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Imagine un mundo donde los oprimidos se alzan contra sus amos, prometiendo un futuro de igualdad y justicia. Ahora observe cómo ese sueño sublime se envenena, se retuerce y acaba creando tiranos aún más cínicos que los derrocados. Esta no es la crónica de una revolución fallida en un lejano país. Es la esencia atemporal de ‘Rebelión en la granja’, la genial fábula de George Orwell que, con la claridad despiadada de un espejo, nos refleja el rostro más oscuro del poder y nos pregunta: ¿cuándo dejaremos de creer en las mentiras que nosotros mismos ayudamos a crear?
Índice de contenido
- La fábula como instrumento de la verdad
- El éxtasis revolucionario y la ley del más astuto
- La corrupción del lenguaje: La gramática del Poder
- La anatomía de la sumisión: Boxer y el silencio cómplice
- La clausura del círculo: La naturaleza del “pero” corrompido
- Una advertencia perenne para vigilantes perpetuos
La fábula como instrumento de la verdad
A menudo, las verdades más profundas y perturbadoras no se expresan con mayor claridad que cuando se las viste con la aparente inocencia de la alegoría. ‘Rebelión en la Granja‘ de George Orwell es la encarnación perfecta de este principio. Lejos de ser un simple panfleto político disfrazado de cuento de animales, la obra es un ejercicio de lucidez literaria que trasciende su contexto inmediato.
Orwell, con la perspicacia del ensayista y la contundencia del narrador, comprendió que, para diseccionar los mecanismos abstractos del poder, primero había que anclarlos a imágenes concretas, tangibles, casi olfativas: el sudor del caballo de tiro, la hipocresía grasienta del cerdo, el filo silencioso del colmillo del perro. Esta elección genérica no es una concesión a la simpleza, sino una estrategia retórica de genio.
La granja Manor se convierte así en un microcosmos universal, un escenario reducido donde se interpreta el drama inmutable de la ambición, la traición y la seducción que el poder ejerce sobre el alma humana. Su relectura hoy no es un acto de arqueología literaria, sino uno de autoconocimiento colectivo; nos obliga a reconocer en el espejo deformante de la fábula los rostros siempre familiares de la demagogia y la sumisión.
El éxtasis revolucionario y la ley del más astuto
El relato comienza en un éxtasis de pureza revolucionaria, un momento catártico donde el idealismo del viejo Mayor prende la chispa de la insurrección. Es un momento de efervescencia casi religiosa, donde está la promesa de un paraíso terrenal, regido por los Siete Mandamientos:
- Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo.
- Todo lo que camine sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
- Ningún animal usará ropa.
- Ningún animal dormirá en una cama.
- Ningún animal beberá alcohol.
- Ningún animal matará a otro animal.
- Todos los animales son iguales.
Todo parece no solo posible, sino inevitable. La expulsión del señor Jones se vive como un acto de liberación ontológica, un renacer para una comunidad que se cree dueña por fin de su propio destino.
Sin embargo, la genialidad de Orwell reside en su feroz interés por el «después«. ¿Qué sucede cuando la efervescencia del motín da paso a la prosaica y difícil tarea de construir, de gobernar, de administrar?
Es en este terreno fértil donde la semilla de la nueva tiranía germina con rapidez aterradora. La dialéctica entre Napoleón y Snowball es mucho más que un conflicto de personalidades; representa la pugna eterna entre dos formas de acceder al poder: la persuasión intelectual y la acumulación maquiavélica de fuerza. El golpe de Estado de Napoleón, ejecutado por sus perros, no es un simple acto de violencia. Es el momento fundacional de un nuevo orden, donde la fuerza bruta, astutamente dosificada y siempre amenazante, se convierte en el árbitro último de toda disputa. Snowball, el intelectual, el visionario, es borrado no solo físicamente, sino también de la historia oficial. Su demonización posterior—el mito de que siempre fue un agente de Jones—es el primer y crucial paso para reescribir la narrativa de la revolución y, por tanto, controlar el presente.
A lo largo de la novela, los cerdos, en su ascenso al poder, modifican gradualmente los mandamientos para justificar sus propios actos y privilegios. Al final del libro, todos ellos han sido sustituidos por un único principio fundamental que revela la naturaleza completa de la tiranía:
- Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.
La corrupción del lenguaje: La gramática del Poder
Si hay un personaje que encapsula la modernidad orwelliana es Squealer. Su genio no es el del estratega, sino el del sofista, el spin doctor, el arquitecto de la realidad alternativa.
Orwell, un hombre que había luchado con y contra las palabras toda su vida, nos muestra con inquietante precisión cómo la tiranía no se sustenta solo con bayonetas, sino con adverbios y adjetivos. La labor de Squealer es la de vaciar el lenguaje de su significado original y rellenarlo con una nueva verdad, maleable y al servicio del régimen.
