primado: mayo-junio 1931

Ha de insistirse en que la jerarquía española, a pesar de que la mirara con prudente recelo, había acatado la República públicamente. En la Carta colectiva del episcopado español del 1 de julio de 1937, los prelados, sin la menor necesidad de justificación ni de guardar ya las formas diplomáticas, cuando se llevaba combatiendo un año entero llevando el bando nacional siempre la iniciativa y se contaban por millares los martirios causados por el Frente Popular[1]. Aún así, siguieron manifestando que no recibieron con hostilidad el nuevo régimen:

«Conste que, ya que la guerra pudo preverse desde que se atacó ruda e inconsideradamente al espíritu nacional, que el episcopado español ha dado, desde al año 1931, altísimos ejemplos de prudencia apostólica y ciudadanía. Ajustándose a la Tradición de la Iglesia y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común. Y a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia, no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia de tiempo atrás establecido. A los vejámenes respondimos siempre con el ejemplo de la sumisión leal en lo que podíamos, con la protesta grave, razonada y apostólica cuando debíamos; con la exhortación sincera que hicimos reiteradamente a nuestro pueblo católico a la sumisión legítima, a la oración, la paciencia y la paz. Y el pueblo católico nos secundó, siendo nuestra intervención valioso factor de concordia nacional en momentos de honda conmoción social y política»[2].

Porque no fue la Iglesia quien se enfrentó a la República, sino que fue la República la que declaró la guerra a la Iglesia desde el inicio, y reiteradamente la atacó, legal y extralegalmente, sin que la jerarquía defendiera a los fieles ni a los templos más allá de unas débiles y dispersas condenas.

Posteriormente, con la designación de Isidro Gomá como arzobispo primado de Toledo, cardenal y cabeza de la jerarquía española, en sustitución del cardenal Segura, la jerarquía cambiará de posición plantando cara más decididamente a los desmanes de la Segunda República contra la Iglesia[3]. Pero los años 1931-1933, con el primado Segura expulsado, será el cardenal Vidal y Barraquer, arzobispo de Tarragona, quien guie un infructuoso diálogo con las autoridades a fin de lograr un entendimiento cordial para solucionar el contencioso República-Iglesia[4]. Era la orden transmitida por Pío XI, no obstante, esta postura estaba muy mal considerada por el clero pues, en mayor contacto con la realidad cotidiana de la calle que los obispos, vislumbraban el peligro de mostrar debilidad ante las fuerzas anticatólicas instaladas en el poder.

La expulsión de los dos prelados fue obra personal del ministro Maura[5]. El 17 de mayo fue exiliado el obispo de Vitoria, cuya hostilidad a la República se había manifestado abiertamente ya antes de las elecciones del 12 de abril. La expulsión del obispo Mateo Múgica planteaba la cuestión del carlismo como fuerza política antirrepublicana y su fuerte incidencia entre el clero y el pueblo, tanto en Navarra como en las tres provincias Vascongadas. No cabe la menor duda de que la gran parte de los eclesiásticos vasco-navarros defendieron abiertamente los principios carlistas, mientras que unos pocos eran partidarios del nacionalismo separatista del PNV, de tendencia republicana[6]. De esta forma, atacando directamente al obispo de Vitoria, el Gobierno pretendía atajar la oposición carlista.

Aunque, evidentemente, como después se comprobó durante la guerra, las decenas de miles de voluntarios del Requeté mostraron que el tradicionalismo hispánico legitimista estaba mucho más vivo y operativo de lo que imaginaban los líderes republicanos. El general e historiador Salas Larrazábal en una obra de síntesis, cifra en cuarenta y tres mil los voluntarios navarros en julio de 1936 y Julio Aróstegui en un volumen extraordinariamente erudito, aporta unos datos bastante aproximados[7]. El alto número de bajas que se produjeron entre sus filas avala su alto valor combativo, por lo que fueron empleados como fuerzas de choque en primera línea durante numerosos combates.

Los ideales del carlismo estaban dotados de un gran rigor intelectual y solidez, debido a los notables pensadores que lo habían desarrollado, como Juan Vázquez de Mella, además, después de perder las tres guerras carlistas durante el siglo XIX, eran desinteresados en alto grado y todavía encontraban un gran arraigo popular. Mientras de la mayor parte de los monárquicos alfonsinos, encuadrados en el partido político Renovación Española, sólo se guiaban por la estrategia del simple posibilismo político, muy centrado en la defensa de sus intereses económicos.

