La bandera de Rhodes | Javier Toledano

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Para gente como James Rhodes, el pianista (no tiren contra él), siempre llevo a mano una pulserita de lazo con los colores nacionales, pues no es la primera vez que en el transcurso de una apacible conversación un conocido o amigo me larga la cansina monserga acerca de la propiedad o usufructo de la bandera española: “La derecha se ha apropiado de ella”. Y por esa razón no la llevan nunca consigo. Han desarrollado una suerte de alergia y al menor contacto con ella les da la erisipela.  

Al parecer, la derecha es responsable del inusual monopolio. Para mí tengo que es una vulgar excusa para demostrar los tales, los españoles sujetos a un anémico sentimiento de pertenencia, su alejamiento afectivo de los símbolos de la nación y de la nación misma, de la idea de España. Entre ellos es común la divisa “no me siento español”. Tras ello sigue la típica retahíla lacrimógena sobre nuestro pasado oscuro, siniestro, criminal, ese maniqueísmo facilón que aún bebe en las fuentes de la Leyenda Negra y que te atizan desde que tienes uso de razón. Y la identificación de la rojigualda con el franquismo (a pesar de su larga trayectoria: casi dos siglos y medio de existencia), y los complejos lacayunos de la izquierda española ante los nacionalismos periféricos, insolidarios y paletos, pero que ante ella se erigen como dioses de la modernidad.

Tampoco el patriotismo es un valor apreciado por buena parte de la derecha, no se hagan ilusiones, y para demostrarlo qué mejor ejemplo que el de Rajoy, quien ante la asistencia a un desfile militar por el Día de las Fuerzas Armadas, largó aquello de “los desfiles son un coñazo”. Y es que al pobre le tocó renunciar heroicamente a la fumata de un puro habano y a la lectura de la prensa deportiva repantingado en un sillón orejero. Faltan en esta España invertebrada, ya lo dijo Ortega y Gasset, unas élites imbuidas de genuino patriotismo, de auténtica vocación de servicio público, afanadas en transmitir al disperso y acomodaticio paisanaje un proyecto de civilidad y de vida en común.

En resumidas cuentas, que Rhodes, británico de cuna, íntimo de Pablo Iglesias, lamenta que las derechas se hayan apropiado de la bandera nacional y por esa razón, para no pasar por un derechista cuando no lo es, no puede lucirla en su muñeca o en la balconada de su vivienda. Eso dijo en antena. Ahora le han dado un programa en la cadena SER, donde, por cierto, no tardará en entrevistar a otro colega y gran músico, David Azagra, nombre artístico del hermanísimo de Pedro Sánchez, célebre por su ejemplaridad fiscal. De Azagra, es decir, Sánchez, dijo un mandamás de la Diputación de Badajoz “que es uno de los músicos vivos más importantes de Europa”. Y mis cojones a caballo. A lo que vamos, Rhodes no la luce porque no quiere, porque no se identifica con ella. Y preferirá, qué sé yo, la bandera tricolor “segundorrepublicana”, más falsa que un duro sevillano, que es la que llevan los liberados sindicales a las manifestaciones, antes de acudir al restaurante de turno para dar buena cuenta de una bandeja de sabrosos crustáceos. Acaso la arcoirisada, o la verdiblanca del Real Betis, pues se confiesa fan de Joaquín, uno de los mejores centradores de nuestra historia balompédica.

Contrariamente a lo que se puede pensar, estas anécdotas, por irrelevantes que parecen y son, tienen cierto tirón a la hora de conformar opinión pública, pues no damos para sesudas disertaciones, artículos eruditos y grandes perlas filosóficas. Con “zascas” y “me gusta”, hacemos el camino y gracias. Por lo que sé, Rhodes ha renunciado a la ciudadanía británica para adoptar la española, pues no existe convenio de doble nacionalidad entrambos países. Se decidió por nosotros haciéndonos un inmerecido favor. Y que la española la obtuvo con cierta prontitud, por debajo del tiempo medio de espera, en atención a la singularidad de sus nunca suficientemente loadas aptitudes artísticas. Tal y como se le concede con mayor premura a un laureado deportista con opciones a medalla olímpica.

He huroneado en los digitales que dan fe de sus lamentos por el usufructo partidista de la bandera española. Vi su imagen y experimenté de primeras una suerte de fogonazo: “es el clon exacto del mítico pianista de Parada”, me dije. Pero al fijarme con mayor atención, me desdije: identificación errónea. Leo que Rhodes procede de una familia londinense, acomodada y de posibles, perteneciente a la comunidad hebrea. Dudo que sea descendiente de Cecil Rhodes, el político y magnate minero que incorporó al imperio británico los territorios de las actuales Zambia y Zimbabue, la antigua Rodesia. Pero qué sé yo, los árboles genealógicos se enredan a veces de manera inextricable.

Como todo connacional recién admitido que se precie, Rhodes sucumbe a la tentación de explicarnos a los españoles lo que es o ha de ser España. Lo mismo que sucede, dicen, con los ministros de Asuntos Exteriores, que al tomar posesión del cargo apetecen solucionar el contencioso de Gibraltar, y para mí que quien más cerca está de lograrlo es el actual ministro “sanchista”, Albares, que tras quitar de en medio a Edmundo González para apuntalar la dictadura del narcotirano Maduro, firmará gustosamente la renuncia de España a la hoy colonia británica para, de ese modo, hacerse un hueco a codazos en nuestra tupida lista de traidorzuelos.

Si supiera algo de tecnologías, le remitiría a Rhodes “guasaps” de esos con la bandera nacional para rebosar su sitio “web” de enseñas rojigualdas, o le mandaría a su domicilio (o a la razón social de la cadena SER) una pulserita con los colores nacionales para que la exhiba orgulloso, convertido al fin en pionero de la lucha de la izquierda por disputar el uso de la banderita. Ya digo que siempre llevo una encima, de repuesto, y la he ofrecido en alguna ocasión al zote que larga la milonga de marras con un tono de falso gañido, como de chucho apaleado: “Es que la derecha se ha apropiado de la bandera nacional, esnif, esnif”. “Toma ésta”, le digo, “y acaba con ese monopolio abusivo”. Nunca nadie la ha aceptado. Y de ella huyen, como de la ristra de ajos el vampiro.

 Javier Toledano| Escritor

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