La banalización de la educación

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Lo tienen difícil las autoridades educativas para convencernos de que reduciendo contenidos y privilegiando «habilidades socioemocionales» mejore la enseñanza

El dibujo de un rinoceronte. No, no se trata de Durero, ni tampoco de Ionesco. Es un dibujo infantil, como de libro de texto de primaria, siendo generosos. Una imagen sacada de Twitter. El rinoceronte aparece pintando un cuadro. Y, claro, pinta su cuerno. Un chiste de gracia muy moderada. Podría ser una historieta infantil o la viñeta de la parte de atrás de una caja de cereales, pero es uno de los ejercicios del examen piloto de Filosofía de la nueva EBAU (evaluación de bachillerato para el acceso a la universidad) que conocimos hace unos días.

El debate y la polémica educativa vienen de largo. Recuerden: LODE (1985), LOGSE (1990), LOE (2006), LOMCE (2013), y, la última, -que no definitiva- LOMLOE (2020). La tendencia general ha sido hacia una mayor flexibilidad (elección de contenidos), una lógica menos «prescriptiva», «instruccional» y más «orientativa», y sobre todo a dejar atrás el aprendizaje «memorístico», «acumulativo» o «enciclopédico» (son adjetivos del propio Ministerio de Educación). La palabra fetiche de la última ley es competencia. No entre alumnos (eso está prohibidísimo) sino competencia en el sentido de aptitud y desempeño. Todas estas propuestas han generado notables polémicas entre defensores y detractores, con éxitos constantes de los primeros (comandados por los pedagogos) y notables frustraciones entre los segundos (algunos intelectuales y profesores).

El ministerio alude a dos grandes lugares comunes para explicar la necesidad de la reforma, seguro que les suenan: la globalización («procesos económicos, sociales, tecnológicos, políticos y culturales derivados de la globalización» habría hecho «imprescindible plantearse (…) qué, para qué y cómo enseñamos») y la homologación con el extranjero (Documento Base, 2020). Aquí, como gran referente internacional se cita el Center for Skills de la OCDE. La OCDE es un órgano principalmente económico y —todo sea dicho— muchos de los argumentos que otorga para defender este modelo competencial son de todo menos académicos. Por ejemplo: [Las competencias] «hacen que los países sean más atractivos a las inversiones extranjeras» (Estrategia de Competencias OCDE, 2019).

Todo esto está muy bien, pero… ¿y el rinoceronte?

Se podrá aducir que es un ejercicio abierto y que el estudiante bien podría responder maravillas, qué sé yo, como Foucault delante de Las Meninas. O que no hay cuestión filosófica menor, que, como dijera Sócrates, «pelo, fango, basura… no se deberían desdeñar ideas por ridículas que parezcan». Pero lo cierto es que dicho ejercicio—recuerden: un examen de acceso a la universidad— no da muchas esperanzas entre aquellos que sospechábamos que, bajo la deriva pedagógica de la enseñanza, bajo la panacea de las competencias, no se ocultaba sino la banalización o infantilización de la educación.

«En 2002 el porcentaje de aprobados en Bachillerato era del 78%, en 2022 fue del 96,2%»

Es cierto. La crítica al nivel educativo y la denuncia de la degradación de la enseñanza es tan antigua como la propia política educativa. El Real Decreto que reguló por primera vez en 1898 el acceso a la universidad en España ya criticaba la «insuficiencia de la instrucción de la juventud que frecuenta las aulas españolas» (RD 11-X-1898: 420). Sin embargo, algunos datos nos advierten de una sensible relajación en los últimos años en la exigencia y en el nivel, no del alumnado, sino del propio currículo educativo. Las calificaciones, por ejemplo, se han disparado. No sólo desde las facilidades aportadas en pandemia, desde antes. En 2002 el porcentaje de aprobados en Bachillerato era del 78%, en 2022 fue del 96,2%. La media de la EBAU en 2013 era de 6,21 sobre 10, en 2020 se situó en 7,23.

Con grandes diferencias entre territorios, por un lado, y entre centros privados, concertados y públicos, por otro. Esta es, por cierto, la principal desigualdad educativa, que ni esta ni anteriores reformas educativas han pretendido solucionar, y que el examen de Selectividad sólo en parte palía. Hoy, entre un tercio de alumnos de institutos concertados y un cuarto de los públicos llegan a la EBAU con una media de expediente de entre 9 y 10, es decir de sobresaliente (datos del Sistema Integrado de Información Universitaria). Es, aproximadamente, el doble de sobresalientes que en 2015 (15,5% y 12,75% respectivamente). La vulgarización de la excelencia es algo muy diferente, y aun contrario, a la universalización de la enseñanza.

Vayamos a la nueva EBAU y a los principales cambios que contiene. Dado que el primer impulso del Ministerio de Educación fue directamente eliminar el examen (sustituyéndolo por una «prueba de madurez» y un «dossier») existía cierta curiosidad por ver cómo sería. Y el simulacro realizado parece confirmar una tendencia que viene de largo: mayor número de preguntas, cada vez más breves, aumento de la posibilidad de elegir entre estas, reducción del desarrollo escrito y del tamaño de los textos contenidos. También se ha reducido la penalización por faltas de ortografía y se ha aumentado el tiempo de la prueba, de la clásica hora y media a los 145 minutos.

