Miguel Ángel Quintana Paz es autor de numerosos libros y publicaciones siendo, además, asiduo en los medios de comunicación como contertulio. En esta entrevista del periodista Javier Navascués para Infocatólica analiza un tema cada vez más actual como las ciudades de 15 minutos y nos advierte de sus peligros y de su maldad intrínseca. Por su interés la reproducimos.
¿Qué son las ciudades de 15 minutos? ¿Cuál es el gran engaño que encierran, tras la apariencia de mejorar la calidad de vida?
Como toda propuesta del mercado político, las «ciudades de 15 minutos» son ante todo un eslogan bien sonante. ¿Quién va a negarse a tener a solo 15 minutitos de casa todo lo que necesita para su día a día? Ahora bien, como toda propuesta política de nuestras élites mundiales, este eslogan esconde una realidad menos benévola para la mayoría de nosotros. Porque lo que en realidad se está proponiendo es dificultar al máximo el transporte de un lado a otro de las grandes ciudades: alguien ha decidido que los vecinos normales y corrientes contaminamos demasiado por esa manía que tenemos de desplazarnos libremente. Primero nos subieron el coste del combustible para la calefacción, luego los viajes en avión, y ahora van a por nuestros desplazamientos cotidianos.
Por ello, las ciudades de 15 minutos en realidad deberían llamarse las ciudades de solo 15 minutos. Es decir, ciudades donde si quieres moverte fuera de tu barrio o ir más allá del perímetro que puedas hacer caminando, arrostres serias dificultades. Por ejemplo, si quieres llevar a tus hijos a un colegio que refleje tu ideario (y que quizá quede algo lejos de casa), el proyecto es que tengas que hacerlo solo en bicicleta o transporte público, pues en el momento en que quieras usar cualquier otro medio (un coche, por ejemplo, que es lo más cómodo si tienes familia numerosa) se te penalizaría con tasas especiales. O directamente se te prohibirá usarlo más de seis o siete veces al mes.
¿Hasta qué punto serían graves las restricciones a la libre circulación? ¿Podríamos decir que quedaríamos encerrados por tanto en una especie de ratoneras?
El intento más cercano que tenemos de imponer estas «ciudades de solo 15 minutos» es el de Oxford, que ha cosechado hace poco tal protesta por parte de sus vecinos que logró acceder a la prensa internacional. Su plan incluye cerrar numerosas calles al tráfico de los no residentes, implantar filtros para que por algunas calzadas solo puedas pasar unas pocas veces al año, limitar también las horas en que se puede circular por ciertas vías. Todo un enmarañado conjunto de normas que, para empezar, será difícil de recordar por el ciudadano corriente y, por tanto, le acarreará inevitables infracciones por descuido, con el consiguiente incremento suculento de ingresos por multas para los ayuntamientos.
Otro aspecto que no hay que olvidar es que todas esas medidas se controlarán mediante cámaras que sabrán en cada momento dónde nos encontramos cada uno: habrá que despedirse del antiguo privilegio de poderte mover por tu ciudad sin que tus gobernantes supieran si estás aquí o allá. Hay que remontarse a distopías como la de la novela 1984, de George Orwell, para captar la magnitud de toda la privacidad que perderemos.
Por otra parte, lo que está claro es que se implantarían todas esas prohibiciones y vigilancia ipso facto, mientras que la añagaza de que todos tendríamos todo lo necesario (hospitales, colegio, comercios, parques, administraciones…) a 15 minutos de casa sabemos que no se cumpliría con tanta eficacia como nos quieren hacer creer. Pero al que proteste por sus dificultades de acceso a esos recursos básicos se le tildará enseguida de enemigo del Medio Ambiente. Así que, aparte de perjudicado, se convertirá en un paria moral de la nueva sociedad.
¿Por qué muchas personas se niegan a ver este perverso plan?
La verdad es que tenemos un experimento reciente, el de la pandemia de covid, durante el cual se demostró que era fácil mantener a la gente encerrada en su casa, su barrio o su ciudad y sin demasiada oposición, siempre y cuando lo justificaras todo bajo la excusa de la Salud o la Seguridad. Ahora la nueva excusa será el Cambio Climático. Recordemos además que llegamos a vivir hace poco experiencias tan absurdas como las de que se nos permitiera caminar solo en un 1 kilómetro a la redonda de nuestro domicilio, cuando sabido es que un virus se contagia igual a 1000 que a 1200 metros de cualquier vivienda. Ninguna de esas medidas tenía fundamento científico alguno, como ya entonces se podía fácilmente comprobar. Pero todas fueron acogidas sin dificultad por una población acrítica, que incluso se puso a ejercer de vigilante o delatora de aquellos congéneres que nos negábamos a acatar estupideces.
El experimento social sin duda salió bien. El ser humano demostró ser, en este siglo XXI, tan manipulable como si no hubiera aprendido nada de los experimentos totalitarios del siglo XX. De hecho, hay una pregunta que nuestros antepasados apenas se hicieron (¿es legítima una orden estúpida?) y que cada vez urge más afrontar si queremos seguir siendo libres.
