Imagina un mundo donde todas las certezas se desvanecen. Donde lo que ayer era sagrado hoy es ridiculizado, donde las banderas por las que lucharon tus padres son quemadas por tus hijos. No es distopía: es la historia de la humanidad, un ciclo eterno en el que cada generación, al crecer, empuña el hacha y tala el bosque de dogmas que plantaron sus mayores.
España lo vive hoy con especial crudeza: jóvenes que no votan como sus padres, que no rezan como ellos, que no aman como ellos. ¿Rebelión irracional? En absoluto. La Sociología lleva un siglo demostrando que esta pulsión destructora es, paradójicamente, el único modo en que la sociedad avanza. Desde los baby boomers que derribaron el franquismo hasta los millennials que hoy dinamitan el sueño de la propiedad, cada generación cumple su destino: ser hereje antes de convertirse en guardiana de un nuevo orden… que sus propios hijos terminarán cuestionando. Este no es un artículo sobre política o juventud. Es un viaje a la ley no escrita más poderosa de la civilización: nadie escapa al deber de traicionar su tiempo.
Índice de contenido
- La eterna rebelión de las generaciones
- El peso de lo heredado
- El conflicto como motor del cambio
- La política de la irreverencia
- El eterno retorno de la duda
- Conclusión: La única verdad inmutable es que ninguna verdad lo es
La eterna rebelión de las generaciones
El tema de «la eterna rebelión de las generaciones» ha sido abordado por varios sociólogos y teóricos a lo largo de la historia, cada uno desde perspectivas distintas pero complementarias. Aquí algunos de los más relevantes:
Karl Mannheim: «El problema de las generaciones» (1928): El sociólogo húngaro-alemán fue pionero en analizar el conflicto generacional como un fenómeno estructural. En su ensayo Das Problem der Generationen, Mannheim argumenta que las generaciones no son solo grupos de edad, sino «unidades de experiencia histórica«. Cada generación desarrolla una conciencia particular según el contexto social en el que se forma, lo que explica su tendencia a cuestionar a sus predecesores.
«No es la mera coexistencia cronológica, sino la participación en un destino histórico común, lo que define a una generación».
José Ortega y Gasset: «En torno a Galileo» (1933): El filósofo español profundizó en la idea de que la historia avanza a través de generaciones que se suceden en un ciclo de «creencia» y «descreencia«. Según Ortega, cada generación vive primero bajo las «ideas heredadas«, pero tarde o temprano las somete a crítica, dando lugar a nuevas visiones del mundo.
«Cada generación es un nuevo órgano de la historia, con su propia sensibilidad y su misión irreemplazable».
Margaret Mead: «Culture and Commitment» (1970): La antropóloga estadounidense distinguió tres modelos culturales en la transmisión generacional:
- Cultura postfigurativa (los jóvenes aprenden de los mayores).
- Cultura cofigurativa (aprenden entre pares).
- Cultura prefigurativa (los mayores aprenden de los jóvenes).
Mead advirtió que, en sociedades aceleradas como las nuestras, la brecha generacional se vuelve abismal, pues los jóvenes ya no ven en sus padres modelos válidos para el futuro.
Pierre Bourdieu: «La juventud no es más que una palabra» (1978): El sociólogo francés criticó la idealización romántica de la rebeldía juvenil, señalando que las generaciones no luchan en igualdad de condiciones: el sistema educativo, el mercado laboral y los medios moldean su capacidad de desafiar el orden establecido.
«Lo que llamamos ‘conflicto generacional’ es, en realidad, un conflicto de clases disfrazado».
Ulrich Beck: «La sociedad del riesgo» (1986): Beck analizó cómo la modernidad líquida (Bauman) ha roto los pactos intergeneracionales tradicionales. Los jóvenes ya no pueden confiar en que seguirán el mismo camino que sus padres (empleo estable, pensiones, acceso a la vivienda), lo que genera una desconfianza estructural.
¿Rebelión o evolución?: Estos autores muestran que el conflicto generacional no es un simple «capricho juvenil«, sino un motor de cambio social. Sin embargo, en la España actual —con una crisis de vivienda, precariedad laboral y polarización política—, el riesgo es que la brecha se convierta en desafección definitiva.
Como escribió Mannheim: «La tensión entre generaciones no es un problema a resolver, sino la savia de la historia». La pregunta es si, esta vez, la savia alimentará un nuevo pacto… o simplemente quemará los puentes del diálogo.
