«Justiciar la justicia» es un concepto que hace reflexionar sobre la necesidad de depurar, vigilar y dignificar el sistema judicial. Una crítica a la burocracia judicial, a la lentitud y al formalismo vacío. El llamamiento a una justicia que no solo sea legal, sino legítima.
Conviene ser justo, aun cuando se esté apiadado del delincuente. Los delitos han de ser destruidos de dos modos: o castigando a los hombres por sus delitos, o destruyendo los delitos de los hombres por su sincera expiación y pública palinodia. Lo malo ha de ser destruido y lo bueno edificado. Es obligado juzgar y condenar justamente a los injustos.
No hace falta ser platónico para desear que no quede impune ningún delito o pecado. Se puede -y se debe- ser justo y a la vez misericordioso, pero la justicia ha de ser inexorable en sus designios, prevaleciendo sobre la misericordia y sin confundirla con ésta. Librar por misericordia de la pena al delincuente que la merece padecer por justicia es cometer una injusticia.
No hay carencia de leyes que expliquen la permanente burla a la Justicia que hemos venido soportando durante la Farsa del 78, sino carencia de voluntad justiciera. Fugas o puestas en libertad de delincuentes que trasladan a la opinión pública una imagen de incompetencia o incluso de complicidad con el delito. La experiencia es una fuente de conocimiento que los jueces no deben menospreciar y a estas alturas ya se sabe que las tramas organizadas de narcotraficantes, de bandas callejeras producto del activismo incendiario o de la inmigración, de pervertidos sexuales o de partidos políticos empeñados en el crimen son reales y su existencia muy violenta.
Del mismo modo, se han venido produciendo delitos de desobediencia al Tribunal Supremo, consecuencia jurídica de comportamientos deliberadamente ilícitos de resistencia a la Justicia y de encubrimientos individuales o de partidos y grupos parlamentarios. Los integrantes de la casta partidocrática, en una parte significativa de ellos, han relativizado los principios del Estado de Derecho, como el de la legalidad, en la confianza de que su impunidad tiene crédito ilimitado.
Y en más ocasiones de las que pueden soportar unos mínimos criterios democráticos, no se ha aplicado el precepto que sanciona a «las autoridades o funcionarios que se negaran abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales». La Farsa del 78, para vergüenza democrática, ha visto a numerosos protagonistas de la comedia agredir al Estado de Derecho sin que por ello hayan sufrido las responsabilidades legales que se les debería haber exigido.
«Justiciar la justicia» exige varas judiciales gruesas, que no groseras, que resistan sin inclinarse ante el viento corredor, aunque cuelguen de ellas un zurrón de euros o de chantajes. Varas macizas, muy diferentes de estas juncales de hogaño, que ceden sin esfuerzo al soplo del favor y se inclinan a poco que les cuelguen. Pues es el caso que, durante la Farsa del 78 ha germinado una Justicia anómala, por no decir desautorizada e incapacitada.
Innumerables han sido y son, por ejemplo, las peticiones de archivo presentadas por las distintas Fiscalías a los jueces, en las causas que investigan presuntos delitos de los políticos rojos o de sus cómplices- que más que actuaciones de Derecho constituyen agresiones a la razón y a la dignidad del Estado de Derecho.
Los Ministerios Fiscales fundamentan sus solicitudes en que no hay indicios incriminatorios contra los supuestos delincuentes, cuando lo cierto es que meses o años de investigación han mostrado indicios suficientes para persistir en la pesquisa de las responsabilidades individuales en unos hechos casi siempre gravísimos.
Pero dichos Ministerios no desean llegar a las últimas consecuencias. ¿Por qué? Un juez justo nunca debe, ni racional ni procesalmente, sobreseer aquellos casos cuyos indicios incriminadores están a la vista, existiendo unas indudables fuentes de pruebas que, además, afectan a posibles connivencias y venalidades institucionales, con sus dirigentes en primer plano.
La radicalización política de jueces y fiscales va contra el orden natural de las cosas. Los llamados a impartir justicia no pueden ser cómplices, activistas ni militantes de partido. Cervantes, en su Quijote, lo dice muy claro: «Aquél que administra justicia no sólo ha de mostrar habilidad y buen juicio, sino principalmente la buena intención de acertar, pues si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines».
Y el caso es que durante la Farsa del 78 hemos sufrido connivencias entre el ejecutivo y una parte importante de la magistratura. Fiscales reñidos con la objetividad, lo cual es siempre un peligro contra el Estado de derecho. Jueces venales, decididos a hacer negocio de su profesión, dispuestos a prevaricar por culpa de su sesgo ideológico cuando el acusado es una voz molesta para el poder del déspota.
Por otra parte, ante la dilación con que se producen las sentencias a ciertos políticos o personajes instalados en el Sistema, es necesario recordar que la lentitud en administrar la justicia es la mejor aliada de la iniquidad. Muy a menudo la justicia tardía es una justicia ineficaz. Mal mayor que afecta a la justicia tanto como la invasión de los demás poderes, incluido algún poder fáctico como la Prensa, aliada de ellos. Algo que se viene soportando con normalidad desde que Felipe González, a la sazón presidente del Gobierno, preguntaba al por entonces presidente de la Audiencia Nacional: «¿Es que no hay nadie que les diga a los jueces lo que tienen que hacer?».
Resulta obligado terminar con esa omertá de camorra judicial y política que está destruyendo a la patria. Ítem más con el descrédito acumulado por el TC durante las últimas décadas, gracias a su propio esfuerzo, y el despropósito que significa la renovación o no renovación de sus miembros sustentada siempre en razones políticas e ideológicas.
Existe la impunidad porque hay jueces que apadrinan los delitos. Bien por sectarismo o complicidad, bien por chantaje o bien porque temen que los criminales les quiten el cargo, la profesión o la vida, si se esforzaran en castigarlos. Y así, los pocos jueces que hay justos, son insuficientes ante los muchos que prevarican.
Esta es la causa de que hayan arraigado los forajidos en nuestra patria, y que la traición y las catástrofes sean duraderas. Y mientras los malhechores celebran jactanciosos el provecho de sus vicios y extracciones con absoluto desprecio hacia los violentados y despojados, España, que es la afligida y llora diariamente los atropellos del Mal, aun no cuenta con líderes que la rediman; ni siquiera la cabe el consuelo de verlos asomar vigorosos y coordinados por el horizonte.
Jesús Aguilar Marina | Escritor




