Cuando los dioses nacían en Extremadura | Javier Toledano

Hubo un tiempo en que los dioses nacían en Extremadura. Ahora nacen los promotores del “estremeñu”, que anda tras la concesión de la cooficialidad lingüística en las escuelas, si el sentido común no lo impide, y los integrantes de la delegación que envía APAG-ASAJA de Extremadura a Waterloo a rendir lacayuna pleitesía al fugado Puigdemont. La excusa que arguye la embajada agropecuaria es que el interfecto es, en realidad, quien manda en España. Y no digo que en este punto no les asista la razón, pues el líder golpista manda, y manda mucho, pero no procurando la gobernabilidad del país, si no su destrucción. Véase el variado repertorio de bochornosas cesiones del gobierno de la nación (sic) a beneficio del nacionalismo particularista: indultos y amnistías, control de fronteras, desigual reparto de “menas”, quita de la mastodóntica deuda regional (para endosársela a los demás) y ahora promesa de ayudas “arancelarias” específicas. Suma y sigue.

En el renovado panteón extremeño refulgen deidades como el gran estadista Rodríguez Ibarra, el “Bellotari”, máximo representante del llamado “socialismo de Puerto Hurraco”. Cabe decir que los actos de mayordomía de extremeños insignes ante el nacionalismo catalán no es cosa nueva. Recuérdese aquella entrevista televisada en la que Ibarra afirmaba campanudamente ante Julia Otero, musa periodística del PSC, que “él prefería (cuando Zapatero) entenderse con Carod-Rovira (ERC) antes que con el PP”. La voz “mayordomía” no está aquí elegida al azar. Quien conozca siquiera someramente la cosmovisión del catalanismo aborigenista, sabrá que, en efecto, para sus fieles, la mayor parte de la población española dudosamente pertenece a la especie humana. Hay una tara en su ADN (nos lo ha recordado profusamente Quim Torra) que la predispone a la servidumbre.

A lo que vamos, manchegos, murcianos, andaluces y extremeños (al sur del Ebro y, si me apuran, del Duero) son, para los catalanistas, pestilente escoria, una mezcolanza de morralla subhumana, un precipitado de células regidas por las pulsiones biológicas más elementales: ingesta de alimentos, funciones excretoras y reproductivas. Tubos con dos orificios, uno de entrada y otro de salida. Ajenos a toda elevación espiritual. Gentuza que chapotea en el fango, en balsas de purines, con la piel salpicada de escrófulas e impurezas, golondrinos bajo el sobaco, reñidos con una higiene tolerable, víctimas del atraso secular y de la hambruna, prontos al estupro, incluso en el seno familiar o por medio de bestialistas incursiones en el establo. Esta amable panorámica de la variada casuística antropológica de España procede de los tiempos de la “Renaixença” (finales del XIX), promovida por autores como Pompeyo Gener, Martí Juliá o el doctor Robert. Todos ellos con calles y plazas dedicadas en Barcelona. Esa pulsión racista pervive hoy y, precisamente, es Puigdemont uno de sus más destacados exponentes.

España es un país camino de la disfuncionalidad y del colapso a resultas de su disparatado modelo territorial y de la supina estupidez de sus dirigentes (y en buena medida de su paisanaje). Y hace cuanto puede para quebrar la unidad de mercado y la libre circulación de personas y bienes mediante la proliferación de regulaciones y trabas, convirtiéndose en un laberinto demencial de aranceles internos, de colisiones y superposiciones administrativas en detrimento del normal desarrollo de la actividad económica. La utilización ventajista y malintencionada de las lenguas cooficiales aportan, ítem más, su granito de arena al despiporre cantonalista. Pero nada de esto es nuevo. El catalanismo político nació, la ley del eterno retorno, bajo el signo del proteccionismo. La burguesía catalana, a través de la herramienta que creó al efecto, la “Lliga Regionalista”, no pretendía otra cosa que gravar la importación de manufacturas extranjeras para asegurarse el cautivo mercado español. Se trataba de adquirir materia prima a bajo coste, elaborarla en la industria local (las “fabriquetas”) y vender sus productos al resto del país, librándose de la competencia foránea mediante los aranceles impuestos, gracias a sus exigencias, por el gobierno de la nación. La “Lliga” de Prat de la Riba, un supremacista del carajo de la vela, y después de Cambó, hizo entonces las funciones de “lobby” regional.

No obstante, si lo que pretenden los agricultores extremeños de ASAJA es arrimarse a la sombra del poder, bien harían en incluir en su gira a Arnaldo Otegui, pues Bildu (es decir, Herri Batasuna, el brazo político de ETA) también manda lo suyo en la hora presente. Porque no tiene caso arrodillarse ante un golpista que desprecia a los extremeños y no hacer lo propio ante un terrorista con atentados a sus espaldas, bien que travestido, según Zapatero, en “hombre de paz”. En este caso, las credenciales de Bildu no son nada desdeñables. ETA, huroneo en internet para dar con la cifra exacta, asesinó a la friolera de 55 personas nacidas en Extremadura, no pocas de ellas agentes de la Benemérita, despedazados a bombazos en las provincias Vascongadas y Navarra. De modo que, mientras los embajadores de ASAJA-Extremadura deciden si, tras sacar lustre al calzado de Puigdemont a lengüetazos, se disculpan por tamaña felonía, o la duplican, ya metidos en harina, inclinando la cerviz ante Otegui, es posible que me dé por mirar con atención las etiquetas de los artículos de la compra diaria en el supermercado, pues uno es muy libre de aplicar sus propios “aranceles”. Qué contrariedad, y con las ganas que tenía de visitar Cáceres, Trujillo, Hervás y el valle del Jerte. Pues nada, que antes me hago el camino lebaniego, que tampoco es cosa de broma.

Javier Toledano | escritor

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