Amnistía, amnesia de la democracia | Francisco Gilet

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Fue Cicerón, un acérrimo defensor de la República romana, al tiempo que un encarnizado adversario de Catilina, aspirante a tirano,  quien nos ha dejado esta aserción: Una nación puede sobrevivir a sus tontos y aún a sus ambiciosos, pero no a sus traidores. Y en estos tiempos nos encontramos con una nación, España, que está corriendo el riesgo de no sobrevivir a una casta de gobernantes que está convirtiendo el arte de la política en un puro y rotundo mercadeo. El interés general está siendo soterrado por la ambición de un grupo de ideólogos, que han hecho de sus intereses y ambiciones personales el único objetivo de gobernar.

Desde hace meses todo cuanto se ve, se dice, se lee, tiene una exclusiva finalidad; mantenerse en el gobierno. Caiga quién caiga, cueste lo que cueste, incluso la traición al bien común, al bienestar general. Ninguna palabra encaminada a levantar un proyecto social que incremente y mejore la educación, la sanidad, el trabajo, la economía; en su lugar, gasto público exacerbado, incremento de funcionariado, estrangulación de la empresa, aplastamiento impositivo al creador de empleo y presión fiscal extrema.

Mientras tanto, no hay sino parabienes mediáticos para con un gobernante que ha elevado, y sigue elevando, la deuda nacional en julio pasado al 113% del PIB, o sea, cada español al nacer ya debe 32.226 €. Y ante el despilfarro, ante la inexistencia de creación de riqueza, nos debemos conformar con el silencio, el tardeo y el VAR.

“¡Basta de silencios; por haber callado el mundo está podrido!” gritaba Catalina de Siena en pleno XIV, y, hoy, siete siglos después, podemos repetir idéntica denuncia. Vivimos desde hace demasiados años en un mundo que ha hecho de la vida, de la convivencia un absurdo, en el cual solamente impera lo declarado políticamente correcto por ese Gran Hermano llamado NOM. Sea la ONU, sea la Comisión Europea, sea la OMS, son los que indican las directrices que debe seguir la humanidad, pero no toda, únicamente la occidental, la surgida del cristianismo, del judaísmo o del aristotelismo. El resto, queda exenta, pudiendo obrar según considere, ya que, todo lo que comprenda será surgido de “su cultura” y por lo tanto asumible sin rechistar. Y es que, ellos, los otros, tienen su propia ley, llámese sharía o taoísmo. En contraposición, el ciudadano occidental ha visto como desaparecía la ley natural que ha impregnado su ADN durante veinte siglos. Ley que, congénita, guiaba la senda de su conciencia, diferenciando el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, la adecuado de lo inadecuado. Sin embargo, todo ello se ha trasmutado en dos palabras; “políticamente correcto”. Y son unos nuevos dioses, carentes del tope natural,  quienes derogan derechos, profesan obligaciones, imponen tradiciones y, por encima de todo ello y de forma descomedida, crean derechos, como el aborto, la eutanasia, el ateísmo, el anticlericalismo, el antisemitismo, el guerra civilismo, la ideología de género… Desde tal perspectiva todo vale, siempre y cuando goce de la etiqueta de “políticamente correcto”. Etiqueta que se ha ido instalando sobre cuanto se corresponda con el NOM, el cual, por cierto, no ha surgido de los pueblos, sino de los pupitres, de las tarimas, de los despachos de una clase política que se ha autoproclamada directora de la orquesta mundial.

En este escenario, no resulta extraño que surjan personajillos como Pedro Sánchez, Enmanuel Macron, Tedros Adhanom Ghebreyesus, Ursula von der Leyen o António Guterres, por nombrar a algunos, que han hecho del mundo el banco de sus ambiciones personales.

