Hoy es 25 de diciembre, una fecha que no solo marca un antes y un después en la historia de la humanidad, sino también un acontecimiento que transforma profundamente el corazón de quienes lo contemplamos con fe. Hoy celebramos con gozo y gratitud el nacimiento del Niño Dios, el Hijo eterno del Padre. Jesús de Nazaret, el Mesías anunciado por los profetas, el Salvador que los profetas anunciaron con esperanza y que el mundo esperó durante siglos. En un humilde pesebre de Belén, en medio de la pobreza y el anonimato, Dios mismo se hizo hombre para redimirnos. Este acto de infinito amor y humildad no solo transformó la historia, sino que le dio un sentido pleno: la salvación del género humano.
El misterio de la Encarnación del Verbo es el mayor don que nuestra fe nos regala. Dios, el Todopoderoso, el Creador del cielo y de la tierra, decide descender hasta nosotros, hacerse pequeño, vulnerable, un niño en brazos de su madre. Pero no elige la opulencia ni el esplendor para venir al mundo, sino la pobreza de una cueva, la humildad de un pesebre rodeado de animales. Este niño frágil es Cristo Rey, y su trono primero no es de oro, sino de madera rústica. El pesebre de Belén es el primer trono de Cristo Rey, un rey cuyo poder no se ejerce con la espada, sino con la cruz, y cuyo reino no es de este mundo, sino eterno. Nos enseña que la verdadera grandeza no está en el poder humano, sino en la capacidad de amar y darse sin medida. Su reino no es de este mundo, y su poder se ofrece con la ternura de un niño.
El nacimiento de Jesús divide el tiempo y la historia en dos: antes y después de Él. Ningún acontecimiento ha tenido un impacto tan profundo y transformador en la humanidad como este. En un mundo sumido en tinieblas materiales. espirituales y morales, la luz de Cristo irrumpió para iluminarlo todo. “El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz”, proclamó Isaías, y esa luz sigue brillando hoy, abrazando con esperanza a un mundo herido por el pecado, la indiferencia y la desesperanza. En el rostro de ese Niño resplandece la certeza de que Dios no nos ha olvidado, de que su amor por nosotros es tan inmenso que quiso compartir nuestra humanidad, ofreciendo esperanza a un mundo herido por el pecado y la desesperanza.
El Niño Dios nos da una lección que atraviesa los siglos: la salvación no llega de los poderosos ni de las ideologías humanas, sino de un acto de amor infinito. Él vino a redimirnos, a reconciliarnos con el Padre, a mostrarnos el camino a la vida eterna. Su nacimiento es la prueba más hermosa de que no estamos solos, de que Dios camina con nosotros, de que Dios nos ama tanto que se hizo uno de nosotros para compartir nuestras alegrías, sufrimientos y esperanzas. Este pequeño niño es el rostro visible del amor divino, un amor que no conoce límites y que nos llama a transformar nuestra vida.
Hoy, al contemplar el pesebre de Belén, no podemos permanecer indiferentes, recordemos que el pesebre de Belén es un llamado a la conversión. Es un grito silencioso que nos invita a abrir nuestros corazones a Cristo, a vivir en la verdad, en el amor y en la justicia. Este niño nos interpela. Su pobreza nos desafía a cuestionar nuestras prioridades, y su humildad nos invita a reconocer nuestra pequeñez y nuestra dependencia de Dios. El pesebre no es solo un lugar; es un grito silencioso que nos llama a abrir el corazón a Cristo, a vivir en la verdad, en el amor y en la justicia.
El nacimiento del Salvador no es ni mucho menos solo un hecho histórico; es un milagro vivo que se renueva cada Navidad. Es un acontecimiento vivo que nos invita a transformar nuestra vida. Hoy, el Niño Dios quiere nacer también en nuestro corazón. Dejémonos transformar por su luz y su amor. Que esta Navidad sea para cada uno de nosotros una oportunidad de renacer con Cristo, de encender la llama de la fe en nuestro interior, y de proclamar con alegría que Jesús es el Señor, el Redentor del mundo.
¡Feliz Navidad! Dios se ha hecho hombre. ¡Adorémosle!
Gonzalo Torres | Escritor
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