Los fascistas del siglo XXI se llamarán a sí mismos anti-fascistas | Eusebio Alonso

Estudio de semejanzas entre movimientos radicales violentos con respecto al fascismo al que dicen combatir.

Adjudican esta frase a sir Winston Churchill. Bien es verdad, que hay también quien dice que la frase no le corresponde. Difícil es demostrar si realmente la dijo y, mucho más difícil aún, demostrar que no la dijese nunca. Lo realmente relevante es si se trata simplemente de un eslogan sin fundamento o esa predicción tiene, o no, refrendo, una vez ya han transcurrido los primeros 25 años del siglo XXI.

La primera pregunta que nos deberíamos hacer es … ¿Qué es el fascismo y cuáles son las características que lo convierten en un movimiento auténticamente peligroso?

Según nos indica la Wikipedia, el fascismo es una ideología política y cultural fundamentada en un proyecto de unidad monolítica denominado corporativismo, por ello exalta la idea de nación frente a la de individuo o clase; suprime la discrepancia política en beneficio de un partido único y los localismos en beneficio del centralismo; y propone como ideal la construcción de una utópica sociedad perfecta, denominada cuerpo social, formado por cuerpos intermedios y sus representantes unificados por el gobierno central, y que este designa para representar a la sociedad.

Como en todas las ideologías los problemas surgen cuando no se aplican límites éticos al llevarlas a la práctica. El fascismo reúne una serie de características profundamente inquietantes, entre las que se encuentran las siguientes:

  • Represión violenta del disidente.
  • Control coercitivo de los medios de comunicación.
  • La opinión libre es perseguida.
  • Se dificulta, o se prohíbe, la libre circulación de ciudadanos fuera del país.
  • No es compatible con la democracia. Sustituyen las elecciones libres por las expresiones masivas de apoyo al líder.
  • Pretenden la identificación del partido único con el Estado.
  • Apoyan la nacionalización de empresas.
  • Adoctrinan al pueblo con propaganda y toman control completo de la educación.
  • Buscan que el Estado intervenga en la vida social, política y económica.
  • Están en contra del mercado libre.
  • Buscan el colectivismo. Es decir, se prioriza el bienestar del grupo, según decida la élite, sobre el del individuo, abogando por la propiedad comunal o estatal y la subordinación de los intereses personales a los colectivos de la nación o de la raza.
  • Culpan del fracaso de la sociedad a las oligarquías o a determinados grupos sociales.
  • El Estado se hace cargo de la regulación de la economía.
  • El Estado dirige la producción de las empresas. Esta característica, por sí sola, hace poco atractivo un Estado fascista a la inversión sensata de capitales.

La pregunta que es obligado hacerse es ¿si estas características corresponden de forma exclusiva al fascismo o si hay otros regímenes tan peligrosos o más a los que, por alguna razón, apenas se les presta atención? La respuesta es que todas las características anteriores son compartidas por la ideología comunista, como nos confirma la historia de los países en los que ha gobernado el comunismo.

¿Por qué, entonces, el comunismo tiene una crítica menos virulenta? Tal vez la respuesta se encuentre en la asimilación que se han hecho de las atrocidades cometidas por el régimen nazi con el fascismo, produciendo una inapropiada, pero conveniente, generalización para favorecer determinados intereses.

Por otra parte, la historia habla de purgas y hambrunas llevadas a cabo por regímenes comunistas a lo largo del siglo XX que produjeron más de 100 millones de muertos. Muertos que se perciben tan lejanos y que han sido tan escondidos que ya casi nadie se acuerda de ellos ni les presta atención.

No obstante, hay otras características del fascismo, no excluyentes, que podrán gustar más o menos, pero que de por sí no representan ningún peligro si no se intentasen vincular, de forma exclusiva, con las mencionadas en la lista anterior. Estas otras características, poco o nada inquietantes, son:

  • La defensa de la soberanía nacional.
  • La defensa de la historia, el patrimonio histórico-cultural y de los rasgos de identidad nacional.
  • El control de la inmigración ilegal.
  • La persecución contundente de la delincuencia.
  • La defensa de la familia y de los valores tradicionales, circunstancia que, por si sola, les basta a muchos para tachar de fascista al más pintado, asignándole inmerecidamente el paquete completo de lo bueno y de lo malo.

