Por aquellos años, entre 1989 y 1991, se produjo un hecho de la mayor transcendencia histórica: el rápido derrumbe de la Unión Soviética, de su “socialismo real” y su doctrina marxista-leninista. Su caída no se debió, más que indirectamente, a la agresión de las potencias burguesas, sino que provino de una creciente evidencia del estancamiento del sistema soviético y de sus contradicciones entre los ideales propuestos y la realidad. Sin duda es indicativo que una doctrina que interpretaba por la economía la historia, en definitiva el destino humano, se viniera abajo precisamente por su fracaso económico. Y desde luego nunca había construido una sociedad igualitaria, por lo demás incompatible con la propia naturaleza humana, sino una polarización extrema entre una población más o menos igualada en una vida difícil, y una nomenklatura poseedora de todo, hasta, en su intención, de la mente de las personas mediante una propaganda abrumadora y sin contraste. No se había disuelto al poder, se había concentrado al máximo. En la guerra civil, España no había estado muy lejos de llegar a una situación pareja, que habría repercutido sobre el resto del continente.
El inesperado y casi increíble fenómeno abría una nueva época en la historia, que había de repercutir lógicamente sobre España. Durante 72 años, la evolución del mundo había sido condicionada de un lado por la URSS y las revoluciones comunistas, y del contrario por las potencias burguesas o capitalistas o liberales. Después de la II Guerra Mundial, a la pasajera alianza de ambos bandos contra el nazismo le sucedió una “guerra fría” de alcance planetario, entre la URSS y Usa, capitaneando cada una a un bloque aunque otros países prefirieran desalinearse de ambas y el bloque comunista sufriera graves grietas. Ahora quedaba solo una superpotencia con un gigantesco poderío económico, técnico y militar, sin posible comparación con cualquier otro, mientras Rusia iba a hundirse durante una década en una situación interna desastrosa mientras grandes partes de su imperio se independizaban de Moscú, alentadas por la OTAN.
Un politólogo useño Francis Fukuyama, analizó el nuevo panorama mundial en El fin de la historia y el último hombre. Disuelta la URSS, la democracia liberal representada por Usa quedaría como la única opción viable para el resto de la humanidad. La historia, vista como una tumultuosa lucha entre potencias e ideologías, tocaría a su fin en breve. La economía y la ciencia tomarían el lugar de las ideologías, un poco al modo como lo había previsto Fernández de la Mora, dejando un paisaje humano poco alentador: “Los hombres satisfarán sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas. El fin de la historia será un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la vida de uno por un fin puramente abstracto, la lucha ideológica mundial que pone de manifiesto bravura, coraje, imaginación e idealismo serán reemplazados por cálculos económicos, la eterna solución de problemas técnicos, las preocupaciones acerca del medio ambiente y la satisfacción de demandas refinadas de los consumidores. En el período post-histórico no habrá arte ni filosofía, simplemente la perpetua vigilancia del museo de la historia humana”.
En realidad, este era el gran objetivo de todas las ideologías: un mundo pacífico y sin clases, al menos clases rígidas, conseguido infantilizando y limitando las aspiraciones o preocupaciones humanas al campo del consumo y el entretenimiento; un mundo sin moral, ya que habría desaparecido el mal, al menos en sus manifestaciones más crudas o dañinas. Las propias libertades perderían en gran parte su sentido, pues nadie en su sano juicio optaría por perder las ventajas ofrecidas por el sistema u optaría por desafiarlo. Las libertades, expresiones de la moral, se irían diluyendo conforme la ciencia biológica fuera desvelando la verdadera naturaleza humana, permitiendo por ello cambiarla técnicamente. Todo lo cual sugiere las previsiones de Tocqueville sobre el despotismo democrático.
Usa quedaba única superpotencia, cuya prosperidad ejercería potente atracción imitativa sobre el resto del mundo, y con capacidad militar sobrada para meter en cintura a quienes pretendiese desafiarla. Y así pareció ocurrir: en diversos países se suscitaron movimientos como las “primaveras árabes”, contra dictaduras, pero no dieron los frutos esperados, sino incluso los contrarios, como en Egipto. El poder militar de Usa y sus aliados se reveló aplastante en Irak y Afganistán, pero su rápida victoria solo originó guerras prolongadas y costosas, debiendo los vencedores retirarse después de ingentes gastos y de ocasionar guerras civiles con decenas de miles de muertos y millones de desplazados. La estrategia indirecta de fomentar y financiar guerras civiles en Libia o Siria, dio resultados aún peores. Esa estrategias cobraría un peligro mucho mayor a aplicarse en Ucrania. Y en la propia Usa, las nuevas políticas generarían tensiones internas que algunos analistas valoran como próximas a la guerra civil.
Por lo que respecta a España, la primera consecuencia podría haber sido el abandono de la OTAN, pues esta se habría vuelto innecesaria al haber desaparecido el contrario Pacto de Varsovia, cuyo expansionismo justificaba la alianza occidental. Sin embargo, la OTAN no solo continuó, sino que prosiguió una orientación expansiva a otros escenarios del mundo, y rodeando de bases militares a una Rusia casi inerme y caótica, que había dejado de ser comunista y encontraba duros obstáculos para reconvertirse a una economía de tipo occidental. Por consiguiente, el PSOE mantuvo a España en una alianza que había cambiado inadvertidamente de objetivos. Actitud coherente con la renuncia de España a una política exterior independiente, ya con la UCD. No obstante, las consecuencias mayores se verían posteriormente, con los gobiernos de Aznar.
Pío Moa | Escritor | https://www.piomoa.es/