5 lecciones sobre economía y vacunas que Pablo Iglesias no ha aprendido

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Este año acaba también con esperanza, por la llegada de una vacuna que representa un hito de la ciencia, tan solo 10 meses después de que la pandemia sacudiera a la humanidad.

Si algo nos ha enseñado este 2020, es el valor de la solidaridad, los cuidados y el apoyo mutuo. Nos ha mostrado que, cuando vienen mal dadas, lo que nos protege al conjunto de la ciudadanía es lo común y lo público, lo que es de todos y todas.

Pablo Iglesias, Twitter – 31 de diciembre de 2020

El vicepresidente segundo del Gobierno terminó el año 2020 como lo comenzó, en las redes sociales y con mensajes sobre el valor de «lo público», «la solidaridad», «lo que es de todos y todas»…

Resulta curioso que Iglesias identifique estos valores y actitudes con la actuación del Estado. Como si las personas, las familias, los vecinos y las comunidades no se ayudasen sin que les obligasen a ello. Refleja una visión muy pesimista del ser humano. Quizás en su caso sea cierto y él sólo haga aquello a lo que la ley le obliga; pero, para la mayoría de los ciudadanos, ayudar a los demás es algo natural, no el resultado de una norma.

De hecho, hablar de «solidaridad» para explicar una medida política es muy equívoco. La solidaridad real sólo puede darse si es voluntaria. Un ejemplo clásico, los impuestos: si yo soy rico y quiero ser solidario, ayudaré a mis vecinos porque creo que es mi deber. Pero si el Gobierno me tiene que obligar por ley y yo sólo pago la parte a la que estoy obligado, no parece muy adecuado usar ese término. Alguien puede defender que esos tributos son «necesarios», «legítimos» o «legales». Y otros pensarán lo contrario. Pero, ¿»solidarios»?

En cualquier caso, y dejando a un lado la retórica, en lo que sí tiene razón Pablo Iglesias es en que disponer de varias vacunas en apenas 10-12 meses desde que se tuvieron las primeras noticias sobre la covid-19 es un logro espectacular. Y que nos ofrece numerosas lecciones económicas. Aquí van cinco. Eso sí, apuntan en la dirección contraria a la que señala el vicepresidente.

1- ¿Sólo el Estado piensa a largo plazo?: un clásico para justificar la intervención pública. El argumento es más o menos de este tipo: «Las empresas, obsesionadas por los beneficios de corto plazo, van siempre por detrás de nuestras necesidades. Sólo cuando tienen muy claro que pueden ganar dinero, se arriesgan a invertir. Por eso, la investigación básica o las primeras fases de cualquier nuevo desarrollo tecnológico sólo se pueden financiar con dinero público».

2020 no ha sido un buen año para los defensores de esta teoría. En realidad, ha ocurrido exactamente lo contrario. Los gobiernos de todo el mundo reaccionaron tarde y mal (con la excepción de algunos asiáticos, como Singapur o Taiwan, por cierto países muy pro-capitalistas y libre mercado). También el Ejecutivo del que forma parte Iglesias: en el Consejo de Ministros, hasta bien entrado el mes de marzo, predominaba el sologripismo.

Mientras tanto, qué hacían las compañías farmacéuticas: invertir mucho dinero, esfuerzo y recursos humanos en la vacuna contra la covid-19. No es cierto ese relato de «los gobiernos de todo el mundo se dieron cuenta de lo grave que era la situación y encargaron a los laboratorios que se pusieran en marcha cuanto antes». Aquí y aquí dos artículos de Nature sobre cómo ha sido esta carrera contrarreloj. Pues bien, ¡en enero de 2020!, Moderna o BioNTech ya estaban dejando de lado otros proyectos y centrándose de lleno en este nuevo coronavirus. Y se la jugaron: si hubieran tenido razón los que el 7 de marzo todavía aseguraban que esto no era más que una gripecilla, esos laboratorios hubieran perdido mucho dinero.

2- ¿»Lo público» lo ha hecho posible?: el siguiente gráfico ha sido uno de los más comentados en redes sociales en las últimas semanas.

