En 1931 una caterva de loquinarios y botarates (Azaña) de advenedizos sin ningún mérito (Lerroux), de estúpidos y canallas (Marañón), derrocó con la mayor facilidad a la monarquía. La causa evidente de su éxito radica en que los monárquicos no eran mejores , pero más al fondo se hallaba esta: la monarquía no se sentía legítima ella misma. Y no solo por su incapacidad intelectual para replicar con éxito a las críticas, sino, más aún, por haber traicionado a quien la había salvado en 1923 –con aplauso casi general– cuando ya se hallaba al borde del abismo.
Los herederos de aquella caterva han emprendido un camino más sinuoso: si deslegitimamos al franquismo deslegitimaremos también a la monarquía. Para ello han tenido que recurrir a una ley totalitaria, que ha sido aceptada por los llamados monárquicos, empezando por el PP, huero también de lo que Ortega llamaba pouvoir spirituel. Juan Carlos firmó una ley que le deslegitimaba, y su hijo otra peor. Como en 1929-31, los monárquicos traicionaron a quien lo debían todo. Y fueron cómplices, con su pasividad, del ultraje más feroz no solo a la tumba de aquel hombre, sino a la historia y a la democracia. Es evidente que, como en 1931, la monarquía actual duda de su legitimidad. Y acepta los más canallescos envites contra la democracia, haciéndose cómplice de ellos. El problema no es para ella, es para España.
Pío Moa | Escritor ( https://www.piomoa.es/)