¿Cree que esto es algo a largo plazo o no es un plazo tan lejano?
El caso de Oxford, que acabo de citar, se aprobó en noviembre pasado. Para estas elecciones municipales de mayo en España ya hay partidos, como Más País, que exhiben este eslogan como la joya de la corona de sus programas. La Historia nos enseña que siempre que el poder ha tenido ocasión de tenernos controlados a sus súbditos, se ha apresurado a hacerlo. Rita Maestre, por ejemplo, candidata de Más Madrid a la alcaldía, se estuvo riendo el otro día en su Twitter de mis advertencias contra esta medida. No tengo duda de que, si llegara a alcaldesa, le encantaría tenerme controlado a mí, o a cualquier ciudadano que le lleve la contraria, cada vez que salimos de casa o si nos movemos de un lado para otro de la ciudad. Y que le encantaría hacerlo lo antes posible.
¿Puede haber resistencia ante estas imposiciones globalistas?
Puede haberla y la habrá. Pero será tildada de «conspiracionista», «enemiga del medio ambiente», «insolidaria», «populista». Los habituales adjetivos que emplean nuestras élites cada vez que nos resistimos a que crezca esta nueva desigualdad: la que les separa a ellas (que seguirán viviendo en lugares sin restricciones, o que podrán pagarse el incumplirlas) y nosotros, el pueblo. Por eso la defensa de ese pueblo, el populismo, es una opción política a tener cada vez más en cuenta.
Esto enlaza con el eslogan de Davos «No tendrás nada y serás feliz» o con la imposición de comer insectos, etc…
Sí, esos son ejemplos de otras medidas que nuestras élites han decidido que pronto marquen nuestras vidas. Si nos fijamos, todas apuntan en la misma dirección: desposeernos. Desposeernos de nuestra libertad de movimientos (durante la pandemia o en las «ciudades de solo 15 minutos»). Desposeernos de elegir nuestra dieta (cambiar la carne por comida sintética o insectos). Desposeernos de nuestros vínculos familiares o nacionales (la familia o la nación se publicitan cada vez más como entidades «opresivas»). Desposeernos, al fin, incluso de nuestras mínimas propiedades físicas («no tendrás nada»), esas que nos dan un reducto de seguridad, para que seamos siempre dependientes de un poder que se presenta como bondadoso (el que quieren aumentar ellos), pero que la historia demuestra que, siempre que se acumula, siempre acaba siendo despótico.
¿Quiénes están realmente detrás de esta dictadura totalitaria encubierta?¿Se podría decir que en el fondo buscan un cambio de paradigma, un nuevo modelo de sociedad?
Siempre digo que cuando la gente señala a tan solo un individuo o grupo de personas como los beneficiados de estos planes, ¡se me quedan cortos! ¡Ojalá fuera solo George Soros, o Bill Gates, o los ricos de Beverly Hills los que están detrás de estos planes!
En realidad nos encontramos ante élites muy diversas (luego volveré sobre esto) que han perdido la fe que ha marcado nuestra civilización judeocristiana-grecolatina durante los últimos 1700 años. La fe en que el ser humano es lo más precioso de la tierra (no somos solo un animal más, ni mucho menos un virus que esté malogrando el medioambiente; somos más bien imagen de Dios). La fe en que un rico privilegiado, por serlo, no es mejor persona que un pobre (algo que hoy, cuando solo los ricos puedan permitirse pagar las altas tasas ecologistas o vivir de modo «sostenible», también se va perdiendo). La fe en que tus obligaciones principales son hacia tu prójimo, tu próximo, tu convecino o tu familia (mientras que hoy se estimula la delación ante aquel que vive a tu lado y la obediencia a poderes lejanos, como el estatal o el supranacional).
En suma, se trata de todo un intento de cambio civilizacional. Adiós a Grecia, Roma y Jerusalén; hola a Davos, Bruselas y la ONU de Manhattan. A favor de este cambio están desde las élites empresariales (que favorecen lo que muchos llamamos un capitalismo moralista) a las del mundo del entretenimiento (hoy cada serie de televisión o película nos tratan de inculcar estos mismos valores). A favor están desde las élites periodísticas (que coinciden a menudo en un mismo relato, solo desafiado por fortuna desde las redes sociales) a las élites académicas (casi toda la universidad estadounidense está ya imbuida de esta misma ideología, y en España no le andamos a la zaga). Y a favor de este proyecto están, por supuesto, las élites políticas, que en realidad solo siguen a las otras cuatro citadas.
¿Hay salida ante un desafío similar?
Se trata de un envite contra nuestro modo de vida habitual, pero también contra el espíritu que lo anima, que nos anima desde hace siglos a los herederos de la Cristiandad. Así que solo podremos defendernos con las armas de nuestro espíritu. En especial con una, la fortaleza, que no en vano hoy está denostada con respecto a valores más blanditos: resiliencia, adaptabilidad, aquiescencia, «buenrollismo». ¡Incluso dentro de la Iglesia católica! Frente a todo ello, hay que recordar el cántico de Ana en el libro primero de Samuel: «Mi fortaleza en el Señor se exalta y mi boca sin temor habla contra mis enemigos».