50 años de ‘Archipiélago Gulag’, testimonio del horror de los campos de exterminio comunistas soviéticos

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El escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn denunció el exterminio y el genocidio de la URSS

y menos hoy. Hoy ya no hay excusas, ya no hay peros para aquellos que siguen defendiendo a la dictadura criminal soviética. Si lo hacen deben sobrellevar sobre su conciencia la justificación de un régimen criminal que ha provocado cientos de millones de muertos.

La utopía socialista había devenido en una horrorosa y criminal tiranía, más bien, había nacido como tal, y las loas a Stalin de Alberti o Neruda olían a podrido antes de que se secara la tinta de sus versos. “¡La ideología!, he aquí lo que da la justificación buscada a la maldad y la requerida dureza prolongada al malvado. La teoría social que ante él mismo y ante los demás le ayuda a blanquear sus actos y a escuchar, en lugar de reproches y de maldiciones, loas y honores”, señalaba Solzhenitsyn.

Detenido y desterrado por unas cartas

Archipiélago Gulag emergió de las profundidades de la experiencia personal de Solzhenitsyn, un testimonio desgarrador de la brutalidad del sistema de campos de trabajo forzado del comunismo soviético. Interrogatorios con eternas torturas que no buscaban la verdad del acusado sino el sometimiento y deshumanización. Hambre que generaba esqueletos andantes obligados a pelear por las espinas de un arenque del fondo de la basura y debían seguir trabajando hasta desfallecer. Y un frío que llega hasta los huesos solo con ver el mapa de los centros de internamiento y trabajo, y los cientos de miles de muertos que no soportaron este sistema de “reeducación”.

Además de las vivencias del propio autor, se recoge la voz de 227 hombres: “En este libro no hay personajes ni hechos imaginarios. Las gentes y los lugares aparecen con sus propios nombres. Cuando se emplean iniciales, ello obedece únicamente a razones de índole personal. Y cuando falta algún nombre, se debe a un fallo de la memoria humana, aunque todo ocurrió tal como se describe aquí”, advertía como prólogo.

En sus páginas abundan las reflexiones sobre la comprensión de la naturaleza del poder totalitario y de sus perpetradores: “El poder ilimitado en manos de personas limitadas siempre conduce a la crueldad”, señalaba Solzhenitsyn que no sólo documentó el horror; también exploró las profundidades psicológicas y morales de la represión y la maldad humana: “Poco a poco fui comprendiendo que la frontera que separa el bien del mal no pasa entre los Estados, ni entre las clases sociales, ni entre los partidos, sino que cruza cada corazón humano y todos los corazones humanos. Esa frontera es móvil, oscila dentro de nosotros con los años. Incluso en un corazón invadido por el mal siempre queda un pequeño baluarte de bien”.

No es necesario exagerar para reflejar la crueldad del gulag, pero a diferencia de centros como Auschwitz o Treblinka en los que la mayoría de personas que llegaban acabaron siendo aniquiladas minutos más tarde, el objetivo de los gulags estalinistas era que el preso sirviera al Estado con trabajos forzosos. Huelga decir, que estos campos, muchos de ellos en inhóspitos y gélidos puntos de Siberia, eran en la práctica casi sinónimo de sentencia de muerte. “Nos lo han quitado todo, menos la ropa interior. Nos han entregado: una camiseta de algodón, una zamarra, un chaquetón, un gorro – stalin sin piel. Eso en el Indiguirka, distrito de Oymiakon, donde un día se da de baja con 51.º bajo cero”, decía uno de los testimonios de la obra.

El escritor combatió a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial pero en febrero 1945 fue detenido después de que se interceptaran sus cartas en las que criticaba a Stalin. Fue acusado de derrotismo y condenado a trabajos forzados en varios centros de detención, incluido el “campo especial” de Ekibastuz (Kazajstán), en los Urales. A los ocho años de condena, le siguieron otros seis de destierro en un pequeño pueblo kazajo. No pudo volver a su Rusia natal hasta 1959, casi tres lustros de condena por criticar al zar rojo.

Las cosas habían cambiado con la muerte de Stalin cuando Kruschev condenó públicamente sus purgas. Este intento de apertura permitió la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, que retrataba la vida en los campos de trabajo y de la que se llegó a imprimir 750.000 ejemplares. Sin embargo otras de sus obras como El primer círculo y Pabellón de cáncer siguieron bajo el veto de la censura dentro de la URSS de Brezhnev, mientras llegaban a Occidente. La animadversión del Kremlin hacia el escritor iba en aumento hasta que llegó al clímax con la concesión del Nobel de Literatura en 1970.

Una vez que la KGB encontró el borrador de su obra cumbre escrita entre 1958 y 1967, el autor decidió publicarlo y a finales de diciembre, la obra circulaba por París. «Con el corazón oprimido, durante años me abstuve de publicar este libro. El deber para los que aún vivían, podía más que el deber para con los muertos. Pero ahora en que, pese a todo, ha caído en manos de la Seguridad del Estado, no me queda más remedio que publicarlo inmediatamente”, comenzaba Solzhenitsyn. La URSS no tardó en reaccionar con una campaña de desprestigio contra el autor y su obra y con el destierro definitivo de Solzhenitsyn, que no volvió a su país hasta 1994 tras la caída de la URSS.

El régimen asesino soviético, con su máquina represiva y su implacable supresión de la disidencia, se erige como uno de los ejemplos más nefastos de despotismo en la historia moderna.

A través de la lente implacable de Solzhenitsyn, vemos el costo humano de esta ideología política perversa, la degradación del espíritu, la corrupción del poder y la traición a los ideales de justicia y equidad. «Gracias a la ideología, al siglo XX le ha tocado conocer la maldad cometida contra millones de seres. Es algo que no se puede refutar, orillar, silenciar: ¿cómo nos atrevemos entonces a insistir en que no hay malvados? ¿Quién aniquiló entonces a esos millones? Sin malvados no hubiera habido Archipiélago».

(Con información de Voz Populi)

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