Y vuelta la burra al trigo. El enésimo festival de ignorancia a cuenta de las proporciones matemáticas. Es un no parar. La prueba inequívoca de la supina estupidez de la condición humana que en su día analizó, cual etólogo de la imbecilidad, el sociólogo Carlo M. Cipolla (“Las leyes fundamentales de la estupidez humana”). La primera de esas leyes: Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan (circulamos) por el mundo. También los hay al frente del Cuerpo Nacional de Policía. Para muestra, un botón: el señor Francisco Prado, su Director General. O eso, o el fracaso estrepitoso de los sucesivos planes de estudio.
Son tantas veces ya que vivimos instalados en el día aritmético de la marmota. Don Francisco afirma que no hace al caso vincular inmigración con delincuencia, pues el 75% de los delitos registrados en España los cometen “nacionales”. No hace falta ser Pitágoras para deducir que el 25% restante es cosa, no falla, de los extranjeros. De entrada, nunca habría imaginado, qué decepción, que entre los españoles se contaran delincuentes. Es hora de asumirlo con entereza y coraje: sí, hay españoles que roban al descuido, atracan bancos, abusan de las mujeres e incluso las “errejonan” y violan, que asestan puñaladas al doblar una esquina, defraudan a Hacienda, estafan a su vecino, incendian el bosque, trapichean con drogas, difunden por las redes espantosos videos de pornografía infantil, dan golpes de Estado y al punto son amnistiados… que siguen el Festival de Eurovisión o dirigen cátedras universitarias cuando el único mérito académico contraído es haber aprobado, con reservas, la Primaria. En España siempre hubo criminales, los hay y los habrá, pues estamos hechos del mismo barro que los demás.
Pero hete aquí que nuestro hombre en la poli advierte que ese 25% restante no lo cometen inmigrantes necesariamente, sino “extranjeros”. Arrea, como si todos los extranjeros avecindados en España no fueran inmigrantes, o tratáramos, en definitiva, de categorías radicalmente distintas. Verdad es que los ciudadanos pertenecientes a la Unión Europea (tratado de libre circulación de personas o “espacio Schengen”) no han de ser llamados en puridad “inmigrantes”, pero los delitos que cometen en nuestro territorio no se computan, a efectos estadísticos, en la casilla de los nacionales. Luego se anotan en el inventario de los extranjeros, indistintamente, junto a los delitos de los inmigrantes, legales e ilegales. Los hay, pues, con sus papeles en regla, que es lo suyo, y también, y no son pocos, los que saltaron la valla o desembarcaron en pateras patroneadas por las mafias de la trata de seres humanos conchabadas, se dice, con algunas ONG: “Mira, tú, que abandono un cayuco en tales coordenadas… a bordo cinco embarazadas, ya sabes, el drama humano tan a propósito para abrir un telediario”. “Gracias, acudo con mi barco y me hago cargo de esa gente, que necesitamos un rescate noticioso para renovar subvenciones”. La tercera pata de la siniestra alianza son esos gobiernos difusores del efecto llamada mediante su política falsamente buenista de “papeles para todos”. Y todos ellos, en alegre comandita, comparten graves responsabilidades en la elevadísima tasa de mortandad que se produce en alta mar.
La propensión al crimen no se explica por referencia a factores genéticos o raciales, esto es, los indicadores que nos remitirían al racismo en sentido estricto. En todas partes se saltan las normas y se delinque y ningún grupo humano tiene especial predisposición a ello, que sepamos. Pero hay situaciones específicas en las que determinados colectivos pueden verse “abocados”, es una manera de hablar, mejor “inclinados”, a la comisión de delitos con mayor frecuencia tras una evaluación previa del binomio “riesgo/beneficio”. No hace falta ser una lumbrera para entenderlo. Entre los inmigrantes ilegales hay hombres jóvenes (los «menas”) sin referencias familiares a mano, y con los preceptos morales de su sociedad de procedencia obstruidos, relajados, que se saben en un mundo nuevo y diferente, a menudo hostil. Jóvenes impactados por estímulos externos distintos a aquellos a los que están habituados, y que no siempre son fáciles de encajar en su estructura de personalidad: atuendos llamativos, consumo de masas, subcultura urbanita, actitudes sociales más desinhibidas, mujeres de trato más accesible. Rige aquí un modo de vida distinto. También la presión policial (y judicial) es distinta. En el presente caso mucho menor.
¿A quién, pues, le sorprende que un porcentaje significativo de esos chicos piense que aquello que no puede obtener de grado, lo conseguirá acaso por la fuerza, invocando el principio de “estado de necesidad”? Y a mano tendrán siempre la victimización, un argumento infalible y provechoso que les sirve en bandeja de plata la propia sociedad receptora: “no me queda más remedio que delinquir porque no me dan trabajo”, “me marginan porque soy extranjero”, “en España hay mucho racismo”. Lógicamente, el índice de criminalidad comparado, en ese segmento de la población inmigrante, es superior al de la media. Va de suyo, sólo que enunciar datos porcentuales objetivos, que han sido estadísticamente mensurados, no puede constituir en ningún caso un rasgo de racismo o xenofobia. Así que cuando don Francisco Prado acusa a Vox de promover un discurso de odio por vincular inseguridad con inmigración ilegal, se acusa a sí mismo de ignorante, un zote de cero en matemáticas. Y que, precisamente, gracias a su indigencia intelectual ostenta cargo tan relevante. Que si no, de qué.
Los números cantan, si el 75% de los delitos los cometen nacionales (al redondeo, pues hay informes que rebajan la cifra al 72%), los extranjeros perpetran el 25% restante (acaso el 28%), siendo el 12% (quizá 13%) de la población. De modo que los segundos delinquen el doble, siempre que aceptemos la premisa de que dos más dos son cuatro, y no caigamos en las añagazas anticientíficas de las matemáticas “socioafectivas”. Y entre los extranjeros, los porcentajes varían considerablemente si atendemos a los diversos subgrupos, con una “productividad” criminal mayor en el segmento de los hombres jóvenes (mejor que menores, pues los hay entre ellos que ya hicieron la “mili”), ilegales, no tutelados. Y nos referimos principalmente a aquellos delitos, a priori, de poca monta, los que se cometen a pie de calle, pero que informan la percepción de la gente del común y transmiten sensación generalizada de inseguridad. Que de los desfalcos millonarios ya se ocupan otros, los aldama, los ábalo-koldo y los ERE-siarcas amnistiados. Ítem más, se lee en un digital que aproximadamente el 40% de los inmigrantes ilegales no se integra, ni a la de tres, en el mercado laboral y sobreviven tan pichis. No cotizan, ni cotizarán jamás. Y no financiarán venideras pensiones. Pero sí cobrarán, no pocos de ellos, ayudas no contributivas que costearemos entre todos. Otro día, si hay ocasión, hablaremos de ese tan extendido camelo que aflora a diario en los sesudos y ponderados coloquios de bares y cafeterías: “ellos nos pagarán las pensiones”. ¿Sí? Pues espera sentado, majete.
Javier Toledano | Escritor
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