La Segunda República o el paraíso que no fue (VII) | P. Gabriel Calvo

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7. La Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas (17 mayo 1933)

Se trató de un texto enormemente polémico, de hecho, el más polémico de todo el período republicano, y se aprobó con gran regocijo de todos los partidos de izquierdas que la calificaron en sus respectivos periódicos como: «la obra maestra de la República». La legislación anticlerical fue muy intensa desde la apertura de las Cortes Constituyentes el 14 de julio. El 29 de abril fueron disueltas las antiguas órdenes militares, que ya entonces no pasaban a ser el equivalente actual a una cofradía de Semana Santa, pero que constituían un testimonio de primera magnitud de la continuidad histórica de España. El 9 de mayo se secularizaron los cementerios propiedad de las parroquias y el 30 de junio fueron disueltos los cuerpos eclesiásticos del Ejército, cuya existencia se remontaba al inicio de la Reconquista en el siglo VIII[1]. Se eliminó el juramento que se emitía al aceptar un cargo público y se sustituyó con una simple promesa (8 de mayo). Las exenciones tributarias a la Iglesia desaparecieron. Se debía informar sobre los haberes personales de los sacerdotes diocesanos y el 3 de julio se suprimió el, ya de por sí bastante exiguo, presupuesto de culto y clero. A las autoridades civiles se les prohibió asistir a cualquier tipo de acto religioso.

El presidente de la República, Alcalá Zamora, se resistió a firmarla hasta el último momento por considerarla persecutoria y apuró el tiempo legal para su promulgación. Muchos diputados católicos la reprobaron y el catalanista Carrasco Formiguera llegó a reconocer su decepción: «Los republicanos católicos nos sentimos engañados por no haber respetado la República nuestros sentimientos y faltado a sus promesas»[2].

En respuesta, el episcopado español divulgó una carta colectiva el 25 de mayo[3] respondiendo sobre dicha ley, y el 3 de junio el Papa Pio XI publicaba la encíclica Dilectissima nobis, sobre la situación de la Iglesia española bajo la Segunda República. Estos dos documentos, junto con la fundamental carta pastoral Horas Graves del Primado de España, cardenal Gomá, resultan imprescindibles para entender la actitud de la Iglesia frente a las arbitrariedades del Gobierno republicano que, apenas dos años después de su proclamación, se había convertido en un régimen opresor y perseguidor de la libertad religiosa. Una auténtica dictadura bajo apariencias democráticas. Las ideas desarrolladas en los tres documentos coinciden en lo esencial:

  1. La denuncia del durísimo trato al que se somete la Iglesia en todos los campos.
  2. La contradicción abierta entre los supuestos principios constitucionales del Estado y la violación constante de la libertad religiosa.
  3. La condenación abierta de la legislación anticatólica sectaria.

En la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas se encuentra jurídicamente codificada la posterior persecución sangrienta[4]. Los obispos denunciaban en su escrito colectivo el: «inmerecido trato durísimo que se da a la Iglesia en España. Se la considera no como una persona moral y jurídica, reconocida y respetada debidamente dentro de la legalidad constituida, sino como un peligro cuya comprensión y desarraigo se intenta con normas y urgencias de orden público»[5]. De este modo, los prelados exponían la abierta contradicción entre los tan publicitados principios constitucionales del Estado y la violación que dicha ley infringía al libre ejercicio de la religión, coartando la autonomía jurisdiccional de la Iglesia, abusando del veto del Estado en los nombramientos eclesiásticos, sometiendo a las órdenes y congregaciones religiosas a un drástico régimen de excepción, entrometiéndose en la vida interna de la misma Iglesia y atribuyéndose su administración.

Dicha ley despojaba a la Iglesia de su derecho nativo a la formación integral de sus miembros, ponía fuertes limitaciones a los vitales centros de educación religiosa y amenazaba con desterrar de la escuela toda enseñanza por parte de la Iglesia. El Estado cometía un grave atropello contra el derecho de los padres a educar libremente a sus hijos sin respetar las creencias religiosas, como Pío XI acababa de recordar recientemente ante el creciente y agresivo laicismo educativo[6]. Afirman los obispos: «La ley de Confesiones religiosas implica una sacrílega expoliación del patrimonio histórico y artístico eclesiástico, limita injustamente la propiedad de la Iglesia, a la que convierte en un departamento administrativo del Estado»[7]. Nótese que el tono duro, contundente, ayuno de eufemismos y de cualquier otra pirueta diplomática de estos escritos episcopales, y en particular los del arzobispo de Toledo, respondía a la violencia desatada, desde los inicios, por un régimen abiertamente no sólo contrario a la Iglesia y en este sentido anticlerical, sino anticatólico.

