La Segunda República o el paraíso que no fue (V) | P. Gabriel Calvo

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Las Cortes Constituyentes: 14 julio 1931 (2)

En 1931 no podía hablarse, propiamente, de la existencia de fuerzas católicas organizadas políticamente a nivel nacional. Entre otras cosas, porque, a pesar de que el grueso de los católicos practicantes fuese votante de los partidos de derechas o conservadores, un reducido porcentaje, pretendidamente moderno o progresista, votaba a los partidos republicanos. Los dirigentes más destacados entre estos segundos eran Niceto Alcalá Zamora y Antonio Maura, que representaban lo poco que quedaba del movimiento de los católicos liberales del siglo XIX y principios del XX[1]. Así, los grupos católicos homogéneos en las Cortes Constituyentes eran solamente dos:

  1. Los agrarios de Castilla, que contaban con una base popular fuerte.
  2. Los vasco-navarros, muchos de ellos carlistas, acérrimos defensores tradicionales de la Iglesia.

Pero mientras en la defensa de los intereses de la Iglesia se mostraban unidos, políticamente eran muy distintos, y llegaron a tener postulados e intereses opuestos.  No obstante, el sistema republicano se desacreditaba por días a medida que crecía el caos social, tanto en el campo como en la ciudad.

Además, en el primer Gobierno republicano, una abrumadora mayoría de los ministros estaban adscritos a la masonería[2]. Con dicho Gobierno y con los diputados que componían la asamblea era fundamentalmente previsible, antes de la apertura de la misma, que cualquier extremismo anticatólico no solo sería benévolamente aceptado sino incluso acogido con el mayor favor y entusiasmo. A todo esto, debía añadirse que las masas electorales de los partidos más rabiosamente anticlericales como eran el Radical Socialista, el PSOE y la Acción Republicana de Azaña, pedían medidas drásticas contra la Iglesia para acabar definitivamente con el supuesto poder económico y el influjo social que la prensa anticlerical había sabido inocular en el imaginario colectivo sirviéndose de exageraciones, falsedades y calumnias sin tasa.

Esta prensa tiraba casi un millón de ejemplares sólo en la ciudad de Madrid, mientras que los periódicos católicos o de orientación conservadora apenas llegaban a los doscientos mil ejemplares ¿Qué podía esperar la Iglesia de una prensa tendenciosa y sectaria, de un pueblo envenenado por el anticlericalismo más zafio y e indigente intelectualmente de un puñado de fanáticos muy activos, de un Parlamento antirreligioso en su mayoría y de un Gobierno apoyado por dichas masas formadas por sectarios anticlericales, masones y católicos acomplejados?

La cuestión religiosa fue el primero y casi el único asunto que, desde la proclamación de la República, acaparó la atención no solo de las fuerzas políticas sino también de la opinión pública; mucho más que otros graves problemas con los que muy pronto se enfrentaría la República, como fueron la reforma agraria y la militar, junto con la autonomía regional. Jesús Linz afirma: «La Historia de la II República demuestra que los partidos políticos que promovieron el laicismo no fueron puramente pacifistas y democráticos, sino que se caracterizaron por su talante ofensivo y beligerante frente a la Iglesia»[3]. Cuando se aproximaba la apertura de las Cortes creció la agitación anticlerical. Durante octubre su produjeron los acalorados debates sobre el artículo 26 relativo a la cuestión religiosa[4].

El anticlericalismo tenía raíces diversas y se manifestó de modo distinto entre los intelectuales, las clases medias y los obreros. El primer sector estuvo representado en las Cortes por la Acción Republicana y la Agrupación al servicio de la República donde figuraban los llamados «padres espirituales» de la República: Marañón, Ortega y Gasset y Pérez de Ayala. La clase media estaba controlada en buena medida por el Partido Radical Socialista, que parecía «haberse impuesto a sí mismo la tarea de desmontar a la Iglesia de la vida española», porque constituiría el «principal obstáculo, para consolidar la República»[5]. Fue uno de los partidos más anticlericales puesto que la práctica totalidad de sus miembros se declaraban enemigos declarados de la Iglesia. En los debates parlamentarios, sus diputados, se caracterizaban por «el arrebato temperamental, la falta de formas y el extremismo»[6] y por promover tumultos que hicieron época, aunque formaran una minoría. Con respecto al tercer sector, fue el PSOE el partido más representativo del anticlericalismo clásico. Era aún más violento que el anterior y se imponía en la Cámara a fuerza de amenazas y gritos. También los partidos separatistas de izquierda demostraron su anticlericalismo agresivo en sus actuaciones parlamentarias, como Esquerra Republicana de Cataluña, que ulteriormente materializó su programa político anticatólico a partir del inicio de la guerra en 1936[7].

Todos los partidos fueron más allá de la teoría liberal clásica de la separación Iglesia-Estado optando por un laicismo militante similar al de la Tercera República Francesa, modelo que pretendían copiar. En la mentalidad de la mayor parte del arco parlamentario se encuentra el oculto anticlericalismo destilado por las logias masónicas desde hacía más de un siglo.

