Para obtener el diploma de traidor, traición homologada, hay que cumplir determinados requisitos. Y uno de ellos es la connivencia con una potencia extranjera para dañar a la propia nación. Sucede de parecida manera con las posesiones demoníacas, que no vale cualquier convulsión para que el sacerdote exorcista concluya que el infeliz de turno ha sido poseído por el maligno. Se recomienda largar por esa boquita, con los ojos revirados y echando copiosa y verduzca vomitera, exabruptos guturales y palabras en lenguas muertas: el arameo jamás falta en el menú. También valen idiomas con los que la víctima no ha tenido contacto. Ésa es la razón por la que el padre Lancaster Merrin (“El exorcista”) se resiste a rociar a hisopazos de agua bendita a la niña Greta Thunberg, pues es sueca y habla sueco, que es una lengua bastante extraña de por sí. Hemos sabido que para los candidatos vascos a ser exorcizados, hablar vascuence es razón suficiente, pues la mayoría de ellos lo desconoce absolutamente, empezando por Pachi López, que un día fue “lehendakari” e incluso presidente de su comunidad de vecinos. Y ello a pesar de los millones de euros invertidos en “euskaldunizar” Vascongadas, y ahora también Navarra gracias al PSN-PSOE.
Antonio Pérez, con permiso del conde don Julián y del obispo don Opas, ambos conchabados con los invasores musulmanes, lidera el ranquin histórico de traidores a España. El muy felón conspiró con el rey de Francia para levantar un poderoso ejército y guerrear contra Felipe II, del que fue secretario personal, y facilitó información a los ingleses (pirata Drake) para que sitiaran Cádiz. Un traidor de tomo y lomo.
En época más reciente hemos contado con Máximo Gómez, general que cambió de bando durante la guerra de Cuba y causó miles de bajas a las tropas españolas. Cataluña ha aportado a la nómina de traidores personajes ilustres como Pablo (Pau) Clarís, al servicio de Francia, y a Francisco Maciá (Francesc Macià, l’ Avi, “el Abuelo”). Este último goza de notable interés por tratarse de una referencia angular para el nacionalismo formulado ya como aspiración y programa políticos modernos, y cuyos efectos sufrimos en la actualidad. El orate de Maciá fue militar de carrera y alcanzó el grado de Teniente Coronel. Se dice que el asalto al semanario satírico Cu-Cut! por un grupo de militares exaltados fue el detonante de su desafección hacia el ejército y hacia España, cuya bandera había besado con unción. No obstante, nos advierte Javier Barraycoa en “Historias ocultadas del nacionalismo catalán» que el verdadero motivo fue la negativa que recibió del gobierno su plan para reforzar la armada mediante la construcción de una flotilla de submarinos. Patriotismo despechado.
Cambó, en sus memorias, dice del interfecto que se plantó vociferante en su despacho, hecho un energúmeno, pidiéndole financiación para armar atentados terroristas contra intereses españoles, en particular contra Alfonso XIII, dando un vuelco a su antigua lealtad dinástica. Dinero que buscó posteriormente en la Rusia soviética, causando admiración entre los dirigentes bolcheviques la chaladura colosal de ese “burgués anacrónico y reaccionario”. Comoquiera que su entrevista en la lejana Moscovia no funcionó, continuó su gira diplomática y recaló en Roma, donde recibió medios del régimen de Mussolini para pertrechar sus “escamots (comandos)” de “Estat Català” (“Estado Catalán”), partido fascistoide que se integraría posteriormente en ERC. De Maciá decía Ledesma Ramos en sus soflamas beligerantes contra el separatismo que era un “traidorzuelo fusilable”. El fundador de las J.O.N.S fue uno de los alumnos aventajados de Unamuno y éste último, enterado del matarile que le dieron los “faístas” al inicio de la Guerra Civil, dijo en homenaje a su dilecto discípulo que “habían matado una conciencia”. Poco después, anciano y enfermo, falleció Unamuno, pero no en el paredón, tal y como excretó oralmente en el Congreso el abisal analfabeto de Gerardo Pisarello, dispensado de traiciones por ser argentino de cuna.
Cabe que el delito de traición que el juez Aguirre imputa a Puigdemont, y a otros diablillos menores incursos en el caso “Voloh”, no sea “amnistiable” por la putrefacta Ley convalidada días atrás en el parlamento nacional. Sin la menor duda, el fugado Puigdemont, “connivencia con una potencia extranjera para dañar al país del que es nacional”, es un traidor de manual, pero con todo, por su ejecutoria, por sus reiterados insultos a España, por tratarse de un ciudadano español que abiertamente reniega de su nacionalidad desde que tiene uso de razón (sic), hay quienes lo percibimos antes como enemigo (ni adversario, ni rival) que como traidor, aun siéndolo. Pues, a fin de cuentas, nos hemos extrañado y alejado de él emocionalmente tanto que en ningún caso lo consideramos un “compatriota”, siquiera equivocado o resentido.
También, como Maciá en su hora, Puigdemont ha enviado emisarios (Alay) a Rusia y ha recibido embajadores plenipotenciarios del zar moscovita. Propuestas de financiación a través de monedas virtuales y de ayuda militar, “los 10.000 hijos de Vladimir”, para fragmentar España y desestabilizar Europa, que, finalmente, no cuajaron. Pero no, en mi fuero interno, no percibo a Puigdemont como traidor porque no me puedo sentir “traicionado” por él. Porque nada compartimos, salvo el aire que respiramos. Hay algo muy íntimo en el complejo “traición” que escapa a baremos, requisitos legales y clasificaciones y te dice “éste es un traidor” y “éste otro, si acaso, un traidorzuelo”. No me llamo a engaño con Puigdemont, pues sé cuánto odia a España (contraviniendo las querencias de sus mayores) y que el suyo es un odio sincero, y sé lo que de él se puede esperar. Para él soy un colono, un cipayo al servicio del invasor. Prefiero definir a Puigdemont conforme al término acuñado por Ledesma Ramos para referirse al extravagante Maciá, “traidorzuelo”, decayendo la segunda parte del binomio, “fusilable”, por vivir en tiempos de paz y porque el sujeto no merece la ejecución solemne del pelotón… no sea que un cobarde y un miserable que huye en el maletero de un coche, dejando tras de sí una sociedad enfrentada, y a un chispazo de sacarse los ojos en las calles en aterrador holocausto caníbal, muera de idéntico modo que los patriotas del Dos de Mayo bajo las descargas napoleónicas inmortalizados por Goya.
Traidor, pero de verdad, con todas las de esa íntima ley invocada anteriormente, es Pedro Sánchez. Porque de él no era presumible y porque todo lo que ha hecho, todo el daño causado, no obedece a ninguna razón histórica. Cierto que no trabaja para potencia extranjera alguna, que sepamos, pero a sabiendas destruye el país que gobierna, pues nadie dirá que es tan rematadamente estúpido que no lo vea. Porque dice amarlo y sin embargo lo entrega en bandeja de plata a quienes más lo detestan, a la izquierda podemita, a los golpistas catalanes y a los “oficinistas” de ETA. Y porque para todo ello, para granjearse el apoyo de esas facciones contrarias a la pervivencia de España como sujeto histórico y como comunidad política, restringe las libertades y favorece la desigualdad de derechos. Es un traidor del carajo de la vela y como tal pasará a la Historia.
Javier Toledano | Escritor
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