Una epidemia silenciosa: Uno de cada cuatro jóvenes en el mundo se siente solo

Soledad juvenil: cuando el hombre pierde el sentido trascendente de la vida

El informe global «El estado de las conexiones sociales», elaborado por Gallup y Meta, ha puesto cifras a una realidad que muchos percibimos desde hace tiempo: la soledad se extiende como una plaga, sobre todo entre los jóvenes. Según esta encuesta, realizada entre junio de 2022 y febrero de 2023 a personas mayores de 15 años en 142 países, uno de cada cuatro jóvenes en el mundo se siente solo.

Entre los jóvenes de 15 a 18 años, el 25 % asegura sentirse “muy solo” o “bastante solo”. Pero aún más preocupante es que ese porcentaje sube al 27 % entre los 19 y 29 años. En contraste, solo el 17 % de los mayores de 65 años dice experimentar niveles significativos de aislamiento.

Los datos desmontan uno de los tópicos más extendidos: que la soledad es cosa de ancianos. Hoy, los más afectados son quienes supuestamente “lo tienen todo”: juventud, tecnología, redes sociales y opciones de entretenimiento. ¿Qué está fallando entonces?

La respuesta es sencilla: la sociedad actual ha desconectado al ser humano de su principio y su fin. Se ha borrado deliberadamente la dimensión trascendente de la existencia, y el resultado está a la vista: desorientación, vacío interior, angustia. El hombre moderno ya no sabe para qué está en este mundo, y esa ignorancia lo sumerge en la desesperanza.

Las cifras de Gallup y Meta no solo reflejan un fenómeno estadístico, sino un drama humano que tiene una raíz espiritual profunda. El hombre ha dejado de hacerse las preguntas esenciales: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Para qué vivo?

Y cuando se ignora el origen y el destino del ser humano, los problemas te hartan, te desesperan, te agobian. No hay propósito, no hay esperanza, y la vida se vuelve un sinsentido que ni la tecnología ni el consumo pueden compensar.

Más allá del drama existencial, la soledad tiene efectos devastadores sobre la salud física y mental. El aislamiento social se ha vinculado con un mayor riesgo de enfermedades crónicas como la diabetes o la demencia, así como con trastornos psicológicos como la ansiedad y la depresión.

Estos efectos no se limitan a momentos puntuales como la pandemia del COVID-19, aunque ciertamente los confinamientos ilegales agravaron, y mucho, el problema. Lo más alarmante del estudio es que la sensación de soledad persiste incluso después de haberse levantado las restricciones. Es una realidad estructural, no coyuntural.

Y es que la cultura del individualismo ha fracasado. Los datos lo confirman: la exaltación del «yo» ha producido más soledad, no más libertad. Vivimos rodeados de conexiones digitales, pero desconectados del prójimo. Hemos cambiado el rostro humano por la pantalla, el abrazo por el emoji, el alma por el algoritmo.

Las redes sociales, lejos de generar auténticos lazos, fabrican una ilusión de cercanía. En realidad, nos aíslan aún más. Se promueve una imagen de felicidad impostada, una vida editada que aleja de la verdad y genera frustración.

Frente a esta crisis, la solución no pasa por más pantallas, más psicólogos o más políticas públicas vacías de contenido. La verdadera solución pasa por recuperar el sentido trascendente de la vida, redescubrir que la existencia humana no es fruto del azar ni un simple episodio biológico.

Aquí es donde la fe católica ofrece una respuesta sólida y milenaria: el hombre ha sido creado por Dios, a su imagen y semejanza, y su destino es la eternidad. Sin esa perspectiva, la vida se convierte en un círculo vicioso de frustraciones.

Igualmente, es imprescindible defender y promover la familia natural, el primer espacio donde el ser humano encuentra sentido, pertenencia y amor incondicional. Sin ella, la identidad se disuelve, y con ella, el equilibrio emocional.

Si queremos rescatar a las nuevas generaciones del vacío, urge un cambio de rumbo. Hay que reencantar la existencia, volver a hablar del alma, del bien, del mal, del amor verdadero, de Dios. Porque cuando el ser humano redescubre su vocación trascendente, entonces la soledad cede terreno a la esperanza.

La batalla no es solo médica o psicológica. Es una batalla cultural y espiritual. Y como toda batalla verdadera, exige valentía, claridad y una firme defensa de los valores perennes.

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