Catalogar como fascista a la gente que defiende estos pocos aspectos, resulta una triste simplificación que condiciona, a los que sí los defienden en secreto, a no hacerlo en público por temor a ser estigmatizados socialmente por una sociedad manipulada y profundamente ignorante. No pocos llegan a la hilarante conclusión de que, si el fascismo es malo, entonces cualquier cosa que pueda tener alguna mínima relación con éste también lo es. ¡Totalmente ridículo! Sería tan estúpido como decir que las pagas extras son muy malas tan solo porque las estableció Franco.

En la actualidad y con arreglo a lo anteriormente expuesto, yo no reconozco en España rasgos inquietantes en ningún partido legalizado que hagan sospechar que se pueda tratar de un partido de corte fascista encubierto. Por el contrario, sí que hay algunos partidos que no tienen empacho en reconocerse abiertamente comunistas, circunstancia que es, como mínimo, bastante inquietante. Países de amplia tradición democrática como Alemania que ha padecido los excesos tanto del fascismo como del comunismo, impiden, como dicta su Constitución, que ningún partido de cualquiera de estas naturalezas pueda presentarse a las elecciones.

Se ha extendido el uso del calificativo fascista para denominar a todos aquellos que no defienden las ideas progresistas al uso y tampoco admiten la deriva ética que establece la evolución de la ventana de Overton que dicta lo que en cada momento es moral de lo que no lo es (relativismo moral). Casi nadie se detiene a analizar si este calificativo se aplica de forma adecuada. No cabe duda de que este insulto forma parte de un discurso de odio intencionado que pretende polarizar a la sociedad. Discurso ante el que los poderes públicos, en buena medida, prefieren hacer la vista gorda. Tal vez por miedo o, tal vez, por estricta complicidad.

Una vez que se crea la ilusión de que un movimiento político, o una persona, es fascista, parece que cualquier respuesta está perfectamente justificada. Incluso el ejercicio de la violencia.

Para los que tienen alguna formación en pensamiento crítico les sonará una falacia tipo que se usa con demasiada frecuencia en nuestros días por el rédito que acarrea cuando se la dirige a una sociedad ignorante y muy polarizada. Me refiero a lo que se denomina en la literatura que estudia el pensamiento crítico como la falacia del “lenguaje emocional”. El objetivo de esta falacia es convencer al receptor del mensaje de que todo está justificado para combatir algo que se nos presenta como muy perjudicial.

Un ejemplo del uso de esta falacia sería decir, por ejemplo, “Fulanito, que es un fascista, quiere dar una conferencia en la universidad. ¡Ayudadme! Hay que impedirlo a toda costa”. ¿Qué tendría de malo esta afirmación? Pues, a mi juicio, dos cosas muy relevantes: la primera es que nadie se suele parar a pensar si el calificativo de fascista se ha asignado de forma justificada; la segunda es que cuando reaccionamos violentamente contra una opinión o una persona que no nos gusta, entonces somos nosotros los que estamos comportándonos como auténticos fascistas al no respetar el derecho de los demás a expresar libremente su propia opinión.

Sin duda, el propósito de esta estigmatización es el de infundir miedo como herramienta de control social, intentando transmitir, a los que compran esta mercancía averiada, que la violencia ejercida en esas circunstancias está perfectamente justificada.

El que ejerce la violencia, nunca debería encontrar argumentos para defenderla. La única excepción a esta regla es, sin duda, la defensa propia. Justificación que a veces se pretende invocar, basada en argumentos falaces como el del ejemplo del párrafo anterior, para justificarla.

Como en el caso del terrorismo, una vez que se justifica uno, se termina justificándolos todos. Con la violencia pasa exactamente lo mismo. Hay colectivos a los que les parece bien que la violencia se ejerza, siempre que ésta se produzca solo en una determinada dirección. Estos individuos, con mucha frecuencia, se llaman antifascistas y justifican su violencia como “preventiva”, si es que algún integrante del grupo necesitase una mínima excusa, para proteger a la sociedad de males mayores en el futuro. Se trata pues de un comportamiento irracional sin paliativos.