Pio XI, en la citada encíclica, repetía los mismos conceptos, por lo que sintetizaba los atentados cometidos desde la legalidad por el Gobierno republicano y condenaba igualmente la mencionada ley: «tan lesiva de los derechos y libertades eclesiásticos; derechos que debemos defender y conservar en toda su integridad». Por tanto -concluía el Papa-, «protestamos solemnemente y con todas nuestras fuerzas, contra la misma ley, declarando que ésta no podrá ser nunca invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia». La protesta pontificia terminaba con un llamamiento a la totalidad de los católicos españoles para que: «subordinando al bien común de la Patria y de la religión todo otro ideal, se unan disciplinados con el fin de alejar los peligros que amenazan a la sociedad civil». Esta intervención solemne de Pio XI, fue la consecuencia y el complemento lógico de la conducta precedentemente observada por dicho pontífice, a propósito de la situación española y de otras condenaciones de la Santa Sede, contra el carácter abiertamente antirreligioso de la política republicana.

Si la legislación discriminatoria y persecutoria provocó la repulsa de las más altas jerarquías eclesiásticas, ni que decir tiene que la aplicación de las leyes a niveles provinciales y municipales desencadenó nuevas protestas del pueblo cristiano, ya por la torpeza de los gobernadores y alcaldes en unos casos, ya por la arbitrariedad que demostraron en otros. Las anécdotas son innumerables a este respecto. Todas estas medidas tuvieron también sus consecuencias positivas para la Iglesia. Gracias a ellas, la opinión pública católica comenzó a despertar del letargo en que había dormitado durante decenios de Monarquía liberal y Dictadura militar. Los católicos de los años treinta del siglo XX, comenzaron a darse cuenta de lo que significaba vivir en un régimen laico. Azaña había sentenciado en las Cortes que: «España ha dejado de ser católica». Con lo cual no constataba un hecho sociológico real -ya que la inmensa mayoría de los españoles seguían y seguirían siendo católicos-, sino que manifestaba la voluntad de los nuevos gobernadores de que la nación dejara de ser católica. En este sentido resulta significativa la opinión del socialista Largo Caballero, que, en un mitin celebrado en Madrid en 1936, dijo que: «tener un presidente de la República católico, desvirtuaría el carácter laico del Estado». Y Azaña había propugnado la implantación de un laicismo dirigido desde el Estado: «con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias».

La masonería y los partidos de la izquierda, en su afán de secularizar el Estado y la sociedad a marchas forzadas, cometieron el grave error de renegar del pasado para ignorar que era imposible en aquellas circunstancias destruir la unidad de pensamiento y sentimientos que España había logrado a lo lardo de los siglos gracias a la fe católica. La Segunda República repetía muchos de los errores en lo que cayó la Primera en 1873, basada en el chiste burdo y blasfemo y en la zafia burla antirreligiosa que fomentaron los anticlericales.

Después de distintas crisis ministeriales se produce la disolución de las Cortes el 10 de octubre. El 19 de noviembre de 1933 se producen las nuevas elecciones que se saldan con la indiscutible victoria de la CEDA.

P. Gabriel Calvo | Sacerdote e Historiador

[1] Cf. José Javier Esparza, Tercios. Historia ilustrada de la legendaria infantería española, La esfera de los libros, Madrid 2017, 256.

[2] Vicente Palacio Atard, El texto de la ley está en la Gaceta de Madrid, 3 de junio de 1933, Cinco historias de la República y de la Guerra, Madrid 1973, 50.

[3] Jesús Irribarren, Documentos colectivos del episcopado español 1870-1974, BAC, Madrid 1974, 189-219.

[4] José Mª Petit Sullá, La Constitución laica de la II República, en Obras Completas, Tradere, Barcelona 2011, tomo I, vol. II, 845-852.

[5] Jesús Irribarren, Documentos colectivos del episcopado español 1870-1974, BAC, Madrid 1974, 193.

[6] Cf. Pío XI, Divini ilius Magistri, 1929, n. 10.

[7] Vicente Cárcel Ortí, La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1939), Rialp, Madrid 1990, 166-167.

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