Tiene dos partes. A la izquierda, la primera versión de la BBC sobre las fuentes de financiación de las vacunas. A la derecha, la versión final y más cercana a la realidad, que los autores tuvieron que modificar porque el primer gráfico tenía numerosos errores.

Es cierto que cualquier cifra en este punto puede discutirse y que no está claro qué se puede entender como financiación para un determinado fin. Por ejemplo, el coste del edificio en el que se investiga, ¿se imputa o no se imputa a la vacuna? Y también, por el otro lado: si uno de los investigadores principales obtuvo la licenciatura en una universidad pública, ¿cómo se contabiliza?

Como la discusión podría ser eterna, aceptaremos estos datos de la BBC (los correctos: es decir, los de la derecha). Como vemos, en la mayoría de los ejemplos, la financiación ha sido mayoritariamente privada. Y con un apunte clave: aquí sólo vemos los casos más conocidos. Seguro que hay laboratorios por todo el mundo que lo han intentado y han fracasado: ¿quién les compensa por su esfuerzo?

Pero más allá de esa cuestión, una pregunta interesante: ¿qué hubiera pasado si hubiera faltado una de las dos patas de la ecuación? Es decir, asumiendo que hubo colaboración público-privada, la pregunta es cómo habría sido el proceso si uno de estos dos sectores no hubiera estado presente.

Pues bien, como apuntamos, cuando no había ayudas públicas ni los gobiernos occidentales estaban pensando en la covid-19, los laboratorios privados ya estaban investigando a toda marcha. ¿Ha acelerado algo la ayuda pública, minoritaria, este proceso? Pues quizás. Pero no parece que la participación gubernamental haya sido decisiva o imprescindible para el resultado.

Y ahora pensemos al revés: si no hubiera habido intervención del sector privado, ¿tendríamos ya vacuna o estaríamos cerca de tenerla? ¿Un departamento gubernamental a las órdenes del Salvador Illa de turno habría sido capaz de conseguir lo que Pfizer-BioNTech, AstraZeneca o Moderna han logrado en estos meses?

3- Las farmacéuticas, sus beneficios y nuestra salud: uno de los efectos colaterales del coronavirus es que los malos-malísimos han pasado, al menos durante unos meses, a ser los buenos-buenísimos. Nos referimos, por supuesto, a los laboratorios farmacéuticos.

Durante años, en muchos medios de comunicación y desde determinadas formaciones políticas (por ejemplo, Podemos) se acusaba a las compañías del sector de todo tipo de maldades que podríamos resumir más o menos así: «Sólo se mueven por sus beneficios, no les importa la salud, juegan con nosotros para aprobar cuanto antes sus medicamentos…»

En realidad, las empresas y los trabajadores de la industria son los mismos y se comportaron de igual forma en 2019 que en 2020:

– Beneficios: sí, claro que los buscan. Para empezar, para recompensar a sus accionistas, que son los que han puesto el dinero que ha permitido sus investigaciones. Pero también porque los beneficios son una señal de que están generando valor para sus clientes. Esto último no siempre se entiende bien, pero es clave: en el mercado, las empresas hacen cada día miles de apuestas sobre lo que demanda el público. Y a priori no saben cuáles son buenas (cuáles generan valor) y cuáles no. ¿Cómo saberlo? Con precios y beneficios-pérdidas: si los clientes pagan más de lo invertido es que la apuesta tenía sentido y se ha generado un valor para la sociedad; si hay números rojos es que se destinaron recursos a algo que los clientes no valoraron (estaríamos destruyendo valor y malgastando recursos).

– Incentivos: una vez que asumimos que los beneficios son importantes, entramos en un terreno conocido, el de los incentivos. Por supuesto, la expectativa de importantes ganancias es una ayuda para acometer inversiones que no está claro cómo saldrán. En este caso, esa expectativa ha funcionado. No hay más que ver la evolución en Bolsa de muchas de estas compañías. ¿Qué hay de malo?

