“No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres», dijo Isabel Celaá, exministra de educación española, hoy embajadora ante la Santa Sede.
Tal afirmación venía a rememorar al socialista español Rodolfo Llopis (1895-1983) cuando decía: “Para mí, el ciclo revolucionario no termina hasta que la revolución no se haga en las conciencias. Y esa es la labor que tiene que hacer la escuela (…) La escuela tiene que ser el alma ideológica de la revolución (…). Hay que apoderarse del alma de los niños. Ese es el grito, el lenguaje pedagógico de la revolución rusa”.
A ambas diatribas ideológicas, se contraponen pocas palabras, sin embargo, claras de léxico y comprensivas de libertades
Miguel Delibes; “La familia educa, el colegio instruye”.
No se trata, según el socialismo imperante, de instruir desde el mérito, desde el empeño, desde el aprendizaje, sino de aplicar una pedagogía que no solamente elimine tales características, sino que deje espacio para implantar el lenguaje de la fenecida revolución rusa, para desgajar al niño de la cédula esencial de la sociedad, la familia.
Si el concepto familia se ha ido desvirtuando, al convertirla en una asociación, en una reunión de seres en convivencia, ampliándose o sustituyéndose sus integrantes según una mutante voluntad libérrima, comandada por deseos o ansias personales, difícilmente puede crearse el terreno de juego en el cual, la educación en valores, en aspiración personal, en crecimiento integral, surjan de entre las paredes del hogar.
A la desfiguración del concepto de familia se ha añadido la exclusión del concepto “libertad de educación”, con la implantación de materias, que no asignaturas, que completan el resurgimiento del espíritu revolucionario de Rodolfo Llopis, mediante su preclara alumna la exministra Celáa, llegando a instaurar unos llamados derechos de la infancia. Es decir, arrancar de los padres el derecho a escoger para sus hijos el tipo de educación que quieren darles y cohibir a los colegios a impartir libremente el tipo de educación que establecen sus reglamentos y normas de convivencia.
Lo cual se traduce en más formación supuestamente democrática, más imposición de normativa afectivo sexual, menos enseñanza religiosa cristiana, más dificultad de creación y mantenimiento de centros privados, mayor nivel de inspección educativa, nula incentivación del esfuerzo, laxitud en el conocimiento y aptitudes y, no por último menos trascendente, concesión de titulaciones inservibles y rebajadas, como disminución del fracaso o huida escolar. Todo ello se corresponde con la leída frase; los titulados de hoy son los parados de mañana.
Ahora bien, el 28-M ha abierto una puerta a la esperanza. La Conferencia Sectorial de Educación ha visto trasmutado el régimen de mayorías de su Ejecutiva. Las cinco CC.AA. del P.P. de la pasada legislatura, se han convertido en doce, reduciéndose a tres las socialistas. Se pueden avecinar, así pues, diferentes interpretaciones y aplicaciones de la ley educativa más politizada de estos cuarenta años. Simplemente hay que aplicar una defensa de aquellos objetivos claramente demoledores de la libertad de enseñanza: libertad de elección de lengua, autorización paterna de asistencia a clases de supuesta afectividad sexual, presencia de la enseñanza concertada, recuperación del mérito premiado, incentivación del aprendizaje, limitaciones de superación de curso. En otras palabras, combatir la asfixia a la educación concertada, al incentivo a la vagancia, a la perversión de la infancia y a la eliminación de la demanda social, respetando el derecho de los padres a decidir cómo educar a sus hijos.
Concluyendo, resulta paradójico que, dentro del espíritu e inquietud de la asociación Enraizados, buceando en la historia de los textos educativos socialistas ― el P. Popular llegó tarde ―, nos encontramos con esta frase:
En estos principios debe inspirarse el tratamiento de la libertad de enseñanza, que ha de entenderse en un sentido amplio y no restrictivo, como el concepto que abarca todo el conjunto de libertades y derechos en el terreno de la educación. Incluye, sin duda, la libertad de crear centros docentes y de dotarlos de un carácter o proyecto educativo propio, que se halla recogida y amparada en el Capítulo III del Título I. Incluye, asimismo, la capacidad de los padres de poder elegir para sus hijos centros docentes distintos de los creados por los poderes públicos, así como la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones, tal como se recoge en el artículo 4.º.
Se puede leer en la Exposición de Motivo de la LODE de 1985. Quién podría creerse que, en la actualidad, se esté aspirando a tales objetivos.
Francisco Gilet Girart | socio y colaborador de la asociación Enraizados