La Reconquista no hizo a España, sino que la rehízo | Pío Moa

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La Reconquista es una evidencia histórica en todos los aspectos de la vida, que ha hecho que la península sea parte de Europa y no del Magreb. Algunos profesorcillos prohíben a los alumnos emplear la palabra porque quieren negar a España, simplemente. Pero no pueden hacerlo en árabe, han de hacerlo en español. Se trata de una verdadera enfermedad moral, concomitante con una extendida corrupción en todos los órdenes.

En 711 una invasión procedente de África inició una profunda transformación política, religiosa y más genéricamente cultural en la Península Ibérica. Hasta entonces Hispania o Spania, era un estado de religión cristiana, lengua y derecho latinos, integrado en la civilización eurooccidental como el reino quizá más consolidado entre los surgidos del derrumbe del Imperio romano de Occidente.

Desde la invasión se iría imponiendo el Islam, la lengua árabe, el derecho musulmán o sharía, sustituyendo a Spania por Al Ándalus en una cultura asiático-africana. No fue la primera vez en la historia en que la Península Ibérica, por su situación geográfica, estuvo muy cerca de escapar del ámbito cultural europeo para entrar en el africano-oriental. Lo mismo había ocurrido unos diez siglos antes, durante las guerras entre Roma y Cartago: la península había quedado en el área de influencia de Cartago y, de no haber vencido Roma en la II Guerra Púnica, muy otro que el que conocemos habría sido su destino. Y no solo el de España, también el de Europa, cuya base cultural echó el Imperio romano.

Para España, la disyuntiva que cabe simplificar como «o África o Europa», quedó resuelta entonces en una dura contienda, seguida de penosos esfuerzos romanos por dominar Hispania. Y esa disyuntiva volvió a plantearse a principios del siglo VIII con la invasión islámica, que pudo ser definitiva hasta hoy, como en el Magreb y otros países. España, pues, desapareció, pero no del todo. Pronto surgieron en las regiones más inaccesibles del norte reductos que reivindicaban la España anterior. Y cerca de ocho siglos más tarde, los descendientes de aquellos rebeldes norteños tomaban Granada, último bastión islámico en Iberia. Después de tan larga pugna, cuajada de altibajos y alternativas, treguas y batallas, algún comercio y préstamos mutuos, la península volvía a llamarse España, con una cultura cristiana, latina e inmersa, con particularidades, en la civilización eurooccidental.

Las circunstancias habían originado varios reinos cristianos, o más propiamente españoles, y lo más probable habría sido que el fin del Islam hubiera dejado una dispersión en varios estados rivales, al modo de los Balcanes. Pero, con la excepción de Portugal, la lucha culminó en unidad política, resultado tan improbable como revelador. Este dilatado proceso histórico se ha descrito con la palabra «Reconquista», empleada desde hace mucho por autores españoles y extranjeros, actualmente por M. González Jiménez, Stanley Payne, Serafín Fanjul, Luis Suárez, D. W. Lomax, Luis Molina, Javier Esparza, J. A. Maravall, P. Linehan, Menéndez Pidal, F. García Fitz (este casi disculpándose), M. A. Ladero Quesada, P. Guichard, A. Vanolli y tantos más. García de Cortázar lo acepta, pero solo desde el siglo XI.

Sin embargo han surgido desde principios del siglo XX versiones que negaban valor al término Reconquista o al hecho que la palabra describe, tachándolo de «mito». Ortega y Gasset escribió que un proceso tan largo no puede ser llamado Reconquista, aunque no explica por qué su duración lo invalidaría; tesis relacionable con otra suya atribuyendo a España una «historia enferma» o «anormal». I. Olagüe niega hasta la invasión islámica, suponiendo que una gran masa de españoles se habría convertido pacífica y espontáneamente al Islam. Otros insisten en que la realidad se limitó a la formación de varios reinos cristianos, sin propósito común alguno, fuera de ocupar ajenas tierras moras: la propia palabra España tendría solo valor geográfico, al modo de río Danubio o península de Kola, y no cultural ni político.

Los estudiosos marxistas Barbero y Vigil en Los orígenes sociales de la Reconquista, que hizo mucho ruido en su momento, han negado la Reconquista por haber partido de tierras no romanizadas ni cristianizadas o todavía tribales, aunque posteriormente se utilizara el recuerdo de los visigodos como justificación ideológica y fuente de legitimidad (fraudulenta, claro) de la expansión hacia el sur. Recientemente el catedrático J. Peña ha tachado la Reconquista de mito ya desde la misma palabra, que solo se habría usado desde el siglo XIX, según él para legitimar la ideología de una nación (España) antes inexistente. Y critica a Sánchez Albornoz por decir que Pelayo empezó a fundar la nación española, cuando, asegura Peña, «no existía entonces la noción de España como unidad política, y menos como noción de patria». Para colmo de males, Franco habría utilizado el término nefando, lo que acabaría de desacreditarlo para Peña y otros. En suma, la Reconquista habría sido una invención «nacionalista» y hasta, actualmente, «franquista», «sin utilidad alguna para analizar el pasado medieval. Es hora de que le confinemos al lugar que le corresponde: al rincón de los fósiles culturales, donde duermen los mitos gastados el sueño de sus mejores —o más inquietantes— recuerdos».