Por cierto, otra cuestión que hemos aprendido este año: en lo que respecta a los incentivos y el dinero, no hay muchas diferencias entre los trabajadores públicos y privados del sector de la salud. ¿Los empleados de las farmacéuticas van a sus laboratorios cada día sólo por dinero? No. ¿Irían los funcionarios del sistema público al hospital si no les pagasen su sueldo cada mes? Tampoco. Claro que el dinero les importa a todos ellos. Y claro que les importan muchas más cosas. La extrema izquierda habla mucho de conceptos como «solidaridad»… pero al final, en el fondo de su pensamiento, creen que lo único que mueve el mundo es el dinero. No sabemos con qué tipo de gente se juntan. Es obvio que el dinero es importante, pero también es absurdo pensar que es lo único que nos importa.

– Salud, pruebas, riesgos de los nuevos medicamentos, plazos…: aquí siempre existe una tensión entre dos objetivos muy valiosos. Por un lado, tener un medicamento cuanto antes puede salvar vidas; por el otro, acelerar los procesos de aprobación puede llevarnos al error y a los temidos efectos secundarios.

Durante años, nos dijeron que los larguísimos procesos -en muchas ocasiones, de más de una década de duración- desde que se iniciaba la investigación de un medicamento hasta que se ponía a disposición del público eran imprescindibles. Llegó la covid-19 y los mismos que nos decían que acelerar los trámites era jugar con nuestra salud, ahora denuncian con la misma furia cualquier comentario o duda sobre las nuevas vacunas.

En realidad, la alternativa era la misma en 2019 que en 2020: riesgo/beneficio. Y es una alternativa sin una respuesta cerrada. Retrasar la aprobación definitiva de un medicamento puede hacer que éste sea más seguro, pero también puede costar vidas, las de los enfermos no tratados. También es lógico que las farmacéuticas presionen para sacar los medicamentos al mercado cuanto antes y es razonable que existan organismos que valoren los pros y contras en cada caso (otra opción sería un esquema bien definido de seguros e indemnizaciones por daños, pero escapa al objetivo de este artículo entrar al fondo de este debate). Y, por supuesto, siempre existe el riesgo de que estas grandes empresas traten de influir en los gobiernos para que aprueben una nueva regulación que les beneficie.

En lo que hace referencia a la vacuna, se ha ptiorizado la puesta a disposición de los pacientes cuanto antes. Y se han hecho estudios con más participantes que nunca. ¿Riesgos? Siempre los habrá. Pero la conclusión ha sido que adelantar los plazos merecía la pena, porque eran más los riesgos de no hacerlo (las muertes por covid-19 que habría habido durante ese período de tiempo) que los posibles efectos secundarios.

Es una decisión razonable, pero no olvidemos que el esquema es el mismo con cualquier otro medicamento y que en los demás casos hemos optado por lo contrario: alargar muchísimo los plazos de aprobación, como si eso no tuviera contrapartidas. Pues bien, las tiene y muchas: enfermos no tratados, investigaciones que no se ponen en marcha porque el laboratorio no quiere enterrar dinero en un medicamento que quizás tarde 15-20 años en rentabilizar, pequeños laboratorios que no pueden competir con los grandes por lo costoso del proceso, nuevos desarrollos tecnológicos paralizados porque los laboratorios prefieren invertir en lo de siempre…

4- El papel del Estado: aceptemos la visión más pro-estatal. Sin la ayuda pública no habría sido posible. Es mucho aceptar, pero no queremos discutir.

Ahora bien, ¿de qué intervención pública hablamos? ¿Se ha montado un Ministerio de las Vacunas? ¿Se ha puesto a funcionarios a investigar? ¿Un ministro dirigiendo el proceso? ¿Una decisión burocrática y centralizada? ¿Una ley previa que decidiera cómo se iba a hacer? ¡No a todo!