Pedro Segura era el arzobispo de Toledo, lo que conllevaba la Primacía de la Iglesia en España, que se materializaba en la presidencia vitalicia de los obispos españoles en la Conferencia de Metropolitanos. Es decir, ser la cabeza visible e indiscutible de la Iglesia en el país. El prelado escribió una carta pastoral publicada el 1 de mayo[8] de la cual se hicieron eco inmediatamente todos los periódicos. En ella había insertado un párrafo de agradecimiento al rey fugado: «que supo conservar la antigua tradición de fe y piedad de sus mayores». Sus sentimientos monárquicos unidos a su amistad y admiración personal por Alfonso XIII no eran desconocidos por nadie y esas palabras no eran más que un homenaje, por cierto, con no demasiado fundamento histórico[9].

Aunque la monarquía borbónica española, mucho menos todavía la francesa, nunca fue el adalid de la religión católica que los aduladores obispos de la monarquía liberal de la Restauración se empeñaban en presentar[10]. No desempeñaron el papel de punta de lanza del catolicismo contra el enemigo turco-protestante, como sí que llevó a cabo la casa de Austria desde Carlos V a Felipe IV, con un enorme desgaste por su parte[11].

El Gobierno reaccionó desproporcionadamente con una reclamación del ministro de Justicia al nuncio para que expulsara al Primado de su sede por considerarlo un obstáculo para la consolidación del régimen republicano. Entre tanto, los periódicos de la izquierda y los exponentes más exaltados de la política republicana, que pedían la destitución del arzobispo a consecuencia de la carta pastoral, hicieron llegar al pueblo la idea de que Segura retaba a la República a un enfrentamiento. De este modo, en ocho días de agitación, cada vez más intensa porque el gobierno no tomó resolución alguna, se preparó en toda España un golpe audaz, que por su violencia obligó a adoptar medidas drásticas contra el cardenal y atemorizar así a los católicos.

El 14 de junio fue detenido por la Guardia Civil en Guadalajara, donde se hallaba de visita pastoral, e internado esa misma noche en la residencia de los padres paúles de la localidad[12].  Al esparcirse la noticia por la entonces pequeña población, comenzaron a reunirse grupos de izquierdistas lanzando gritos amenazadores contra su persona, por lo que el gobernador tuvo que solicitar la fuerza militar para que lo protegiera. El 16 por la mañana, el Gobierno exigió a Segura que abandonase inmediatamente el territorio nacional. La impresión general producida por la expulsión del cardenal, con intervención de la fuerza pública, fue tremendamente negativa en los ambientes católicos y provocó numerosas protestas en toda España. Significaba una violencia injustificada y un agravio inaudito a la fe de un pueblo en la persona que ostentaba la representación más alta de la jerarquía de la nación[13].

Gabriel Calvo | Sacerdote e Historiador

[1] Cf. Bartolomé Bennassar, El infierno fuimos nosotros, Taurus, Madrid 2005, 116; César Vidal, La guerra que ganó Franco. Historia militar de la guerra civil española, Planeta, Barcelona 2006, 275.

[2] Isidro Gomá, Por Dios y por España, Casulleras, Barcelona 1940, n. 3, 563-566.

[3] Cf. Anastasio Granados, El cardenal Gomá. Primado de España, Espasa, Madrid 1969, 87.

[4] Cf. Cristóbal Robles Muñoz, La Santa Sede y la II República. De la conciliación al conflicto, Visión libros, Madrid 2013, 608.

[5] Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII, Ariel, Barcelona 1968, 307.

[6] Fernando García de Cortázar, Socialismo, nacionalismo, cristianismo, Descleé de Brouwer, Bilbao 1979, 33-97.

[7] Cf. Ramón Salas Larrazábal, Cómo ganó Navarra la cruz laureada, FN editorial, Madrid 1980, 29; Julio Aróstegui, Combatientes requetés en la Guerra Civil española (1936-1939), La esfera, Madrid 2013, 144.

[8] Boletín Oficial Arzobispado de Toledo, 87, 37-145 (1931).

[9] Cf. Ignacio Gómez de Liaño, El reino de las luces, Alianza, Madrid 2015, 383; Roberto Fernández, Carlos III. Un monarca reformista, Espasa, Madrid 2016, 171.

[10] Cf. José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid 2016, 383.

[11] Cf. Manuel Rivero Rodríguez, La monarquía de los Austrias. Historia del imperio español, Alianza, Madrid 2017, 138; Martyn Rady, Los Habsburgo, Taurus, Madrid 2020, 122

[12] Entonces diversos territorios de dicha provincia pertenecían a la archidiócesis de Toledo ya que, históricamente, al haber sido la más importante de España, junto con la de Sevilla, era la más extensa geográficamente. El posterior concordato de 1953 redujo considerablemente el territorio diocesano a fin de que la archidiócesis primada se ajustara más con los límites provinciales.

[13] Cf. Ramón Garriga, El cardenal Segura y el nacional-catolicismo, Planeta, Barcelona 1977, 198.

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