León XIII había condenado solemnemente a la masonería en la encíclica Humanum genus[8] y en 1930 Pio XI publicó la encíclica Divini illius Magistri, sobre la educación cristiana de la juventud y contra el laicismo estatalista en materia educativa. Para los masones, con la llegada de la Segunda República comenzaba el momento deseado para poner en práctica el programa laicista en todos los ámbitos del Estado, pero fundamentalmente en el de la enseñanza. Al presentar a las Cortes el proyecto de Constitución, elaborado por la comisión parlamentaria presidida por Jiménez de Asúa, no sólo se separaba la Iglesia del Estado, sino que se la consideraba como una mera asociación sometida al Estado.

Además, quedarían disueltas todas la Órdenes religiosas y nacionalizados sus bienes y el culto solamente podría ser ejercido en el interior de los templos; por consiguiente, quedada prohibida cualquier tipo de manifestación externa como la procesión del viático llevado a los enfermos o cualquier tipo de piedad popular como romerías o cualquier tipo de procesiones. Esto significaba, sencillamente, el empeño en ignorar la realidad sociológica de la nación, ya que la inmensa mayoría de los ciudadanos era católica, en gran medida practicante y, sobre todo, el fuerte influjo que la Iglesia seguía conservando en amplios sectores sociales[9]. Con todo, este proyecto fue empeorado por la presión de los socialistas.

Era evidente que en las Cortes Constituyentes existía una mayoría aplastante dispuesta a aprobar las propuestas más radicales, ya que las fuerzas políticas dominantes rechazaron cualquier tipo de proyecto moderado y tolerante con la Iglesia. La aprobación del texto de Jiménez de Asúa hubiera sido fatal para la Iglesia española, pues en la práctica significaba su total desaparición. Azaña consiguió evitarlo con una maniobra: el tristemente famoso artículo 26 de la Constitución era un texto menos malo. Así afirma Claudio Sánchez de Albornoz: «El magnífico discurso de Azaña pronunciado en las Cortes consiguió evitar la disolución de las Órdenes religiosas, entregando solo a los jesuitas al paladeo de los masones»[10]. Con todo, el impacto producido en la opinión pública fue tremendo, porque el artículo 26, pese a las modificaciones que consiguió introducir Azaña, fue, decididamente, un ataque abierto contra la Iglesia[11].

Cedemos la palabra a los destacados republicanos que fueron testigos del sectarismo en aquel momento histórico. Sanchez, Albornoz afirma que prevaleció: «el sañudo anticlericalismo, cuando la República tenía mil problemas mucho más graves y mucho más urgentes»[12]. El presidente de la República, Alcalá Zamora dice que: «Se hizo una Constitución que invitaba a la guerra civil»[13]. Para Lerroux: «La Iglesia no había recibido con hostilidad la República. Su influencia en un país tradicionalmente católico era evidente. Provocarla a luchar apenas nacido el nuevo régimen era impolítico e injusto; por consiguiente, insensato»[14]. Y el filósofo Ortega y Gasset: «El artículo donde la Constitución legisla sobre la Iglesia me parece de gran improcedencia»[15].

P. Gabriel Calvo | Sacerdote e Historiador

[1] Cf. Francisco Canals, Cristianismo y revolución. Los orígenes románticos del cristianismo de izquierdas, Speriro, Madrid 1986, 183.

[2] Cf. César Vidal, Los masones. La sociedad secreta más influyente de la historia, Planeta, Barcelona 2005, 245-260

[3] Jesús,Linz, El sistema de partidos en España, Narcea, Madrid 1976, 121 y ss.

[4] Cf. Víctor Manuel, Arbeloa, La semana trágica de la Iglesia en España (8-14 octubre 1931), Encuentro, Madrid 2006, 286.

[5] Santiago, Varela, Partidos y Parlamento en la Segunda República, Fundación March-Ariel, Madrid 1978, 187.

[6] Mª Dolores, Gómez Molleda, La masonería en la crisis española del siglo XX, Taurus, Madrid 1986, 293.

[7] Cf. Javier Barraycoa, Los (des)controlados de Companys. El genocidio catalán, julio 1936-mayo 1937, Libros libres, Madrid 2016, 183.

[8] José Luis, Gutiérrez García, Doctrina Pontificia. Documentos políticos, BAC, Madrid 1958, vol. II, 155 y ss.

[9] Norberto Pérez Serrano, La constitución de 1931, Ed. de la Revista de Derecho Privado, Madrid 1932, n. 1, 13.

[10] Claudio Sánchez-Albornoz, Mi testamento histórico-político, Planeta, Barcelona 1975, 39.

[11] Arbeloa, Víctor Manuel, La semana trágica de la Iglesia en España (8-14 octubre 1931), Encuentro, Madrid 2006, 286 y ss.

[12] Claudio Sánchez-Albornoz, Mi testamento histórico-político, Planeta, Barcelona 1975, 39.

[13] Niceto Alcalá Zamora, Los defectos de la Constitución de 1931, Madrid 1936, 50

[14] Vicente Palacio Atard, Cinco historias de la República y la Guerra, Editorial Nacional, Madrid 1973, 49.

[15] José Ortega y Gasset, Obras Completas, Alianza, Madrid 1998, vol. XI, 48.

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