La violencia busca también otra consecuencia social que es, no solo la normalización de algo inaceptable, sino también la perversión del razonamiento. Con ello me refiero a la inversión del proceso cognitivo que establece la relación entre causa y efecto. Es decir, busca en personas con poca capacidad crítica, que se acepte el comportamiento violento frente a una causa que, aunque no comprendan demasiado bien, tendría forzosamente que justificar una respuesta violenta. Es decir, si existe violencia es porque lo que se combate tiene que ser perverso y la merece. ¡Pobre argumento! No se rían, que no es una hipótesis delirante. No hay más que recordar la justificación que usaba una parte de la sociedad vasca, no pequeña por cierto a juzgar por el apoyo electoral de los partidos herederos del terror, cuando ETA mataba: “si ETA los ha matado será porque algo malo habrán hecho”. ¡Vomitivo! ¿Verdad?

Vivimos una época de violencia callejera en la que existen organizaciones «ad hoc» creadas para aplicar la violencia cuando interese y donde interese. A veces disfrazadas con el marchamo benefactor de ONG, que buscan subvertir el orden público con excusas absolutamente peregrinas y siempre con nula justificación racional ni fundamento democrático.

Hemos visto como se han tenido que suspender conferencias de políticos de derechas y de conocidos periodistas en universidades, porque un grupo de radicales lo ha impedido. Inaceptable el comportamiento del decano y de las fuerzas de orden público que consienten que estas coacciones triunfen de forma impune.

Hemos visto como varias pruebas de la Vuelta ciclista a España han tenido que cancelarse por la acción violenta de grupos perfectamente organizados con la excusa de que en ese evento deportivo intervenía un equipo israelí. ¡Qué tendrá que ver el deporte con la política! Comportamiento que resulta igual de injusto y demencial que si se hubieran boicoteado etapas de la Vuelta, cuando ETA todavía mataba, por el solo hecho de que, por aquel entonces, participaban equipos vascos. Será, tal vez, porque ahora entre los organizadores de los disturbios recientes pro Palestina hay gente procedente del entorno abertzale vinculados a la banda terrorista que no desean que se perciba ningún comportamiento contradictorio.

Sin duda, de trata de justificaciones totalmente irracionales, apoyadas por grupos a los que no se les obliga a indemnizar por los daños causados. Las protestas a favor de la causa palestina han provocado daños, especialmente en Barcelona, en mobiliario urbano y en establecimientos cuya única culpa es la de estar en un sitio inoportuno cuando se les ocurrió montar el pollo a unos cuantos energúmenos. Muchos de ellos auténticos profesionales de la violencia que seguramente reciben algún tipo de compensación por su participación, espero que ésta no proceda de nuestros impuestos, y que se apuntan a cualquier tipo de movida violenta porque saben que les va a salir gratis. ¿Que pretendía demostrar esa gente con esa violencia gratuita e indiscriminada que atentó contra intereses ajenos al Estado de Israel porque era lo que tenían a mano? Tal vez solo demostrar que son los dueños de la calle mientras nadie les ponga freno, así como el daño que son capaces de hacer si no se les hace la ola. En fin, un panorama nada edificante.

No deberíamos ser tolerantes con el exceso. Si lo continuamos permitiendo, este fenómeno irá a más progresivamente y no habrá ya quién lo pare. Hay dos cauces para combatirlo que son: la educación cívica y la aplicación implacable de la ley. Se debería culpar de los daños y de las alteraciones del orden público a los organizadores y, si no es posible hacerlo, a las personas que actúan de forma violenta. ¡Qué curioso que estos alborotadores salgan impunes, mientras que personas pacíficas, que se limitan a rezar el rosario en la calle Ferraz o frente a la clínica abortista Dator, terminen siendo detenidas! ¿Existe alguna justificación sensata, o simplemente se trata de un comportamiento sesgado del gobierno de la nación?

Enferma sociedad aquella que convierte en héroes a los villanos. Aviso para navegantes: Un Estado que permite el ejercicio impune de la violencia y de la coacción de las libertades, ejercida por una parte de la sociedad frente a la otra parte, debería estar preparado para una confrontación social que tarde o temprano, si no se pone remedio con arreglo a la ley, acabará inevitablemente produciéndose.

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