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«España no existe. O al menos, eso parece creer buena parte de su propia izquierda.» Bajo el sol abrasador de la polémica, mientras otros países europeos ondean sus banderas sin complejos -ya sea en estadios de fútbol o en protestas callejeras-, en España asistimos a un fenómeno político único en Occidente: una parte significativa de la izquierda y el progresismo parece haberse contagiado de una extraña alergia hacia su propia identidad nacional. No es simple autocrítica -saludable en cualquier democracia-, sino algo más profundo y preocupante: un síndrome de Estocolmo cultural donde el verdugo es uno mismo.
Desde los salones de la Moncloa hasta las aulas universitarias, desde las redacciones de los grandes medios hasta los hilos virales de X (antes Twiter), se extiende un relato que convierte lo español en sinónimo de vergüenza, mientras se idealiza lo extranjero con devoción casi colonial. La bandera, un estigma. La historia, un catálogo de horrores. Las tradiciones, reliquias casposas. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Qué pasa cuando la mitad de un país parece odiarse a sí misma?
Este no es un artículo sobre política partidista. Es una radiografía de esa extraña enfermedad autoinmune que hace que importantes sectores de la izquierda española ataquen con más saña los símbolos de su propio país que los de cualquier otra nación. Es la paradoja de una generación que se cree abierta y cosmopolita, pero que mira con desprecio lo que tiene más cerca. Que defiende a los pueblos indígenas de América, pero desconoce la cultura de su propia Nación. Que protesta contra el Brexit, pero celebra cuando Cataluña amenaza con romper España.
Bienvenidos al laberinto de la oicofobia española: un viaje donde descubriremos cómo se construye el autoodio, quién lo alimenta, y por qué -mientras Francia celebra su gastronomía e Italia su arte- España parece empeñada en convertirse en el único país donde amar lo propio se considera sospechoso. Prepárense para preguntas incómodas, contradicciones reveladoras y una reflexión urgente: ¿Puede sobrevivir una democracia cuando parte de sus élites reniegan de la nación que las sustenta?
El diagnóstico es claro. Las consecuencias, imprevisibles. Empecemos.
Índice de contenido
- El PSOE bajo Sánchez: De la socialdemocracia al desmontaje nacional
- Los progres: La vanguardia del autoodio
- ¿Por qué importa esto?
- Conclusión: ¿Hay vuelta atrás?
El PSOE bajo Sánchez: De la socialdemocracia al desmontaje nacional
Hubo un tiempo en que el PSOE era el partido de la Transición, de la integración europea, de aquella socialdemocracia que sabía conciliar progresismo con patriotismo constitucional. Pero algo se quebró en el camino. Hoy, bajo el liderazgo de Pedro Sánchez, el partido que gobernó con González ha emprendido un giro tan radical como silencioso: el desmontaje sistemático de la idea misma de España como nación, pieza a pieza, ley a ley, gesto a gesto.
No es una transformación declarada, sino sutil. No se anuncia en mítines, pero se ejecuta en los pasillos del poder. Mientras Alemania tenía a un Scholz que ondea sin complejos la bandera negra, roja y dorada, y Portugal a un Costa que abraza el fado y el fútbol como señas identitarias, el PSOE de Sánchez ha optado por una peligrosa esquizofrenia política: gobernar España mientras se desdibuja su esencia.
Primer acto: El flirteo con el separatismo: Sánchez no solo pactó con los herederos políticos de Jordi Pujol, Artur Mas y Arnaldo Otegui; les entregó las llaves de la narrativa nacional. Los indultos a los líderes del procés, la reforma del delito de sedición, la aceptación tácita del relato del «conflicto político» catalán… Cada movimiento ha sido un paso más en la normalización de una idea peligrosa: que España es, en el fondo, una suma de territorios rehenes, no una nación con siglos de historia compartida.
Segundo acto: La bandera como campo de batalla: Hay símbolos que duelen, y el PSOE lo sabe. Por eso ha permitido que la bandera rojigualda se convierta en patrimonio exclusivo de la derecha, mientras él rehúye su exhibición como si fuera un estigma. Comparemos: cuando el socialista portugués António Costa iza la bandera verde y roja, nadie duda de su progresismo. Pero en España, el mero gesto de colocar una enseña nacional en un acto del PSOE se vive casi como una concesión al enemigo.