Es claro que para Peña se trata de un recuerdo inquietante, porque la idea de España no le gusta lo más mínimo, como a tantos otros. “Teorías” parejas gozan de predicamento en medios intelectuales y políticos desde hace años, y las citas podrían multiplicarse. Los rebuscamientos son interminables, como la eliminación de los estados cristianos e hispánicos por «sociedades tributario-mercantiles» (Al Ándalus) y «tributario-feudales» (los reinos cristianos), como sostiene una tal R. Pastor de Tognery. Otros diluyen el rasgo puramente hispánico subsumiéndolo en una supuesta Expansión de Europa en el escenario español (García de Cortázar), desde el siglo XI, equiparándola a movimientos como las cruzadas y otros, debidos, dicen, a «una dinámica de crecimiento demográfico, económico, técnico y cultural». Casualmente, la mayoría de esas expansiones, empezando por las cruzadas, fracasaron en gran medida, al revés que en España, y tienen poco en común las luchas contra paganos del este o la conversión de los vikingos con la lucha contra el Islam en España, que al revés que en el otro extremo del Mediterráneo, terminó venciendo. Y todas estas vanas lucubraciones coloreadas con pretensiones científicas.

Por asombroso que suene, un origen de la negación de la Reconquista se encuentra en ¡Menéndez Pelayo! (quizá Ortega la sacó de él, a quien nunca cita), según expone P. Linehan en su Historia e historiadores de la España medieval: aquella larga lucha no habría sido «una vaga aspiración a un fin remoto, sino un continuo batallar por la posesión de realidades concretas». Quizá fue un despiste en la obra del gran polígrafo. El holandés Dozy remachó la idea: «Un caballero español de la Edad Media no luchaba por su país ni por su religión. Luchaba, como el Cid, por conseguir algo de comer, ya fuera bajo el mando de un príncipe cristiano o musulmán».

Aparte de que los caballeros solían tener posesiones que les quitaban el hambre y serían muy estúpidos si en tales condiciones arriesgasen la vida por tener un poco más de comida innecesaria, los hechos comprobadísimos son que, dentro de los altibajos y alternativas de la lucha, la idea del reino hispanogótico no dejó de estar nunca presente; que los caballeros y no caballeros se consideraban radicalmente cristianos; y que señalaron ambas cosas una y otra, cuando no las dieron por obvias, desde las primeras crónicas hasta Juan Manuel y los Reyes Católicos. Estos datos incuestionables no pesan nada para muchos autores al lado de la anécdota de que un caballero como el Cid se viera forzado ocasionalmente, por las circunstancias, a servir a algún régulo musulmán o que lo hicieran otros por traición (la traición, por razones económicas o de poder, es parte de la historia de todos los países, y clave en la caída del reino de Toledo). Quizá estos desdenes a los hechos comprobados partan de la propia consideración de sus autores, que acaso escriban de historia simplemente por «alguna realidad concreta», como ganar algún dinerillo o prestigio «dando la campanada», y no por amor a algo tan difícil de asir como la verdad o simplemente por aclarar algo real.

En fin, descartando ocurrencias puramente especulativas como las de Olagüe (y de seguidores pintorescos de este como González Ferrín), o los supuestos de Barbero y Vigil, demolidos a conciencia por Sánchez Albornoz, parte del debate gira sobre este punto: ¿es el término Reconquista adecuado para definir el proceso histórico aludido? Los hechos indiscutibles son como señalamos, que antes de la invasión árabe la península estaba ocupada por un estado europeo, cristiano, latino algo germanizado, etc., llamado Hispania o Spania, es decir, España; que por un tiempo fue sustituido por otro radicalmente distinto, Al Ándalus; que finalmente Al Ándalus fue expulsado por unos reinos que se decían españoles y reivindicaban con más o menos fuerza el reino hispanogodo anterior; que, con la sola excepción de Portugal, los diversos estados se reunificaron finalmente; y que el proceso que sustituyó a España por Al Ándalus y a la inversa se dirimió ante todo por las armas.

Cierta opinión historiográfica concede poca importancia a las guerras, suponiéndolas sucesos estridentes y episódicos, frente a los procesos económicos, institucionales o ideológicos más consistentes y significativos. Pero basta echar un vistazo al siglo XX para comprobar cómo las guerras han volatilizado los imperios alemán, otomano, ruso, austrohúngaro, italiano, chino, francés, indirectamente el inglés; cómo han provocado tremendas crisis ideológicas, sistemas comunistas sin precedente histórico, cambios profundos de concepciones políticas y económicas, y de fronteras; o expulsado a Europa de su primacía política, militar y cultural alcanzada durante siglos… Las guerras no son el único elemento explicativo de la historia, claro, pero han tenido casi siempre una incidencia sustancial y no pocas veces decisiva en la biografía de la humanidad. Y la Reconquista fue ante todo un fenómeno bélico, en los actos o en los espíritus.

El término Reconquista, pues, describe bien tal proceso. Que se haya empleado antes o después, no es relevante: nadie habló de la Guerra de los Cien Años mientras tenía lugar, ni de la Edad Media cuando esta se desarrollaba… con la diferencia de que «Edad Media» es un término absurdo, pues todas las edades son medias y antiguas en relación con otras, y contemporáneas o modernas para ellas mismas. Cabría sustituir Reconquista por Recristianización, Relatinización, Reeuropeización o el tradicional de Restauración, los cuales no serían falsos, pero sí menos adecuados y expresivos al omitir su esencial carácter militar (subtendido por repoblación). La victoria de los reinos españoles y finalmente de España, entrañaba la desaparición de Al Ándalus, y viceversa. Los debates al respecto son típicamente bizantinos, señal también de la situación intelectualmente poco boyante de nuestra universidad, frecuentemente denunciada por unos y otros, sin mucho efecto.

Pío Moa | Escritor

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