ETA dejó de matar hace algunos años. No lo hizo por ninguna conversión repentina a la democracia —camino a Lourdes a Umbe (Vizcaya) o a Esquioga (Guipúzcoa)—, sino porque estaba infiltrada hasta las trancas por las fuerzas de seguridad del Estado (junto con alguna ayuda de los norteamericanos) que la tenían rodeada. Es decir, ETA dejó de matar por conveniencia (o por cobardía), no por convicción. Por eso muchos no han pedido perdón, y por eso los asesinos (de otros vascos, de otros españoles) son recibidos todavía hoy como héroes injustamente condenados, no como arrepentidos y conversos a la democracia.
ETA no luchaba contra Franco sino para imponer el nacionalismo obligatorio a su pueblo. Por eso de sus casi 900 víctimas, sólo 47 fueron durante el franquismo, y uno de sus periodos de mayor crueldad dio pie al 23F. Los golpistas fueron los culpables del golpe, pero ETA era la responsable que por detrás azuzaba el fuego poniendo muertos sobre la mesa. No dejó de matar cuando llegó el PSOE, sino que siendo Felipe González presidente alcanzó su récord de tiros en la nuca y bombas lapa, incluyendo los 21 fallecido de Hipercor (1987).
Su actividad duró 43 años (1968-2011, aunque otros sitúan su primer atentado en 1962), más que el propio franquismo (37 años). Asesinó a 853 personas (22 niños), 2.632 heridos, 86 secuestrados…, más que la Inquisición española, en proporción, en tres siglos y medio de existencia (según cifras recientes un total 3.000 ejecutados). De sus asesinatos, 379 siguen sin resolver aunque esto no parezca interesarle a nadie. Hay dinero, ONGs y leyes para quien quiera localizar y enterrar a sus bisabuelos muertos en la guerra civil, hace 80 años, pero si quieres averiguar quién mató a tus padres o tu pareja hace 20 años nadie vendrá en tu ayuda, te dejan solo.
No obstante, existen otras víctimas todavía mucho más numerosas y a las que nadie, nadie, presta atención. Son los exiliados. Los que se fueron de su tierra por las amenazas de ETA o por el clima irrespirable que se vivía. Se fueron y no han vuelto, tal vez como mucho de vacaciones. Sólo desde que ETA empezó a matar (y a enseñar al parecer lo que es la democracia, según algunos) hasta 2006 se fueron 200.000 personas, un 10% de la población vasca (Informe de la Fundación BBVA 2007). Mientras, en un Informe 2019 sobre el exilio de los catalanes se habla del movimiento interior y exterior de más de dos millones de catalanes y sólo 500.000 exiliados (también por la paralela huida de empresas), desde el intento de golpe separatista (https://observatoriodelexilio.blog)..
El objetivo era claro: reducir el “demos”, echando a los que no comulgaran con el dogma nacionalista, para así poder ganar cómodamente elecciones o algún referéndum. La democracia como medio, no como fin. Un verdadero drama poblacional que no cuenta para la ACNUR, a pesar de encajar claramente con su definición de “refugiado”: “personas que huyen del conflicto y de su persecución”. Españoles forzados a viajar al extranjero o a otras partes de España se han convertido en ciudadanos invisibles condenados a llorar en silencio su pérdida. No volverán ni su voto contará para definir el destino de la tierra de sus antepasados.
ETA fue el brazo armado de la dictadura nacionalista, pero nunca ha sido la única manera en que se imponía el terror a quien no se sintiera “sólo” vasco. Rosa Díez en su reciente y muy revelador libro Maquetos lo explica muy bien. No sólo era ETA, era el clima asfixiante que se respiraba lo que te obligaba a marcharte o a convertirte en parte del paisaje porque te hacían sentir que nunca, nunca, serías “uno de ellos”. Una dictadura silenciosa en forma de “nacionalismo obligatorio” de carnet en la boca. Cita Rosa unas declaraciones de Arzalluz: “Bien está que lleguen a tu casa… Bien está que les des trabajo… Bien está que les sientes a tu mesa… Bien está que, incluso, se casen con tu hija… Pero el caserío es nuestro”. Como mucho podrán magnánimamente dejarte vivir con “ellos” si callas, les votas y no das la lata.
El nacionalismo siempre ha basado su estrategia en dos patas: la manipulación propagandística para exaltar un pasado mítico y glorioso que legitime su diferencia y por tanto su superioridad sobre el resto (base legitimadora de privilegios), y un clima permanente de “temor y temblor”, no frente a Dios como en el famoso libro de Kierkegaard, sino frente al nacionalismo imperante. Ante este nuevo Dios pagano sólo cabe la “resignación infinita” o la “fe entusiasta hasta el absurdo”. ETA ya no mata físicamente, pero la maquinaria independentista sigue sembrando el terror psicológico, emocional y social a través de armas más sofisticadas: la exclusión en el acceso a subvenciones, la imposibilidad de obtener un puesto en la Administración o en la Universidad, la discriminación en la escuela a las familias que pretendan la osadía de que se eduquen sus hijos en la lengua de más de 500 millones de personas, obstáculos para la promoción social, amenazas si te manifiestas de alguna manera como español…
Este terror de “cuello negro” suele pasar desapercibido salvo para los que lo sufren cada día. Sólo se manifiesta públicamente en las contadas ocasiones en que algún grupo de estudiantes se manifiesta para alertar de su discriminación (S´ha acabat) o algún político incómodo para el régimen se atreve a organizar un acto público. Estos terroristas de traje y corbata no tienen ningún empacho en comprar con dinero, con puestos o con prebendas, a los discrepantes para ganar su silencio o su complicidad. Ya sabemos que colaboracionistas los ha habido siempre (incluso de judíos contra judíos frente al nazismo), y que finalmente todos somos humanos y que basta que veas a tus hijos sufriendo para que te adaptes… Los tiranos lo saben muy bien. Y el discriminatorio cupo (insolidario con el resto de España) permite ser muy generoso con los “infieles” para forzar su conversión. Cuando habla de paraíso vasco (o de oasis catalán) se oculta que lo dirige la serpiente de lengua afilada y que en realidad se parece más bien al mundo feliz de Huxley. Eso sí “soma” a espuertas.
Sólo unos pocos se resisten a su dominio y sus trampas: son los héroes y heroínas que se niegan a marchar de su tierra y a convertirse en siervos indolentes del amo. Una minoría decreciente tanto en el País Vasco como en Cataluña, ante la mirada displicente del resto de los españoles y del gobierno de turno. No los dejemos solos.
El terrorismo que dejaba muertos en las esquinas puede haber desaparecido, pero el terror continúa por otros medios. Han ganado la batalla del relato y la propaganda por eso no lo vemos y estamos ciegos ante un exilio vasco y catalán que no para. Por de pronto, llamémoslos por su nombre: refugiados políticos. Mientras ellos no puedan volver a su tierra, en España no habrá una democracia plena, al menos no en alguno de sus territorios. ¿Por qué esto no está en la agenda de ninguna mesa de diálogo?
Alberto G. Ibáñez | Escritor