Tercer acto: La historia como arma arrojadiza: La Ley de Memoria Democrática podría haber tenido un propósito loable: cerrar heridas del franquismo (cosa que ya se hizo en la Transición). Pero en manos de este PSOE, se ha convertido en algo más: una máquina de reescribir el pasado donde España aparece casi siempre como villana, nunca como protagonista de sus propios logros.
Mientras Francia enseña a Napoleón sin esconder sus sombras, y Reino Unido asume su Imperio con sus luces y sombras, aquí se promueve una suerte de masoquismo histórico que ignora siglos de arte, ciencia y lucha por las libertades.
El resultado: Una izquierda huérfana de Patria: El daño colateral de esta estrategia es profundo. Mientras Vox capitaliza el malestar identitario de millones de españoles, el PSOE ha ido perdiendo pie en ese territorio emocional donde la política siempre se juega: el sentido de pertenencia. Porque al final, las pensiones y los hospitales importan, pero la gente también vota por aquello que les hace sentirse parte de algo más grande.
¿Cómo se explica que un partido que gobernó España durante décadas hoy parezca incómodo con la mera mención de lo español? ¿Es cálculo electoral? ¿Ideología? ¿O ese extraño virus occidental que hace que algunas izquierdas prefieran disculparse por su historia antes que celebrarla?
Una cosa es cierta: nunca antes en democracia un partido gobernante había puesto tanto empeño en gobernar un país mientras desdibujaba su esencia. El problema es que, cuando el relato oficial insiste en que tu nación es un error histórico, tarde o temprano, alguien empieza a creérselo. Y entonces, ¿qué queda por gobernar?
Los progres: La vanguardia del autoodio
Hay algo profundamente contradictorio en el progresismo español contemporáneo. Mientras se llenan la boca con palabras como diversidad, pluralismo y justicia social, muchos de sus representantes cultivan un desprecio singular hacia la única identidad que no merece, al parecer, ser defendida: la suya propia. No es simple crítica, no es sana autoevaluación. Es algo más oscuro, más visceral. Una pulsión casi masoquista que convierte lo español en el chivo expiatorio de todos los males del mundo.
Podríamos llamarlo síndrome del colonizado mental: esa curiosa tendencia a menospreciar lo propio mientras se venera acríticamente todo lo que huele a extranjero. El fenómeno no es nuevo, pero en la última década ha alcanzado cotas de patología cultural.
El complejo del paleto globalizado: Paseen por cualquier distrito cool de Madrid o Barcelona y observen la paradoja: los mismos que defienden a los indígenas amazónicos son incapaces de nombrar tres pueblos prerromanos de la Península. Los que lloran con las películas sobre el apartheid sudafricano ignoran olímpicamente la historia de los moriscos españoles. Solidaridad selectiva, le llaman.
En las terrazas de Malasaña o el Born, entre sips de cerveza artesanal bretona, se repite el mantra: «España es un país de pandereta«. Pero cuidado, la frase nunca viene acompañada de conocimiento real sobre tradiciones populares, música regional o historia social. Es desprecio por inercia, por postureo ilustrado.
La bandera invisible: Mientras en Estados Unidos hasta los anarquistas ondean la enseña estrellada en sus protestas, aquí la bandera española se ha convertido en tabú. No es que no les guste: les da pánico. Pánico a ser confundidos con «fachas», pánico a no parecer lo suficientemente woke, pánico, en el fondo, a tener que definir qué significa para ellos España más allá de un catálogo de agravios históricos.
El resultado es grotesco: generaciones enteras de jóvenes progres han crecido sintiendo más afinidad con la cultura protestante estadounidense que con el romancero castellano. Pueden citar frases de Martin Luther King pero no un verso de Machado. Conocen los nombres de todos los presidentes franceses, pero se pierden ante los Reyes Católicos.
El museo de los horrores patrios: La historia, para este sector, no es un relato complejo con luces y sombras: es un tribunal permanente donde España siempre es la acusada. La Reconquista: «ocho siglos de intolerancia». El Imperio: «genocidio y saqueo». El 98: «atraso congénito». El franquismo: «la esencia verdadera del país».
Nunca el revisionismo histórico había sido tan maniqueo. Se aplican varas de medir distintas:
- Francia puede celebrar su Revolución, aunque acabó en Terror.