Y, circunscritos necesariamente al primero, asistimos impertérritos a la mayor de la ignominias que puede gestar y ejecutar un político; la compraventa de la dignidad de todo un país, con casi seis siglos de historia.  Es posible que la amnistía sea  un medio apropiado para olvidar momentos y personajes históricamente desafortunados, sin embargo, lo que resulta inaceptable es que forme parte de un contrato sinalagmático en el cual un do ut des, la amnistía, se responda con un do ut facies, los votos. Es un trueque lo que se está urdiendo, sin vergüenza alguna y con todo el sigilo del mundo. Un amnistía, es decir, un borrado de la historia, de hechos, de conductas, de deudas, de sentencias, de malversaciones, a cambio de media docena de votos. Y ello sin que el ciudadano haya podido expresar, ni pueda formular, su conformidad o disconformidad mediante el gesto, ya tan inútil e intrascendente, como es un voto en una urna legal. Así pues, al borrado implícito en la amnistía se le ha unido el de la soberanía popular de toda democracia.

La ambición es el motor de tan repelente conducta, no solo indigna personalmente, sino absolutamente irrespetuosa con la historia nacional, la cual se menosprecia, cuando no se vilipendia o se malbarata. La injusticia que se avecina es sinónimo de injuria hacia el pueblo español, dueño y señor de la soberanía nacional. Actuar contra ella, olvidándola, despreciándola, anestesiándola, es propio de dictaduras, de gobernantes ambiciosos, de depredadores de derechos  y de implantadores de voluntades señeras.

Para Ramón Llull, la justicia conduce a la paz, mientras la injuria encamina a la guerra, para evitarla quizás sea preciso acudir a Catalina para que nos conceda la presencia de un Cicerón que evite con su verbo encendido un pretendiente a tirano, cual Catilina.

Francisco Gilet | Miembro de Enraizados | Coordinador de España en la Historia.

3 comentarios en «Amnistía, amnesia de la democracia | Francisco Gilet»

  1. Estimado Sr. Francisco Gilet:
    Gracias por su excelente artículo. Tiene toda la razón en sus comentarios, los cuales coinciden por completo con lo que ven mis ojos. Pero sin ánimo de corregirle nada, quiero llamar su atención sobre cierto aspecto de la situación actual de España del que poca gente es consciente o quizá es que no quiere verlo.

    Escribe Ud. “La injusticia que se avecina es sinónimo de injuria hacia el pueblo español, dueño y señor de la soberanía nacional.” En mi opinión, la afirmación de que el pueblo español es dueño y señor de la soberanía nacional no se corresponde con la realidad. Cierto que la Constitución así lo establece en su artículo primero, apartado 2, pero eso es sólo tinta sobre papel.

    Lo real es que en España el soberano es Pedro Sánchez, no el pueblo ni el rey. Y se cisca en la Constitución. Soberano es quien “ejerce o posee la autoridad suprema e independiente” (RAE) lo cual implica que es quien ejerce el mando y que no tiene superior. Y ese es Sánchez por obra y gracia de aquellos políticos que redactaron la Constitución, quienes tuvieron bastante cuidado en no dejar en ella ningún resquicio por el que el pueblo pudiese ejercer su supuesta soberanía.

    Se nos dice que somos soberanos porque cada cuatro años nos convocan a unas votaciones para elegir el dictador de turno y a eso se reduce la tal soberanía. Una vez electo, el jefe del partido mayoritario o quien sea que resulte investido como Presidente del Gobierno, puede hacer lo que le venga en gana por cuatro años sin que nadie lo pueda detener o castigar si comete delitos, por graves que ellos fueren, porque no tiene nada ni nadie por encima que lo obligue a comportarse. Sánchez encerró en sus casas al “soberano” pueblo español y cerró el Congreso por meses violando la Constitución. ¿Y? Ahora conspira con los separatistas para romper España ¿Y?

    Su artículo es muy válido y lo aplaudo, pero sus justificadísimas quejas, como tantas otras, no van a solucionar el problema. Creo que hay solución, pero requiere de otro tipo de acciones, no necesariamente violentas.

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  2. Gran y comedido articulo, sr. Gilet; sobre todo, porque empieza con la relacion de personajes e instituciones que nos estan conduciendo al suicidio colectivo. Su senalamiento es muy esclarecedor. En cuanto a nuestra querda Espana, cada vez van quedando menos posibilidades de acciones.

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