El peso de lo heredado
Desde los albores de la civilización, cada generación ha cargado con el legado de sus antecesores: un conjunto de normas, creencias y verdades que, con el tiempo, se presentan como incuestionables. Sin embargo, la historia nos muestra que ese supuesto carácter inmutable de lo heredado es, en realidad, una ilusión. Las generaciones jóvenes no se limitan a absorber pasivamente el mundo que les es transmitido; tarde o temprano, lo interrogan, lo fracturan y, en no pocas ocasiones, lo derriban. Este proceso no es un mero capricho adolescente, sino una necesidad sociológica y psicológica profundamente arraigada en la condición humana.
El ser humano no solo vive en sociedad, sino que necesita dar sentido a su existencia dentro de ella. Y ese sentido no puede ser simplemente prestado: debe ser descubierto, o incluso construido. Así, lo que en un momento fue considerado sagrado —ya sea una tradición religiosa, un modelo político o una norma moral— termina siendo sometido a escrutinio por quienes no participaron de su gestación. La autoridad de lo antiguo se desvanece cuando deja de resonar en los oídos de los nuevos tiempos.
El conflicto como motor del cambio
Esta dinámica no está exenta de fricción. El cuestionamiento generacional suele ser recibido con escepticismo, cuando no con abierta hostilidad, por aquellos que ven en la crítica una amenaza al orden que les dio sentido. La resistencia al cambio no es solo una cuestión de poder, sino también de identidad: si lo que creíamos verdadero ya no lo es, ¿en qué quedamos nosotros que edificamos nuestras vidas sobre esos pilares?
Sin embargo, es precisamente este conflicto el que permite a las sociedades evitar el estancamiento. Las revoluciones políticas, los movimientos culturales y hasta las transformaciones científicas más profundas han surgido, en buena medida, del rechazo a lo establecido. La Ilustración desafió el dogma religioso, los movimientos feministas desmontaron estructuras patriarcales milenarias, y las luchas por los derechos civiles confrontaron el racismo institucionalizado. En cada caso, lo que en un momento pareció herejía terminó convirtiéndose en sentido común para las generaciones siguientes.
La política de la irreverencia
Desde luego, este mecanismo no opera en el vacío. El cuestionamiento generacional adquiere su verdadero significado en el terreno político, donde las ideas se traducen en proyectos y las críticas en acciones. Las juventudes que hoy desafían el status quo —ya sea en las calles, en las universidades o en las redes— no están simplemente «en contra» de algo: están buscando, a menudo de manera torpe pero sincera, un marco de referencia que les permita habitar el mundo sin sentir que este les ha sido impuesto.
Ahora bien, no todo rechazo es progresista, ni toda rebelión garantiza un avance. La historia está llena de ejemplos en los que el deseo de ruptura condujo a regresiones o a nuevas formas de opresión.
La aquí, la frase atribuida a Séneca: «Si un hombre no sabe a qué puerto se dirige, ningún viento le es favorable» cobra todo el sentido.
Por eso, el verdadero desafío no está solo en cuestionar, sino en hacerlo con lucidez, asumiendo que la deconstrucción de lo heredado debe ir acompañada de una reflexión lúcida y profunda sobre qué queremos construir en su lugar.
El eterno retorno de la duda
Al final, este ciclo no tiene fin. La generación que un día se alzó contra las viejas certidumbres terminará, a su vez, viendo cómo sus propias verdades son puestas en tela de juicio. Y así debe ser. Porque una sociedad que deja de interrogarse a sí misma es una sociedad que ha renunciado a crecer.
La sabiduría colectiva no reside en la obediencia ciega a lo establecido, sino en la capacidad de escuchar, aunque duela, las preguntas incómodas de quienes vienen después. Después de todo, como escribió el poeta, «la verdad no es propiedad de nadie; solo está prestada por un tiempo«.
Conclusión: La única verdad inmutable es que ninguna verdad lo es
Al final, solo hay una certeza capaz de resistir el paso de las generaciones: que toda verdad, por incómodo que resulte admitirlo, es provisional. Lo que hoy defendemos con fervor será mañana revisado, matizado o incluso ridiculizado por quienes nos sucedan. Y sin embargo, ahí reside no nuestra debilidad, sino nuestra grandeza: en la capacidad de cuestionar incluso aquello que más nos define.
¿Qué queda, entonces, de nuestras luchas, de nuestros dogmas, de nuestras certezas más arraigadas? Queda lo único verdaderamente perdurable: la pulsión humana por buscar, por rebelarse, por no conformarse. Las respuestas cambian, pero la pregunta —esa necesidad irreprimible de interrogar al mundo— permanece.
Así que, la próxima vez que sientas indignación ante una generación que derriba tus certezas, recuerda: tú también fuiste esa generación en su momento. Y si no lo fuiste, tal vez sea hora de preguntarte por qué.
