Crueldad infinita (+ 7) | Javier Toledano

Los cómplices de la inmigración masiva ilegal

Sucedió en La Restinga (isla de El Hierro), donde años atrás fue noticia una erupción volcánica submarina. De allí es una de las joyas de nuestra fauna, el lagarto gigante de El Hierro, un lacértido endémico que puede llegar a medir casi un metro.

Hay días en que todo les sale bien a los malvados. Siete más al saco, suma y sigue, en los minutos que llaman de la basura: cuando un partido de fútbol sentenciado, 5-0, languidece sin que pase nada relevante sobre el césped. El cayuco estaba a punto de desembarcar el pasaje, ya en zona portuaria, entonces volcó y muchos de esos infelices cayeron al agua. Los hubo que no sabían nadar y siete se ahogaron ante la mirada impotente de los servicios de rescate. Esa circunstancia siniestra confiere al caso un valor añadido. Siete “unidades” más para acrecer el colosal cómputo de la ignominia. “A veces pesa más la calidad que la cantidad”, se regodean íntimamente los partidarios de la “talaso-tanatofilia” (*), así, dicho del tirón. Lo tenían a mano. Dar un saltito y al muelle. Era cosa hecha. El mal, satisfecho, bate sus mandíbulas descarnadas con una carcajada de calavernario.

La catástrofe humanitaria de la inmigración ilegal masiva funciona como un mecanismo de relojería bien engrasado. El líquido oleoso que mantiene en funcionamiento esa maquinaria mortuoria son los buenos sentimientos de la gente del común, en particular, de la gente del común alineada con las opciones electorales de izquierdas.

La inmigración ilegal masiva no sólo necesita del obligado concurso de organizaciones criminales bien estructuradas. Además de la imprescindible colaboración de los apóstoles del “papeles para todos”, “caben muchos más”, “ellos pagarán nuestras pensiones”, se requieren reclutadores sobre el terreno, difusores de bulos, cobradores, un aparataje que sepa dirigir los flujos migratorios hacia un punto u otro de la costa en función de la información procesada (pronósticos “meteo”, sistemas de detección, disposiciones legales de los países receptores, intuición política, contactos con oenegés sectoriales generosamente subvencionadas) y de una logística potente capaz de fabricar y remolcar esos cayucos en alta mar y acercarlos a destino, pues sin ser un especialista en artes náuticas no da mi volandera imaginación para creer que esas frágiles cáscaras de nuez, abarrotadas como un convoy del metropolitano en hora punta, puedan surcar con posibilidades de éxito las corrientes y las bravías aguas del Atlántico.

La industria a gran escala de la inmigración ilegal necesita, además, muertos. Muchos muertos. Miles de ellos. Son imprescindibles para articular una épica, una mitología específica. “Los argonautas de la hambruna y de la guerra”. Muertos anónimos, entiéndase, pues sus identidades, sus biografías, sus circunstancias personales son absolutamente irrelevantes para los artífices del negocio de la trata humana, y también para los consumidores emocionales del producto en Europa.

Se opera en estos últimos una aspaventera mutación psicológica, aunque pasajera y fugaz, que no deja auténtico sedimento en el alma. En su caso la crueldad se traviste de humanitarismo lacrimógeno, y esas muertes horripilantes les permiten sentirse moralmente superiores llorando por espacio de unos minutos a unos fiambres que en el fondo (de su alma y del mar) les importan una mierda.

Causan admiración esos voluntarios que andan a pie de espigón, acarreando mantas térmicas y botellines de agua como primer auxilio. Echan horas y horas, se enfrentan a dramas terribles, bajo el sol abrasador, renuncian a estar con los suyos. A esas personas que han sobrevivido hay que socorrerlas, darles calor, acompañarlas en ese momento de absoluta desorientación. Han llegado y hay que atenderlas. A mí no me verán en una de ésas pues no tengo lo que hay que tener. La entrega de esa gente es heroica. Y es de lo poco grande y noble que hay en esta película sucia, como de subgénero snuff.

Más allá de la codicia criminal y sin escrúpulos de los traficantes de inmigrantes ilegales, me subleva la colaboración entusiasta en esta tragedia, involuntaria acaso, de los bonancibles dolientes. Mientras cultiven su estupidez empática con los candidatos a víctimas en naufragio, no se detendrá la rueda crudelísima de la escabechina oceánica, incesante. Sucede que esos espíritus dotados de tan conmovedora sensibilidad precisan de esos muertos, de su sacrificio multitudinario en los altares de la superioridad moral. Y les lloran. Yo prefiero que no vengan, para que no mueran en alta mar. En cambio ellos prefieren, aunque mueran en alta mar, e incluso en nuestras aguas territoriales, que vengan. Pues están de enhorabuena.

Días atrás rescataron más cuerpos sin vida, atados de pies y manos, arrojados al mar por la borda. Los sayones de los esclavistas no se andan con bromas. También apareció un cadáver decapitado, creo, en una playa de Castellón. A falta de confirmar que el cuerpo pertenezca a una de tantas víctimas de ese nauseabundo mercadeo, la conclusión se impone por su peso: los verdugos a pie de obra de la doctrina del “papeles para todos” conocen su oficio y lo hacen de maravilla.

Matan a destajo y sin miramientos. Nada han de temer todos ellos, me refiero a los cándidos partidarios de la inmigración ilegal, pues no han de faltarles motivos a sus almas seráficas para expandirse de por vida hasta las más etéreas regiones del universo: aún las erinias furibundas han de brindarles miles y miles de ahogados, qué pasada, para que se conmuevan y lloren abundantes lágrimas y al mirarse al espejo puedan decir: “Sí, soy una buena persona”.

Javier Toledano | escritor

(*) “Talaso-tanatofilia”, “palabro” de nuevo cuño y, modestia aparte, de mi propio peculio, que significa “amor o gusto por la muerte de inmigrantes ilegales en alta mar”, más abreviadamente, “TTF” y que habría de blindarse en los programas electorales de la izquierda y de la derecha colaboracionista.

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