- Inglaterra puede enorgullecerse de su Parlamento, aunque construyó un imperio esclavista.
- Pero España debe disculparse por todo, incluso por lo que no hizo.
La trampa ideológica: Lo más trágico es que este autoodio, lejos de servir al progresismo, lo está estrangulando. Mientras la derecha monopoliza los símbolos patrios, la izquierda se queda sin herramientas para conectar con ese obrero de Valladolid que quiere sentirse orgulloso de donde viene sin por ello renunciar a sus derechos laborales.
Han convertido el patriotismo en patrimonio de la derecha, y ahora lloran porque Vox gana votos. Han dejado que el relato nacional lo escriban sus adversarios, y ahora se sorprenden cuando la gente no se reconoce en su discurso.
Al final, la pregunta es demoledora: ¿Cómo pretenden mejorar un país al que desprecian? Porque se puede amar a un pueblo y criticar sus defectos. Pero es imposible construir nada sobre el asco a uno mismo. Mientras, en sus burbujas urbanas, siguen brindando con vino francés por la caída de los estereotipos españoles. Ironías del autoodio.
¿Por qué importa esto?
Porque las naciones no mueren de un disparo, sino de un susurro. Porque lo que hoy parece una simple batalla cultural —un debate sobre banderas, sobre lenguas, sobre relatos históricos— es en realidad la antesala de algo más profundo: la erosión silenciosa de los lazos que convierten a un grupo de personas en un pueblo. Y cuando esos lazos se rompen, no desaparecen solo las tradiciones: se resquebraja la solidaridad, se envenena la política, se abre la puerta a conflictos que creíamos superados.
España no es la excepción. Lo que ocurre aquí —esa extraña mezcla de autodesprecio y frivolidad con la que parte de la izquierda y el progresismo tratan lo propio— no es un juego inocente. Tiene consecuencias.
El precio de la desmemoria: Cuando un país olvida quién es, otros escriben su historia por él. Ya ocurrió en los Balcanes. En Ucrania y en tantos lugares donde la identidad se convirtió en campo de batalla. En España, mientras tanto, asistimos a un experimento peculiar: una parte de la élite cultural y política parece empeñada en regalar el relato nacional a sus adversarios.
- La derecha habla de España: la izquierda balbucea sobre «pluralidad de naciones».
- La derecha ondea banderas: la izquierda las esconde como si fueran prendas comprometedoras.
- La derecha exalta una historia mitificada: la izquierda solo sabe repetir la leyenda negra.
El resultado es previsible: cuando solo un lado cuenta la historia, al final solo un lado gana.
La trampa del tribalismo: Hay algo perverso en cómo el progresismo español ha convertido el amor a lo propio en sospechoso. Se puede ser ecologista y defender los bosques españoles sin necesidad de citar a Thoreau. Se puede ser feminista y reivindicar a nuestras Clara Campoamor o Federica Montseny sin pedir permiso a Beauvoir. Pero no: aquí hasta la defensa del medio local debe hacerse con acento extranjero para ser legítima. Mientras, en las calles:
- El obrero de Asturias que votó a la izquierda toda su vida no entiende por qué ahora le dicen que su identidad es «problemática».
- La joven de Extremadura que estudió con beca pública no sabe por qué debe avergonzarse de su acento.
- El agricultor andaluz mira con perplejidad cómo sus tradiciones son «patrimonio de la humanidad» pero, al mismo tiempo, objeto de burla en las series de televisión.
¿Qué clase de izquierda abandona a su propia gente en la batalla identitaria? El peligro real: Esto va más allá de discusiones académicas. Cuando una sociedad pierde el orgullo de ser lo que es —cuando internaliza que su pasado es solo vergüenza y su presente, mera casualidad—, se vuelve frágil. Y las sociedades frágiles son carroña para los populismos, para los extremismos, para los que prometen restaurar un orgullo que otros han dinamitado.
Italia lo aprendió con Mussolini. Alemania, con el nazismo. Ningún país sobrevive indefinidamente al odio hacia sí mismo.
Hoy, en España, la oicofobia no es solo un vicio intelectual de élites desconectadas: es un lujo peligroso en un mundo donde las identidades fuertes —las que saben quiénes son— son las únicas que pueden negociar sin complejos con la globalización.