Incluso aquellos que defienden el papel del Estado deben reconocer que éste se ha limitado a ser un mero financiador. Ha pagado, pero quienes se han organizado, han decidido, han tomado unas opciones y no otras, han competido entre sí con diferentes tecnologías… esto lo han hecho las empresas y organismos independientes (universidades, organizaciones sin ánimo de lucro, etc). Incluso en el caso de Moderna, en el que la mayor parte de la financiación ha sido pública, el desarrollo del producto ha sido muy similar al que tiene lugar en el mercado cada día con cientos de otros bienes.

En este punto, surge una pregunta muy sencilla y muy lógica: ¿y por qué no hacer lo mismo con la educación? ¿O con los servicios sanitarios? O con muchos otros bienes que ahora están en manos de la burocracia y del aparato estatal. Hace años que desde el campo liberal se defienden estas alternativas: si aceptamos que es imprescindible que el Estado financie determinados servicios porque, si no, el mercado no los proveería… esto no quiere decir que un Ministerio sea el lugar más indicado para ejecutarlos.

No está nada claro que sea cierto eso de que «el mercado no los proveería». Pero incluso si lo damos por bueno a efectos dialécticos, ¿qué justificación hay para no diseñar un esquema en el que el Estado financia pero es el sector privado el que presta el servicio? Con las vacunas ha funcionado. ¿Imaginan lo que habría ocurrido si el ministro se hubiera metido en los laboratorios de Moderna a explicar a sus investigadores cómo tenían que hacer las cosas? Pues eso es lo que hacen cada día con decenas de servicios públicos.

5- ¿Orden y centralización?: la última lección la estamos viendo ahora mismo. Con las vacunas estamos al principio del fin, pero queda mucho por delante. Tener la fórmula es un paso pero, si no eres capaz de llevarla al usuario final, no sirve de mucho. ¿Y qué se necesita? Transporte refrigerado a bajísimas temperaturas, logística, utensilios para poner esas vacunas… ¿Quién aporta todo eso? ¿Qué administración pública ha sido capaz de multiplicar su producción de jeringuillas para cubrir una demanda que se ha disparado? ¿Quién coordina a todos esos productores? ¿Quién ha organizado a tantos actores diferentes para minimizar los problemas relacionados con cuellos de botella? La respuesta a estas preguntas es: «Los de siempre, el mercado y los precios».

De hecho, los últimos días hemos escuchado noticias preocupantes: tanto en la UE como en EEUU hay dudas sobre la capacidad de los gobiernos para distribuir las vacunas. En parte, parece que lo que ocurre es que han comprado las dosis… y se han quedado ahí. No se han preocupado lo suficiente del resto de los pasos. Pero si vas a vacunar a 47 millones de personas, hay millones de derivadas que tienes que valorar: desde el flujo de dosis al número de enfermeras que las pondrán. Además, hay un aspecto clave y que es potencialmente muy peligroso: mantener las condiciones y la temperatura a lo largo de toda la cadena.

Las soluciones centralizadas suenan muy bien en el titular: «El Gobierno organiza…»; «Los plazos serán…» «Los colectivos afectados son…» Pero no salen tan bien en la práctica. A cambio, poner a trabajar y a pensar a los miles de participantes del proceso (empresas de transporte, laboratorios, sanitarios, etc.) tiene el poder del conocimiento disperso pero coordinado.

En 2020, por ejemplo, hemos visto como se disparaba la disponibilidad de test (PCR, antígenos) y cómo los laboratorios privados ofrecían al público, a un precio muy razonable, estas pruebas. En muy pocas semanas, y habrían sido menos si las trabas normativas fueran menores, han brotado como setas negocios de los que no teníamos noticia.

Además, estas soluciones descentralizadas podrían convivir, sin ningún problema, con las públicas. Sin embargo, con las vacunas, la opción ha sido centralizarlo todo, no sólo la financiación, sino también lo que tiene que ver con la distribución. Los gobiernos quieren que cada ciudadano sienta que les debe su dosis. Las fotos con los primeros vacunados ya están hechas y el aparato de propaganda en marcha. Si algo sale mal, nos dirán que no es su culpa y buscarán un chivo expiatorio. Y es que en el excel del Ministerio, todos los números cuadraban…

(Domingo Soriano . Libertad Digital)

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