Y los contenidos se han reducido. No es una opinión, es el espíritu de la nueva ley. Menos contenidos y más competencias. Algunos profesores han ido publicando sus opiniones ante el ensayo que el ministerio realizó en días precedentes. Por ejemplo, en Historia de España se prevé prescindir de todo lo anterior al siglo XIX. Y no estoy seguro de que sea mala idea, en tanto en cuanto el temario era inabarcable para profesores y alumnos. En ocasiones, también superficial. Pues, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid se pedía resumir los «Reinos Cristianos en la Edad Media» en diez líneas. O sea, la nada. Ha sido especialmente polémica la desaparición del análisis sintáctico y morfológico en Lengua Española y Literatura, sustituido por unas preguntas tipo test. No se preguntará tampoco sobre autores o movimientos literarios concretos. Lo mismo en Filosofía. En currículos anteriores toda la historia de la filosofía era materia evaluable, para posteriormente quedar reducida a un escueto número de filósofos y textos posibles. Comparemos aquí nuestro rinoceronte con un examen de Asturias en 1998 en donde cayó un texto de ¡Pedro Abelardo!, teólogo del siglo XII.

«Derivadas e integrales son esenciales —más, que las ‘destrezas socioemocionales’— para estudiar finanzas o ingeniería»

Por su parte, el examen piloto de Matemáticas -lo comentaba José Ramón Fernández en redes sociales- prescinde de límites, derivadas o representaciones gráficas de funciones complejas, todos conceptos «de una enorme importancia para el alumnado que curse esta modalidad, puesto que los necesitarán con casi toda seguridad en los grados que cursen posteriormente». Esto ha hecho que en casi todas las universidades se oferten «cursos cero» de Matemáticas. Pues, se pongan como se pongan, conjuntos, derivadas, integrales son esenciales —más, me atrevería a decir, que las «destrezas socioemocionales»— para calcular estructuras, estudiar finanzas o ingeniería informática.

El nuevo currículo tiene también añadidos, aunque estos suelen ser algo más vagos, y más difíciles de evaluar, que los Austrias mayores en Historia o las derivadas en Matemáticas. Algunos ejemplos: «Poner las prácticas comunicativas al servicio de la convivencia democrática» en Lengua y Literatura, «identificar y gestionar las propias emociones» en Matemáticas, o en Historia (tomen aire): «Reconocer y valorar la diversidad identitaria de nuestro país, por medio del contraste de la información y la revisión crítica de fuentes, y tomando conciencia del papel que juega en la actualidad, para respetar los sentimientos de pertenencia, la existencia de identidades múltiples, y las normas y los símbolos que establece nuestro marco común de convivencia».

«Enseñar lo accidental y prescindir de lo permanente es un gran error»

No todo es malo, por supuesto, la inclusión del temido listening en la asignatura de inglés es algo que clamaba al cielo. Si estudias un idioma, lo mínimo es entenderlo. Y hablando de idiomas, las comunidades con lengua cooficial tendrán la opción (¿qué se apuestan?) de incluir un examen sobre dicha lengua. Contra la visión provinciana de la educación, la que privilegia el estudio de lo propio y de lo actual —es decir, justamente de lo que menos necesita ser aprendido— valga recordar, con cierta melancolía de humanista, cómo la prueba común para el ingreso en cualquier facultad de España a fines del siglo XIX no incluía ni siquiera el español, pues consistía únicamente en la traducción de un texto clásico en latín, otro en francés y uno más en alemán (RD 11-X- 1898: 424). Posteriormente se añadiría un cuarto: griego clásico.

Volvamos, de nuevo y de una vez por todas, a nuestro rinoceronte. Imaginen que tuvieran que responder a dicho ejercicio. Se enfrentarían a la primera pregunta: «Describa la imagen y analice los elementos filosóficos que aparecen en ella». Y, tanto si han estudiado como si no, se verían en el trance de describir a un simpático rinoceronte pintando al atardecer de la sabana africana (con lo que ya obtendríamos medio punto). ¿Es eso a lo que se refiere la nueva ley cuando privilegia la aplicación de contenidos «a la realidad»? Por otro lado, ¿cómo evaluar una pregunta así? Algo similar cabría decir del examen de Lengua y Literatura en donde se pedía comparar unos conocidos versos de Jorge Manrique, «cualquier tiempo pasado fue mejor» (ay…) con ¡una campaña del Gobierno para combatir la discriminación por edad! Una cosa es fomentar la aplicación creativa de los contenidos a la realidad —lo cual es razonable e incluso deseable— y otra simplemente sacrificar, en el altar de la pedagogía, los contenidos… y también la realidad.

Algunos profesores como Nuccio Ordine (la «utilidad de lo inútil») o Fernando Savater («si quiere algo útil, cómprese una llave inglesa») han denunciado con gran acierto la lógica utilitarista que en los últimos años ha dominado en las políticas educativas. Pero atendiendo al nuevo currículo ni siquiera se le puede imputar ya tal interés. Lo tienen difícil las instituciones educativas para convencernos de que reduciendo contenidos (esto también son recortes en educación) y subrogando en lo posible la evaluación se va a mejorar la enseñanza.

La principal explicación que para todo ello da el ministerio es sumamente iluminadora. En el futuro, los estudiantes trabajarán en empleos que todavía no están creados, más aún, «que en muchas ocasiones no podemos imaginar siquiera». Por ello una educación competencial, y no centrada en los contenidos, permitirá que dispongan de las capacidades necesarias para adaptarse a lo que venga (Documento Base, 2020). Pero enseñar lo accidental y prescindir de lo permanente es un gran error, así como lo es el renunciar a un examen único para todos los estudiantes: una de las mayores herramientas de igualdad y de ascenso social que han existido. Por lo demás, un diálogo de Platón, un poema de Emily Dickinson o un teorema de matemáticas cualquiera, seguirán estando allí cuando las modas horrísonas de la «educación competencial», las «habilidades socioemocionales» y los «aprender a aprender» hayan desaparecido.

(Con información de Manuel Burón/TheObjetive)

 

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