Perder a un ser querido es siempre una experiencia dura y un trance difícil. Pero a los efectos inevitables del duelo, en nuestro país, se une otro calvario que empieza inmediatamente que tu familiar ha expiado. Por de pronto, si el fallecimiento ha ocurrido en el hospital, probablemente el certificado lo firme el médico de guardia o el de planta, pero si muere en “su” casa las dificultades y las sospechan comienzan, aunque se trate de una persona anciana: ¿realmente fue una muerte natural? ¿quién se ocupa de firmar el certificado?
De forma paralela debes lidiar con el sindicato de las empresas funerarias, y sus hombres de negro, que acudirán raudos al olor de la muerte ofreciendo sus servicios. Puedes evitar este trago en caso de disponer un seguro de defunción, pero también aquí según la forma y los años contratados puedes acabar pagando más de lo que vale el servicio. Este es un momento especialmente doloroso porque, sin capacidad alguna de negociación (ni ánimos), acabas en manos de un agente que va sumando costes exorbitantes a un servicio que en buena lid debería estar incluido en la cartera Seguridad Social (aunque fuera con póliza aparte) como lo está el nacer o el mantener a alguien con vida. Tanto insistir en el supuesto derecho a la “muerte digna”, pero nadie habla del derecho a una “inhumación digna y gratuita” para todos. No interesa acabar con el (pingüe) negocio de la muerte aunque aquí el principio de la libre competencia (por el muerto) sea una falacia pues funerarias y tanatorios cobran tres precios por el mismo servicio (incluso la misma ataúd): uno para la Administración (para aquellas personas sin recursos), otro para los seguros (el doble) y otro para los que acuden como meros particulares (el triple). Aquí puedes llegar a gastarte fácilmente entre 5.000 y 6.000€.
Si tienes suerte de tener suficiente ahorrado para hacer frente a esta fase, aquí no acaban tus disgustos ni tus costes. Empieza la fase de los trámites burocráticos, los bancos y los impuestos, cada cual añadiendo sus dificultades y disgustos al proceso. Tienes un plazo seis meses, pero el tiempo corre soplando en tu nuca. El certificado de defunción es relativamente sencillo obtenerlo (y lo único gratuito), pero aquí acaban las facilidades. A partir de aquí te van a pedir el “libro de familia actualizado”, da igual que vivamos en la era digital, tengas el mencionado certificado de defunción y que las Administraciones cuenten con todos tus/sus datos. Reza porque el famoso librito no se haya perdido en alguna mudanza. Cuando tramites la pensión de viudedad de tu madre vas a descubrir que el discurso de la igualdad sólo vale para algunos/as. No sólo le van a reducir la pensión casi a la mitad (aunque los gastos en la práctica sean los mismos), cosa que no habría pasado de haber fallecido ella (un impuesto encubierto a las madres que “sólo” trabajaban en casa cuidando de sus hijos y del hogar), sino que si el marido tenía algunos otros derechos (por ejemplo, sociales o sanitarios), las Administraciones van a tratar de quitárselo o reducirlos a la viuda “por ser mujer” y no tener contrato de trabajo aunque se haya roto la espalda trabajando en su casa. Se ve que las viudas no interesan a las feministas.
La segunda fase es la de pedir los certificados de últimas voluntades y de seguros. Aquí ya hay que esperar 15 días hábiles y pagar tasas (antes no era así, volvemos a pagar además de perder nuestro tiempo) por un servicio público que básicamente entraña el terrible esfuerzo para el funcionario de turno de darle a un botón.
La tercera fase es la de los bancos para conocer los saldos. Date por santiguado. Antes se tramitaba por la sucursal del fallecido, es decir cara a cara, sin cita previa y sin coste. Ahora los “amables” bancos te dan una dirección de correo en una oficina virtual, donde los papeles duermen el sueño de los justos, sin nadie que rinda cuentas y además pretenden cobrar el servicio (al muerto), algo que debería ser ilegal pues cumplen una función obligatoria conectada a un servicio público. A esto se añade que, aunque el fallecido tuviera una cuenta conjunta con su anciana esposa tras más de 60 años de matrimonio, los amables bancos te dirán que deben bloquear la cuenta (no sólo el 50%) obligándote en su caso a abrir una nueva porque están ¡obligados por ley! (en realidad, lo exige “el sistema”). Es como si te obligaran a marcharte de la casa con la convivías en gananciales y comprarte una nueva. Más papeleos, más gastos, más burocracia, más tiempo perdido. Da gracias si este proceso “sólo te cuesta mes y medio”. ¿Tan difícil sería abrir una sucursal en cada ciudad especializada en herencias? En lugar de aumentar el impuesto de sociedades bastaría con que se obligara a los bancos (como se hace con Correos) a prestar ciertos servicios públicos, como la de mantener sucursales abiertas (y cajeros) donde exista un número importante de ancianos.