Por eso importa. Porque al final, un país que no se quiere, es un país que no se defiende. Y en estos tiempos turbulentos, esa puede ser la diferencia entre sobrevivir con dignidad o desaparecer sin siquiera darse cuenta.
La pregunta no es si España es perfecta —ningún país lo es—, sino si merece la pena salvarla. Y para eso, primero hay que dejar de odiarla.
Conclusión: ¿Hay vuelta atrás?
El aire en España huele a tierra removida. A algo que se descompone bajo la superficie mientras todos discuten sobre el síntoma, pero nadie mira la infección. La pregunta no es ya si la oicofobia existe —basta encender la televisión, entrar en una universidad o hojear un suplemento cultural para respirarla—, sino si el daño es reversible. Si un país puede sobrevivir a la traición de sus propias élites.
Hay algo trágicamente español en este dilema. Mientras Francia transformó su orgullo nacional en motor de su republicanismo, e Italia convirtió su caos identitario en un relato romántico, aquí seguimos atrapados en ese eterno complejo de ser «el europeo pobre», el que nunca termina de llegar a la cita con la modernidad. Como si lleváramos cinco siglos pidiendo disculpas por existir. Pero hay grietas de luz.
Las paradojas del cambio: Curiosamente, son las generaciones más jóvenes —esas que supuestamente habían absorbido sin filtros el discurso oicófobo— las que empiezan a rebelarse contra él. Hay un movimiento sordo, subterráneo:
- Los veinteañeros que redescubren el folclore local mientras sus profesores seguían obsesionados con el punk anglosajón.
- Los artistas que mezclan el flamenco con el trap sin pedir perdón por usar «lo español».
- Los escritores que se atreven a hablar de patria sin complejos, como si la palabra no estuviera contaminada.
Es casi una revolución silenciosa: la España real contra la España inventada por sus detractores.
El fantasma que acecha: Sin embargo, el peligro persiste. Porque cuando la izquierda abandona el terreno de la identidad, no queda un vacío: lo ocupa la derecha más extrema. La oicofobia no ha debilitado el nacionalismo: lo ha hecho más agresivo. Cada vez que un intelectual progresista dice que «España es un error histórico», algún votante humilde en un pueblo de Castilla o Andalucía aprieta el puño y piensa: «Entonces, ¿qué soy yo?».
Y ahí está el drama: el autoodio de las élites alimenta el resentimiento popular. Es un círculo perfecto para la fractura.
La única salida: Quizás la solución no esté en grandes gestos, sino en pequeños reencuentros:
- Recuperar la bandera sin aspavientos, como hacen los socialistas portugueses.
- Enseñar la historia sin santificar ni demonizar, como hacen en los colegios alemanes.
- Celebrar lo propio con la misma naturalidad con que se critica lo deficiente.
Porque amar a un país no es adorarlo incondicionalmente: es conocerlo tan bien que no permitas que otros lo definan por ti.
¿Hay vuelta atrás? La respuesta duele: depende. Depende de si la izquierda española entiende que no se puede construir el futuro sobre el desprecio al pasado. Depende de si el progresismo admite que llevaba años luchando contra molinos de viento identitarios mientras el verdadero enemigo —la desigualdad, la corrupción, el cortoplacismo— campaba a sus anchas.
Al final, España no desaparecerá. Pero podría convertirse en ese extraño país donde nadie se atreve a decir su nombre en voz alta. O podría recordar, de pronto, que incluso sus fracasos son más interesantes que las victorias ajenas.
El tiempo dirá. Mientras tanto, el espejo sigue ahí, esperando a que alguien se atreva a mirarse en él sin miedo.
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2 comentarios en «La oicofobia en la izquierda española: Del complejo identitario al negacionismo activo |Albert Mesa Rey»
… en el fondo es un odio al legado histórico de España y a su misión evangelizadora de Cristo
¿»Enseñar la historia sin santificar ni demonizar, como hacen en los colegios alemanes»?
Me da la impresión que el autor no ha entendido absolutamente nada. Si hay una Nación/Estado que en Europa avergüenza a cualquier patriota, esa es Alemania, la Alemania desde 1950. ¡Si ese es un ejemplo a, seguir estamos, apañados!