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![]() Albert Mesa Rey es de formación Diplomado en Enfermería y Diplomado Executive por C1b3rwall Academy en 2022 y en 2023. Soldado Enfermero de 1ª (rvh) del Grupo de Regulares de Ceuta Nº 54, Colaborador de la Red Nacional de Radio de Emergencia (REMER) y Clinical Research Associate (jubilado). Escritor y divulgador. |
4 comentarios en «Generaciones en guerra: ¿Por qué cada época destruye las verdades de sus padres? | Albert Mesa Rey»
Aunque en general estoy de acuerdo con los artículos de D. Alberto Mesa, e incluso en éste, comparto parte de lo escrito en la primera mitad del mismo. No comparto el relativismo que expresa principalmente en la segunda mitad. Pienso que la Verdad con mayúscula existe, hay que buscarla, defenderla y consciente o inconscientemente, la mayoría de los humanos la aceptamos en todo lo importante en la vida. Dejar una herencia o no a las futuras generaciones, tener o no dinero en el banco, no es opinable, es simplemente cierto o falso. La existencia De Dios, no depende de los tiempos ni del resultado de una votación, no puede ser sí para mí y no para ti, la realidad es que existe o no existe, no hay más posibilidades. Defender los principios básicos , derecho a la vida, libertad, igualdad ante la ley, separación de poderes, defender el esfuerzo, etc son posturas, que “Verdaderamente” nos llevan a una sociedad mejor, por lo que no se puede ser relativistas en su defensa, estar contra la esclavitud es atemporal.
Para no extenderme, citaré la conclusión de este escrito: “la única verdad inmutable es que ninguna verdad lo es”. Con todos los respetos, creo que esa conclusión es falsa y además una contradicción, si nada es verdad, entonces esa conclusión tampoco puede ser verdad, la conclusión se auto destruye. No me puede decir D. Alberto que no existe la verdad en ningún sitio ni época, salvo en la conclusión de su artículo.
Un cordial saludo
Apreciado lector,
Recibo sus reflexiones con genuino interés y le agradezco profundamente que comparta sus pensamientos con tanto rigor y claridad. No es frecuente encontrar hoy en día un diálogo donde las ideas se exponen con tanta honestidad intelectual y respeto. Celebro, pues, este intercambio.
Sobre la cuestión de la Verdad —así, con mayúscula— que usted defiende, comparto plenamente su convicción de que existen principios y realidades que trascienden lo opinable. Tiene usted razón al señalar que ciertos fundamentos éticos —como el rechazo a la esclavitud, la defensa de la vida o la aspiración a la justicia— no son negociables ni sujetos a votación. Son faros que orientan el progreso moral de la humanidad, y en efecto, no dependen de modas ni mayorías.
Donde tal vez nuestras perspectivas divergen —y permítame exponerlo con la delicadeza que merece— es en la interpretación de qué significa «relativismo». No pretendo negar la existencia de verdades objetivas en el plano físico o moral, sino más bien alertar sobre la humildad necesaria para reconocer los límites de nuestro acceso a ellas. La historia está llena de «verdades» que en su momento se consideraron absolutas y que luego fueron matizadas, ampliadas o incluso superadas. Esto no invalida la verdad en sí, sino que nos invita a distinguir entre la verdad como horizonte y nuestras interpretaciones humanas, siempre provisionales y condicionadas por el tiempo y la cultura.
Respecto a la paradoja que usted señala —la afirmación de que «la única verdad inmutable es que ninguna verdad lo es»—, es una objeción clásica y muy pertinente. Quienes emplean este tipo de formulaciones suelen hacerlo no como una negación radical de toda verdad, sino como una paradoja retórica que busca cuestionar dogmatismos. Podríamos interpretarla no como una contradicción lógica insalvable, sino como un recordatorio de que hasta nuestras certezas más firmes deben someterse al ejercicio crítico. Es, en el fondo, una defensa de la apertura mental frente a la cerrazón ideológica.
No obstante, comprendo perfectamente que esta postura pueda resultar insatisfactoria cuando se aplica a principios que consideramos sagrados. La existencia de Dios, como usted muy bien apunta, no es una cuestión de preferencia subjetiva: o existe o no existe. Ahora bien, el modo en que los seres humanos nos relacionamos con esa posible verdad —la fe, la duda, la indiferencia— sí varía histórica y culturalmente. Tal vez ahí resida el matiz: no es la verdad lo que es relativo, sino nuestro camino hacia ella.