La cuarta fase será el notario y el registro. Hay que encontrar las escrituras originales de las viviendas y si no esperar un mes a que se consiga un certificado de un registro al que solo tienen acceso unos pocos. Esta fase también hay que pagarla en función del caudal hereditario. Puede ser otro disgusto para el que hay que tener ahorrado porque recordemos que las cuentas del causante siguen bloqueadas (si le quedaba algo). Se puede conseguir que desbloqueen las cuentas, pero sólo para el pago de impuestos, y aún así se trata de otro trámite engorroso al que los bancos se resisten.
La quinta fase es el pago de impuestos. Dicen que en algunas CCAA el impuesto de sucesiones está “injustamente” bonificado, que no se pagan impuestos. Craso error. Primero, prepárate para calcular lo que debes pagar. Hay ayudas en las páginas web de algunas CCAA, pero la tarea no es sencilla sin conocer la letra pequeña de la ley que puede resultarte aplicable. Segundo, “sólo” está bonificado “un” impuesto y “sólo” entre cónyuges e hijos. Imaginen una pareja de hermanas solteras y ancianas que viven en la casa de una de ellas, y que muere ésta. Las dos reciben como ingreso sólo su pensión. Pues bien (caso real) la broma de impuestos a pagar por unos y otros conceptos pueden superar los 100.000 euros, lo que supone a la superviviente un ataque al corazón y le deja sin los ahorros de toda la vida para llevar su “vejez con dignidad” (otro concepto al que al parecer no hay derecho). Esta cantidad sería notablemente menor de tratarse de una pareja de lesbianas casada, pero en nuestra legislación “anticuada” no está previsto el matrimonio entre hermanas y al parecer tampoco estaría por la labor de pasar por el altar o el juzgado. Bastaría igualar derechos para estos casos, pero se ve que la igualdad de trato es “sólo” para otros/as.
En tercer lugar, tiende a olvidarse cuando se trata de las herencias, además del impuesto de sucesiones debes pagar la “plusvalía municipal” por heredar un bien inmueble, aunque sea un trozo del mismo (que luego también deberás declarar a efectos del IRPF). Si todavía sigues vivo a estas alturas, y no has acompañado a tu familiar a la tumba de los disgustos y problemas ocasionados, aquí ya te caes redondo. Resulta que los Ayuntamientos de toda España te cargan una pasada de impuesto por un bien del que no has obtenido ningún rendimiento. Dicen que es porque “tu patrimonio se ha incrementado”, pero tú no has visto un euro. Esto no quiere decir que cuando vendas el bien (que es cuando realmente se incrementa tu patrimonio) te ahorres la plusvalía. No, la tendrás que pagar de nuevo. Ahora algunos entienden por qué en España muchos Ayuntamientos tienen superávit. Se trata en todo caso de un supuesto claro de triple imposición abusiva, confiscatorio (¿con qué dinero pagas este impuesto si no has recibido todavía nada de la herencia?) y claramente inconstitucional pues el supuesto aumento de patrimonio no es tal dado que no has comprado ni vendido nada.
Por supuesto toda esta dificultosa tarea (reza porque no se te pasen los plazos porque hay recargo) se la puedes dar a un gestor, pero entonces prepárate para otro susto y sablazo correspondiente.
Y sin embargo…, cabe ingenuamente preguntarse, si nacer es relativamente fácil (basta con la inscripción en el registro), ¿por qué morirse debe convertirse en un calvario burocrático y además en la práctica expropiatorio de bienes, dinero, tiempo y emociones? Ahora que todo el mundo reclama que el Estado le ayude y resuelva sus problemas, ¿por qué no reclamamos crear una Agencia Estatal o autonómica que se ocupara de todo el papeleo y a coste cero? Me temo que va a ser que no, que los familiares que tengan la desgracia de perder a un familiar seguirán obligados a perder el tiempo, su paz mental y sus ahorros haciendo frente a los buitres de la muerte de un ser humano. Parece que aquí si no tiras piedras a la policía y quemas contenedores o no tratas de subvertir el orden constitucional no eres nadie, no tienes ningún derecho, no eres digno de que las Administraciones se ocupen de tus problemas o negocien contigo soluciones. En nuestro país ni existe ni existirá nunca el derecho al “duelo digno”.
Alberto G. Ibáñez | Escritor y ensayista