Un concepto que hace las delicias de los sectarios y fanatizados voceros de la ideología woke y de los vandaliza-monumentos de la “cancelación”, y que cada tres por dos se les cae de la boca, es la deuda histórica. En Cataluña llevamos la delantera, pues estamos muy familiarizados con el invento gracias al lacrimógeno victimismo de nuestro plúmbeo aborigenismo, que fue uno de los pioneros en dar carrete a esa cantinela. A menudo, versión localista, adquiere la forma de “milmillonario déficit de las balanzas fiscales”. Luego, la “deuda histórica”, además de categoría abstrusa y difusa, es cambiante, pues muda de escenario, de territorio, de época y de segmento agraviado. Quien no proclame una deuda histórica que le incumba directamente, no es nadie en este aperreado mundo. O la sociedad está en deuda contigo o eres transparente.
La última versión conocida de esa quincalla ideológica de la “deuda histórica” ha sido enunciada con el acostumbrado rigor por Irene Montero, que es, para baldón de los españoles, “ministra” de Igualdad del gobierno nacional. ¿Nacional?… Es llegada la hora de las víctimas del bizarro universo “trans”. La señora Montero, esa inteligencia tectónica, luminaria del pensamiento occidental, ya nos aleccionó meses atrás armando una encendida defensa de la pederastia. Según dijo, “los niños, siempre contando con su consentimiento, tienen derecho a vivir la sexualidad”. La interfecta, es evidente, se hace un lío en la cocorota con tan dispares categorías como son “consentimiento” y “capacidad de discernimiento”, esta última escasamente desarrollada en la tierna infancia.
Como propagandista aventajada de la pedofilia, tuvo buen cuidado en su exposición (disponible en las redes) de no acotar edad alguna para expansión de monstruos infames afectos a esa aberración espantosa, de modo que en su abracadabrante doctrina encajarían lo mismo niños de dos años que de diecisiete. Un opíparo festín para bestias babeantes. Y cual subalterno en la faena que lidia el maestro, salió al quite, atiza, un portavoz de la Conferencia Episcopal, monseñor Argüello, disculpando a la doña entre vergonzantes jeribeques: “Ha sido mal entendida”, “en realidad ha querido decir…”. Un espectáculo dantesco protagonizado por un prelado que, a lo mejor, no te quitará la fe, pero sí la afición.
“España tiene una deuda histórica con el colectivo “trans” desde hace miles de años”. Chimpún. Eso depuso la inane Irene por vía oral (aquí también encajaría, por la magnitud de la pampirolada, una vía alternativa). Aunque andamos avisados de su sagacidad y perspicacia, y de la enjundia de sus penetrantísimas cavilaciones, quedé al punto estupefacto. Por un lado retoma, sin saberlo acaso, el nudo gordiano de la tragedia esquílea, “las culpas de los padres las heredan, y expían, los hijos”. Esa deuda antañona, pues, en caso de existir y de ser cuantificable, la hemos de satisfacer los españoles del presente. Por otro lado, y esto es muy curioso, remonta la existencia de España a la noche de los tiempos, quizá al Neolítico, incluso más allá (“miles de años”), cuando nuestros ancestros pintaban bisontes en Altamira y bailaban la conga en taparrabos.
España, que es una de las naciones más antiguas de Occidente y, por ende, del mundo, aunque no pocos españoles renegados lo discuten (los que odian a España y quienes, sin odiarla necesariamente, no se sienten tales), hinca sus raíces fundacionales en el período troglodita, Montero dixit. Toda la vida padeciendo de los progres y de los nacionalistas periféricos aquello de que España no existe, que no es una nación, acaso una entelequia, un engendro artificioso sin cuajo y sin sustancia. Vamos, a otra ley y media de des- Memoria Histórica de que Franco, por arte de birlibirloque, se la sacara de la chistera. Y, ahora, magia potagia, va y resulta que era ya una realidad in illo tempore, aunque sólo sea para acumular en su debe una deuda creciente, acumulativa y mastodóntica con el colectivo “trans”… que, burla burlando, retrotrae sus orígenes a la misma época que España, esto es, “milenios atrás”. Quítense pues de la cabeza que eso del fenómeno “trans” es moda reciente, al margen del porcentaje ínfimo de casos de disforia de género que aseados especialistas pudieran efectivamente convalidar desde un punto de vista médico. Tanto hablar en la tele de “poliamor”, “género fluido”, “personas no binarias” y tantas y tan edificantes disertaciones de famosillos de variada condición, y la oleada “trans” adquiere de un día para otro las dimensiones de un maremoto imparable. Los casos se cuentan por miles, incluso entre arrapiezos que no levantan un palmo del suelo, cuando apenas reúnen elementos de juicio para decidir si les gustan más los episodios de “La patrulla canina” que los de “Bob esponja”. Un juez de Orense dictó, año 2.022, sentencia favorable al cambio de sexo de un niño de ocho años al estimar que para ello “tenía madurez suficiente”. Que sepamos, el magistrado no ha sido relevado de sus funciones por el CGPJ. Huelga decir que por justicia poética, el próximo caso habría de ser el de su nieto… por ver qué diantre sentenciaría esa acémila togada.
Acreedores de una deuda milenaria, los “trans”, o eso se deduce del calendario dibujado por Irene Montero, y que se operan por cientos en Irán para no ser ahorcados de una grúa en la vía pública por sodomía (no en vano es el país del mundo que practica más operaciones quirúrgicas, pero de verdad de la buena: pichelo fuera), ya padecían en sus carnes la feroz represión del heteropatriarcado neandertal. Y es que los cavernícolas no se andaban con sutilezas. Cierto que bastante trabajo tenían con hacer fuego entrechocando pedernales y escapando de las garras de un oso, de las fauces de un tigre de dientes de sable o de sus vecinos antropófagos, como para pasarse glaciaciones enteras corriendo a gorrazos a los “trans” de la época.
Falta por ver en qué cuantía se sustanciará la deuda invocada por Montero (salvo que sea un mero ejercicio retórico inherente a la indigencia mental podemita), a qué partida presupuestaria dará lugar semejante gansada, quienes serán los beneficiarios de la ayudita en ciernes y qué afectación impositiva o retención en el IRPF tendrá en el bolsillo del contribuyente la medida reparadora de tan antiquísimo agravio. El último que apague la luz. A este paso acabamos todos “trans-tornaos”.
Javier Toledano | Escritor