Le confieso que, en el fondo, sus palabras me parecen una valiosa llamada a no caer en un escepticismo estéril. Coincido en que no todo es opinable, y que hay valores por los que merece la pena luchar sin relativismos. La clave, me atrevería a sugerir, está en encontrar un equilibrio entre la firmeza en los principios y la flexibilidad en las formas; entre la convicción y la empatía hacia quien piensa de otro modo.
Agradezco de nuevo su lucidez y su tono dialogante. Es en intercambios de opinión como este donde, quizás, nos acercamos un poco más a esa Verdad que ambos buscamos.
Cordialmente
Albert Mesa Rey
Ninguna revolución o casi ninguna ha servido para nada, sobre todo las de tipo político y que casi siempre van acompañadas de crímenes incluso espantosos. Pero la verdadera revolución que de seguro traería bienestar a los pueblos y naciones, solo se puede realizar dentro del individuo, en su interior, en lo que muchos señores ilustrados llaman psiquis, otros lo llaman espíritu o alma, y algunos conciencia. Pero considero que cada vez son mas aquellos, que piensan que solo existe nuestra psiquis, y del alma inmortal dicen ser absurdo, por lo cual a la psiquis la definen como el funcionamiento físico-químico del cerebro humano. Interna revolución del alma que tales intelectuales no aceptan; y solo quién sabe de su Espíritu inmortal tiene esa posibilidad y si la busca, pues la encuentra. No hay mas que eso para mejorar nuestro mundo, basta observar como estamos tanto global como particularmente: más ambición, mas mentira, mas orgullo, mas vicios, mas violencia, mas guerras absurdas. etc.. Referente a su artículo concluyo Sr. D. Alberto, que coincido prácticamente con el comentario del Sr. Urdiales.
Atentamente le saludo.
Estimado lector:
He leído con sumo interés su reflexión, que comparto en lo esencial, y me permito añadir algunas consideraciones que acaso puedan enriquecer el diálogo que usted propone. La idea de que las revoluciones políticas suelen fracasar en su propósito último de mejorar la condición humana es difícilmente rebatible cuando se contempla la historia con honestidad. Con demasiada frecuencia, la violencia que las acompaña —ya sea como medio o como consecuencia— acaba pervirtiendo los ideales que decían sustentarlas, y al final, pese al cambio de régimen o de estructuras, las pasiones humanas que alimentan la ambición, la mentira o la opresión reaparecen bajo nuevos ropajes. Es como si, al intentar transformar el mundo desde fuera, se olvidase que el mundo está hecho, ante todo, de interiores.
Ahí reside precisamente la fuerza de su argumento: la verdadera revolución, la que podría traer un bienestar duradero, ha de ser interior. Llámese alma, espíritu, psiquis o conciencia, se trata de ese espacio íntimo donde el individuo se confronta consigo mismo, con sus motivaciones profundas, sus miedos y sus anhelos. Es en ese territorio donde pueden desactivarse —o alimentarse— los males que usted enumera: la codicia, el orgullo ciego, la propensión a la violencia o la mentira. Una sociedad compuesta por personas que hubieran emprendido ese camino de autoconocimiento y dominio propio sería, sin duda, muy distinta de la que conocemos.
Respecto a la cuestión terminológica —esa divergencia entre quienes conciben lo interior como «alma inmortal» y quienes lo reducen a procesos físico-químicos—, me atrevería a sugerir que, para los fines prácticos de esa transformación personal, la disyuntiva quizá no sea tan crucial. Lo importante no es tanto la metafísica que adoptemos como la experiencia misma de trascendernos, de cultivar la compasión, la honestidad intelectual y el sentido de responsabilidad hacia lo común. Es perfectamente posible —y lo prueba la existencia de personas profundamente éticas tanto entre creyentes como entre no creyentes— trabajar por esa «revolución interna» desde muy diversas comprensiones de lo humano.
Dicho esto, comprendo y respeto su convicción de que es la conciencia de un espíritu inmortal lo que otorga pleno sentido a esa posibilidad. En cualquier caso, lo que me parece incuestionable —y en ello coincidimos plenamente— es que el cambio auténtico ha de nacer desde dentro. Las estructuras sociales, las leyes y las instituciones son necesarias, pero resultan insuficientes si no están habitadas por mujeres y hombres que se hayan reconciliado consigo mismos y, por tanto, sean capaces de reconciliarse con los demás.
Agradezco, pues, su lúcida aportación y la del Sr. Urdiales. Nos recuerda una verdad tan simple como profunda: que el porvenir de la humanidad se juega, en último término, en el corazón de cada persona.
Atentamente.
Albert Mesa Rey