Cada modificación de los Siete Mandamientos es una lección de cinismo político. La evolución de «Ningún animal matará a otro animal» a «Ningún animal matará a otro animal sin causa» no es una mera enmienda; es una fractura en la lógica moral de la granja. Introduce la excepción, la arbitrariedad, la justificación del acto innombrable.
Squealer no convence mediante la razón, sino mediante el agotamiento. Su retórica es un laberinto de cifras amañadas, de falsas dicotomías («¿Queréis acaso que vuelva Jones?«), de amenazas veladas y de un lenguaje técnico diseñado para confundir y someter. Es el heraldo de un mundo donde los hechos son lo que el poder dice que son, y donde la disidencia no es solo un error, sino una deslealtad. En nuestra era de eufemismos políticos, de «daños colaterales» y «posverdad«, la figura de Squealer resulta escalofriantemente familiar, un recordatorio de que la defensa del lenguaje preciso y honesto es el primer frente de batalla en la defensa de la libertad.
La anatomía de la sumisión: Boxer y el silencio cómplice
El régimen de Napoleón no podría perdurar sin la aquiescencia de los gobernados. Orwell traza con patetismo conmovedor la anatomía de esta sumisión en la figura del caballo Boxer. Su lema—»Trabajaré más duro» y «Napoleón siempre tiene la razón«—lo convierten en el súbdito ideal: fuerte, productivo y críticamente desactivado. Su fe es inquebrantable, pero no está basada en el entendimiento, sino en la devoción ciega.
Boxer es la tragedia de la virtud sin lucidez, de la fuerza bruta encauzada para servir a sus propios explotadores. Su destino final, ser vendido al descuartizador para comprar whisky para los cerdos, es la metáfora definitiva de la traición de la revolución a su propia base. El sistema devora a sus hijos más fieles sin el más mínimo remordimiento.
Pero la sumisión no es solo la de los crédulos. También está la de los que, como Benjamin, lo saben todo, pero eligen el cinismo y el silencio. Su actitud de «los burros viven mucho tiempo» y «la vida sigue igual, mala siempre» representa otra forma de complicidad: la de quien, viendo venir la tragedia, se considera por encima de ella y se niega a actuar. La granja cae no solo por la maldad de unos pocos, sino por la pasividad de muchos, ya sea por exceso de fe o por falta de ella.
La clausura del círculo: La naturaleza del “pero” corrompido
La escena final, en la que los animales observan a través de la ventana a los cerdos y los granjeros humanos confraternizando, es de una amargura metafísica insuperable. Las disputas se han esfumado porque los intereses se han alineado. Los cerdos, que comenzaron erguidos sobre sus patas traseras, han completado su transformación. Ya no imitan al hombre; se han convertido en él. El gran mandamiento se reduce a una sola frase grotesca y reveladora: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros«. Esta frase no es una paradoja, sino la enunciación clara del principio fundamental de toda oligarquía: la negación práctica de la igualdad mediante su afirmación retórica.
El círculo se cierra con perfección devastadora. La revolución ha sido no solo traicionada, sino absorbida por la lógica misma del sistema que pretendía destruir.
El poder, nos dice Orwell, no cambia de naturaleza; solo cambia de manos. Y aquellas manos, sean pezuñas o dedos, terminan aferrando el mismo látigo.
La granja, ahora rebautizada con su nombre original, vuelve a su punto de partida, pero con una opresión quizás más sofisticada y perversa, porque se ejerce en nombre de quienes sufren.
Una advertencia perenne para vigilantes perpetuos
Ochenta años después, la vigencia de ‘Rebelión en la Granja’ es más clamorosa que nunca. Su mensaje trasciende la crítica al estalinismo para convertirse en un manual de autodefensa ciudadana. Nos alerta contra la seducción de los «mesías», la delegación absoluta de nuestra capacidad crítica, la pereza que nos lleva a consumir relatos simplificados y la cobardía que nos impide denunciar la corrupción del lenguaje.
Orwell no nos ofrece una solución fácil, pero nos entrega un instrumento de diagnóstico inapreciable: la desconfianza reflexiva. Nos invita a leer entre líneas, a cuestionar a quienes nos hablan en nombre del bien común mientras acumulan privilegios, a recordar que los principios fundacionales de cualquier comunidad—ya sea una granja o una nación—son frágiles y requieren de una vigilancia constante. La granja, al final, es nuestro mundo. Y la responsabilidad de evitar que los cerdos se eleven sobre el resto, cambiando las reglas a su antojo, reside, ahora y siempre, en nosotros. La rebelión no termina con la toma del granero; es una tarea interminable de preservación de la memoria y defensa de la verdad.
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![]() Albert Mesa Rey es de formación Diplomado en Enfermería y Diplomado Executive por C1b3rwall Academy en 2022 y en 2023. Soldado Enfermero de 1ª (rvh) del Grupo de Regulares de Ceuta Nº 54, Colaborador de la Red Nacional de Radio de Emergencia (REMER) y Clinical Research Associate (jubilado). Escritor y divulgador. |