El silencio de los borregos | Javier Toledano

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Cuando niño me dijeron que el orgullo, el amor excesivo a uno mismo, era el rey de todos los vicios. No obstante, el orgullo se invoca a menudo bajo el pretexto de un supuesto “orgullo” sano. El orgullo por unos colores deportivos: “orgullo atlético”, “orgullo merengue”, “orgullo perico”, que es este último el que futbolísticamente me concierne, aunque viendo a mis chicos jugar no es ésa precisamente la emoción que por lo común me inspiran. “Orgullos” balompédicos en cuyo nombre se hacen auténticas melonadas. Está el orgullo por los sentimientos locales y nacionales de pertenencia. Aquí todo orgullo vale, salvo el español, claro es, pues España o es un artificio de tiranos y dictadorzuelos o una malformación histórica de naciones yuxtapuestas y oprimidas (al decir de los nacionalistas periféricos y de la izquierda mayoritaria), es decir, una auténtica sentina de podredumbre de la que nadie habría de sentirse orgulloso. El orgullo catalán, el vascongado, ahora también el “leonés” y, desgajado de éste, el orgullo berciano (de la comarca de El Bierzo).  

Asoma incluso en las barriadas. En la mía, Pueblo Seco (“Poble Sec” en la toponimia aborigen), ondea en las balconadas de los más apegados a la cuadrícula de calles y plazoletas, la bandera propia, diseñada anteayer, de esa porción de la ciudad de Barcelona. “Orgullo de Pueblo Seco”. Para mí tengo que el escudo, por aquello de reflejar la realidad desde una perspectiva crítica, habría de ser una deyección canina abandonada en medio de una de sus estrechas y empinadas callejuelas, pues es fama su numerosa presencia y es permanente motivo de enojo del vecindario. Es lo que llamaríamos un “hecho distintivo” (o “fet diferencial” en argot nacionalista) de Pueblo Seco: las plastas de chucho. A lo que vamos, aquí el que no se enorgullece es porque no quiere.  

Pero el orgullo por antonomasia es el gay que se celebra por estas fechas. Tanto es así que cuando se menciona “el orgullo” a palo seco, sin especificar razón alguna, orgullo de qué o por qué, todos sabemos de qué va la fiesta. Jamás habría sospechado que las preferencias eróticas pudieran propiciar esa inflación egocéntrica del alma que es el orgullo, ese combustible anímico que hace que uno se hinche y alce el vuelo como un globo aerostático. ¿Eso ha de ser motivo de orgullo… que a uno le tire más una pichurra que un par de tetas? Pues vaya birria de orgullo. No le veo mayor relevancia que sentirse orgulloso por haber descomido, completada la fase eliminatoria del metabolismo, una caca magnífica tras varios días de atasco digestivo.

El orgulloso consenso es universal y obligatorio. Un nuevo becerro de oro al que rendir culto. No tributarle honores genuflexo (comprometido tropismo si es interpretado literalmente, dada la materia tratada) es heterodoxia, herejía. Quien así procediera se convertiría al punto en un “machirulo”, en un forajido casposo y sin amplitud de miras. De modo que hasta la derecha se suma alborozada a la verbena. Y así vemos que gobiernos regionales y municipales en manos del PP rinden pleitesía al evento y cuelgan banderas arcoirisadas en edificios de titularidad pública, editan profusa cartelería conmemorativa y programan conciertos. Pero hete aquí que por muchos aspavientos y guiños de complicidad que haga la derecha para confundirse con el paisaje y sentirse aceptada por los puristas de la liturgia woke y de la doctrina de género, éstos le niegan el pan y la sal. Hagan lo que hagan, digan lo que digan, son y serán siempre los sayones de la más rancia homofobia. Sus esfuerzos caen en el ridículo, en el descrédito y en la indignidad. Los complejos y la cobardía no son amnistiados. Es lo que pasa cuando callas, transiges y adoptas, como decía Jean Cau, el paso de esclavo del cangrejo y la sonrisa babosa del ilota. El silencio clamoroso, por así decir, de los borregos.

Días atrás echaron por la tele, precisamente, esa película sensacional con Anthony Hopkins en el papel de profesor Lecter, ñam-ñam. Casi me la sé fotograma a fotograma. Interpretaciones estelares, incluida la del psicópata asesino que encarna a “Buffalo Bill”, que lo borda, nunca mejor dicho, porque lo suyo es la costura: su chifladura consiste en hacerse un traje “femenino” despellejando a mujeres rellenitas a las que somete a un riguroso proceso de adelgazamiento. Un angelito. Y es que “Buffalo Bill” pretende, como estúpidamente se dice ahora, “transicionar”, completar su metamorfosis para devenir una bella y estilosa dama. No en vano, tiene su guarida al copo de polillas, quintaesencia zoológica de la mutación, que es el indicio que persuade a la agente especial del FBI Clarice Starling (Jodie Foster) de que ha dado con el asesino en serie. La pobre, sin saberlo, se mete en la boca del lobo.  

Esa magnífica cinta siempre la tomé por un divertimento, intriga, suspense, incluso terror, pero el otro día la vi con ojos distintos por la cansina insistencia del bombardeo pro-LGTBI. La peli, “El silencio de los corderos”, es de 1991. Hoy no podría estrenarse a causa de la atorrante censura ejercida por la inquisición progre. Las huestes “orgullosas” quemarían las salas de exhibición. Nuestro fílmico “trans” es un monstruo, un criminal. Pero, alto ahí, en la comunidad “trans” no hay criminales porque todos son bellísimas personas y en todo caso, las víctimas de una opresión secular. Esa opresión podría ser la clave del severo desarreglo de algunas conductas. Prevención que nos recuerda a aquella otra película, “Citizen X”, que aborda el caso del tristemente célebre “Carnicero de Rostov”. El comisario del partido en la región le dice solemnemente al inspector que investiga el caso (Stephen Rea): “En la Unión Soviética, en el paraíso socialista de los trabajadores, todo el mundo es feliz y no existen los asesinos en serie… eso es un fenómeno exclusivo de las degeneradas sociedades capitalistas”.

Nuestro matarife se toma muy en serio el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss (que no es el inventor de los pantalones tejanos, que lo sepa ese colosal ignorante de Gerardo Pisarello): para ser – hombre y, en cambio, + mujer, propende a matar a otras, por lo tanto deja un saldo de – mujeres en el mundo. Su “transición” pasa por liquidar a posibles competidoras. Aquí la cosa no va de hormonarse (aunque en aquellos años ya existía esa posibilidad). La falta de empatía del ogro hacia sus víctimas es total, pero al menos, es un consuelo, demuestra cercanía a su mascota, “Preciosa”, una perrita fifí, por lo que uno deduce que “Buffalo Bill” comulga con la “podemita” Ley de Bienestar Animal. La película es en neolengua woke un ejercicio “tránsfobo” de manual, salvo que los apóstoles de la religión dominante pretendan convencernos de que gracias a su novedosa legislación las personas tipo “Buffalo Bill” ganan “visibilidad”, ya no viven su disforia de género bajo el signo de la culpa y ya no es necesario matar a nadie para salir del armario transformado en un bello lepidóptero de abigarrados colores. Sucede, es un riesgo que se corre, que cuando se “normaliza” lo anormal (cuando menos estadísticamente), se “anormaliza” lo “normal”, o normativo, en un amplio sentido civilizatorio, cultural e incluso biológico, pues no es fácil que dos normalidades radicalmente contrapuestas convivan de manera armónica en una misma sociedad. Sufran, pues, en silencio, como las hemorroides, la plomiza monserga del “orgullo”.

Javier Toledano | Escritor

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