La España decadente y el socialcomunismo | Jesús Aguilar Marina

el socialcomunismo

En síntesis, el problema más acuciante de España, que es el deterioro o incluso la degeneración, puede ubicarse tres siglos atrás y tiene sus raíces en la decadencia acaecida tras doscientos años de esplendor universal. Y consiste precisamente en la antiespaña. Esas voces que, no asimilando la fugacidad de los imperios, los designios y las cosas, y dando suelta a su decepción o a su inclinación al revanchismo y al resentimiento, tanto como a alancear al enemigo muerto, decidieron combatir una idea, en vez de actualizarla, renovándola.

Y así, muchos españoles decidieron traicionar a la patria y a su esencia, echándose en brazos de los enemigos extranjeros y amplificando falazmente de su mano la Leyenda Negra y sus contenidos, en su mayoría faltos de rigor y de ecuanimidad, hipócritas e insidiosos, utilizados para cubrir de oprobio a la grandeza envidiada y para atraer adeptos contra una simbología que, indirecta y espiritualmente, los acusaba. 

Y si la invasión francesa vino a agudizar profundamente la cuestión, dividiendo de facto en dos mitades a la población española -especialmente a su oligarquía- la aparición del socialcomunismo acabó por crear nuevas circunstancias que no hicieron sino dificultar más aún una solución ya de por sí dudosa. Porque el socialcomunismo, dada su naturaleza teórica y práctica se ha mostrado decidido, desde su implantación en España, a acabar con su unidad y su esencia.

Y para ello, recogiendo las veleidades separatistas que se fueron forjando en las postrimerías del siglo XIX, se ha empeñado en dar matarile a todo atisbo de legalidad, de cultura intrínseca y de identidad nacional. Los síntomas de la descomposición se hallan en los planes que los enemigos de España, internos y externos, establecieron en las postrimerías del franquismo, con el socialcomunismo, el separatismo y el terrorismo como instrumentos inmediatos, activos y financiados.

Fuerzas desleales que, bajo una apariencia de aceptación constitucional encubren su objetivo minador, su índole antiespañola y su firme decisión de impedir todo principio de convivencia. Se fomenta, por ejemplo, la solidaridad con Gibraltar y con Marruecos y se dinamita la solidaridad entre las distintas regiones españolas, aprovechándose, entre otros muchos instrumentos, de la oportuna herramienta que ofrecen las nefastas autonomías. Los enemigos de España anhelan y provocan el guerracivilismo, realidad que no debe olvidarse nunca.

Actualmente, pues, el frentepopulismo es el problema, no la solución, como al parecer creen los españoles que lo siguen aceptando, defendiendo o votando. Pero sin el socialcomunismo, que es quien lo aglutina y vigoriza, el frentepopulismo sería una fuerza residual, fácil de descomponer, pues los nacionalismos con ínfulas centrífugas carecen de sustento histórico y de arraigo popular, y se disolverían en cuanto el Estado les igualara económicamente con el resto de territorios. Son sus privilegios económicos y las desaforadas e injustificadas concesiones culturales que se les hacen, agraviando a los demás españoles, lo que les hincha artificialmente.

Existen razones para fundamentar la historia criminal del socialcomunismo -y del PSOE en particular- en sus ansias de poder, pero sobre todas ellas destaca su índole delictiva y depredadora y su infinita capacidad para el odio, para la envidia y para la codicia. Pecados capitales que lucen en los cuarteles de su escudo como cifras de inconfundible y abyecta identidad. Una abyección que su impostada superioridad intelectual y moral la transforma en solemne.

Son esas señas implícitas en su naturaleza las que marcan la falta de sentido crítico para asumir la propia historia y la consecuente responsabilidad, así como la impotencia moral ante el estruendoso fracaso histórico y la incapacidad de ofrecer al género humano una propuesta constructiva y una actitud prudente y noble. Son ellas las que hacen de su debilidad ética su fortaleza destructora. Las que logran, por emulación y fascinación, convencer con sus comportamientos y decisiones, a las muchedumbres morbosas o limitadas y de espíritu soez.

Aunque el socialcomunismo se empeña en negar la realidad o adaptarla a sus intereses, en afirmar sus engaños como si fueran verdades, en convencer al mundo con sus decisiones, movido siempre por un objetivo vil, no puede evitar la costra de corrupción y de odio que cubre su trayectoria personal y política. Y su estrategia consiste en acabar con la propiedad privada, las ideas y la vida de todos aquellos a los que considera sospechosos ideológicamente y peligrosos para sobrevivir.

Por lo tanto, éstos tendrán que defenderse, ajustándose a la legalidad si ello es posible, y acudiendo a cualquier medio moralmente justo cuando las garantías constitucionales o los derechos naturales hayan sido devastadas por la barbarie roja. Porque las crónicas, esa historia que el socialcomunismo ha teñido de sangre y de desolación u ocultado bajo balagueros de detritos, nos muestra que esta ideología siente un rechazo insuperable ante cualquier propuesta magnánima, ante todo brote de excelencia y, además, ante cualquier mecanismo que escape a su control.

De ahí su feroz pulsión por invadir las instituciones, degradándolas para servirse de ellas, y por la utilización de campañas difamatorias contra la verdad, o por desarrollar falsas teorías conspiratorias. En conclusión, por el bien de España y de la convivencia entre sus pobladores, esta índole ominosa y perversa, ocultada mediante la impostura ideológica, que no ha dejado de generar desde su origen toda clase de crímenes, horrores y errores, ha de ser vigilada, ilegalizada y denunciada hasta no dejar de ella piedra sobre piedra. 

Jesús Aguilar Marina | escritor

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