Pablo de Lora: «La ley de memoria histórica de 2007 fue una ley sectaria y la de 2022 es más todavía, si cabe»

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El 28 de noviembre de 1936, el delegado de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, Segundo Serrano Poncela, le hizo llegar a Agapito Sáinz de Diego, delegado de la cárcel de San Antón, la lista firmada con los nombres de los presos a los que había que «poner en libertad» ese día.  Aquella noche la «saca» se dividió en dos tandas, una a las tres de la madrugada y otra a las nueve de la mañana. Entre los presos que escucharon al miliciano anunciar su nombre se encontraban personajes ilustres como el dramaturgo Pedro Muñoz Seca o el fotógrafo José Calvacho «Walken». También Cecilio de Lora Ibáñez, un militar retirado cuyo crimen había consistido en renunciar a la pensión que le ofrecía la República y negarse a sumarse a su ejército una vez comenzada la guerra civil.

Su nieto, Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho, ha escrito «Recordar es político (y jurídico). Una desmemoria democrática». El periodista Luis H. Goldáraz le entrevista para Libertad digital y por su interés reproducimos fragmentos de la misma

A quienes critican las leyes de memoria se les suele contestar que qué hay de malo en que la gente pueda recuperar a sus muertos…

Yo creo que a la mayoría de los críticos no les molesta tal cosa, sino que se aproveche una demanda tan legítima para glorificar un contexto político que fue extraordinariamente convulso, violento y complejo —o a víctimas que fueron antes terribles victimarios—, mientras se acalla todo intento de, también, honrar a quienes fueron víctimas de la República.

¿Se ha utilizado la memoria como un pretexto para el odio?

Así es. La mal llamada «memoria democrática» ha sido un arma política utilizada para asaetear la convivencia y, en función de intereses partidistas, a quienes se tiene por herederos necesarios de los anti-demócratas.

¿La ley de memoria histórica de 2007 fue una ley sectaria, como denuncian sus críticos?

Sí lo fue. Y la del 2022 más todavía, si cabe, pues es el fruto de la transacción ominosa de un llamado «bloque progresista» que incluye a Bildu, con su lacerante pretensión de que se investiguen como presuntos crímenes contra los derechos humanos hechos acaecidos cuando ya estaba vigente la Constitución, es decir, el ordenamiento jurídico de una democracia constitucional en la que, por cierto, ya gobernaba el PSOE.

El libro está trufado de ejemplos que acreditan estas respuestas. Es un análisis riguroso, alejado de la visceralidad, que enlaza extractos de las exposiciones de motivos de las leyes citadas con declaraciones de personas que las reivindican, pasando por varias de sus aplicaciones prácticas, y que termina mostrando hasta qué punto lo que subyace detrás, más que un espíritu de reparación, es una pugna por imponer un relato preconcebido de la historia. Aunque quizá la forma más escueta de ejemplificar los agravios que esa visión sesgada ha terminado generando en no pocos españoles sea acudir al testimonio personal que De Lora introduce también en su texto. El hecho de que en el listado digital que contiene la identidad y ubicación de los restos de las víctimas de la guerra no aparezca su abuelo Cecilio, un inocente al que, como escribe su nieto, «no le dieron tiempo para, quizá, equivocarse», pero sí aparezcan otros que de facto lo hicieron. Por ejemplo, sus verdugos.

También señala incongruencias elocuentes, como que el Estado no cargue con el peso y con la iniciativa de aquello que más enarbolan quienes reivindican la necesidad imperiosa de las leyes de memoria —las exhumaciones—, optando en su lugar por privatizarlas y hacerlas dependientes de subvenciones, lo que deriva en una pérdida de control y de capacidad para que se lleven a cabo de la forma más eficiente posible.

Pero lo que se va imponiendo a medida que avanza el texto son reflexiones profundas acerca de la memoria individual y colectiva, del olvido, de la historia, de los límites de la ley y de las distintas formas que tienen las sociedades para cerrar heridas enquistadas o reabrirlas, siempre en función de sus verdaderas ansias de concordia.

Recoge opiniones de distintos analistas que consideran que Paracuellos se ha convertido en una especie de comodín vacío utilizado por la derecha cuando quiere deslegitimar cualquier reivindicación sobre memoria de la izquierda. ¿Es así?

No, no ha sido así salvo al principio de la Transición. El elefante que no se quiere ver en la habitación que supone Paracuellos lo ha sido más bien para la izquierda, para los que se han dedicado a romantizar la II República.

¿Son aceptables las justificaciones de Carrillo sobre Paracuellos, por ejemplo, cuando hablaba de los daños colaterales de toda guerra y de tener que combatir contra una quinta columna invisible en Madrid? ¿No podrían argüir lo mismo los sublevados que cometieron crímenes similares en sus respectivas retaguardias?

No, las justificaciones de Carrillo hoy se sabe bien que son inaceptables, habida cuenta de quienes fueron los que murieron en Paracuellos [inocentes sin delitos probados, algunos de ellos adolescentes]. También por la falta de constatación de la célebre bravuconada de Mola acerca de la quinta columna que actuaba en Madrid, que sigue sin ser probada. Por no hablar de lo mucho que han aportado historiográficamente autores como Julius Ruiz y otros historiadores solventes.

¿Tiene sentido hablar de memoria de algo que no vivimos? ¿Podemos recordar correctamente acontecimientos que sabemos cómo concluyeron y en qué derivaron? ¿No nos invalida nuestro sesgo retrospectivo?

La memoria siempre está contaminada por sesgos diversos, también el de confirmación, y otros. Pero frente a ellos no queda otra que procurar la existencia de un mercado de indagación histórica e ideas tan libre como sea posible. Desde bien pronto, tras la muerte de Franco, no han dejado de proliferar estudios, ensayos y una historiografía copiosísima que nos ayuda y en la que, como en una botica, hay de todo. Para eso están las aduanas de la historia contemporánea académica.

¿Es posible vivir sin olvidar?

No es posible vivir sin recuerdo, pero cuando este es traumático hay que hacer todo lo posible por disiparlo, arrinconarlo, hacer de él una presencia lo menos constante que se pueda.

¿Por qué sentimos el olvido como un crimen?

Bueno. El olvido puede ser vivido como una suerte de traición para el que fue amado, o para el que debe ser recordado por sus hazañas. Pero quienquiera que haya sido objeto de nuestros afectos, o ejemplo de virtudes, sabrá bien entender que nuestra vida avanza necesariamente por nuevos derroteros y que no puede ser plena sin pasar página. De todos modos, siempre queda la posibilidad de la relectura…

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