A propósito del levantamiento comunero | José María Nieto Vigil

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          He leído con suma atención e interés el artículo, titulado “Comuneros, del mito liberal al símbolo republicano”,  de Rubén Amón, publicado el 27 de mayo en un periódico digital (El Confidencial). Me parece bien hilvanado, bien construido y trabajado. Se ajusta a las actuales consideraciones que se plantean respecto al Movimiento Comunero, pero de las que tengo que precisar y matizar algunas cuestiones. Por respeto a la Historia de España, frecuentemente manipulada y tergiversada por espurios intereses ideológicos ajenos a los hechos acaecidos, me veo obligado a introducir algunas precisiones fundamentales. Mi condición de historiador así me lo demanda.

          Todas las interpretaciones efectuadas, a posteriori, de la Guerra de las Comunidades (1520-1522) son lecturas muy mediatizadas por el entorno ideológico que nos envuelve. Hay que se fieles a la verdad y valorar, con la necesaria objetividad, la historia revelada y contrastada sobre las causas últimas de quienes se sublevaron contra un poder absoluto, imperativo e incontestable de la autoridad real que se estaba instaurando.

EQUIVOCACIONES DE UN AUTOPROCLAMADO REY DE CASTILLA.

          Antes de su llegada a España (Tazones (Asturias), 19 de septiembre de 1517) y, una vez fallecido su padre, Fernando II de Aragón (23 de enero de 1516),  el joven Carlos ya se había excedido en sus actuaciones y atribuciones. El 21 de marzo de 1516, dos meses después de conocer el testamento del rey católico, envía una carta a su madre en la que se la informaba de su decisión de titularse rey.

Primera equivocación. Esto no puede ocurrir sin haber sido proclamado soberano en Castilla. Para enojo de sus súbditos castellanos, el cardenal Cisneros, el 3 de abril, comunica al reino de Castilla la decisión del pretendiente a la corona. Con posterioridad, el 13 de abril, se informa de la intitulación real (intitulatio), es decir, la parte del preámbulo de los documentos donde aparecen el nombre de las posesiones y atributos del firmante, en este caso Carlos.

Segunda equivocación. Un abuso y una autoproclamación sin juramento. La hilaridad y el rechazo crecían por momentos en Castilla. Previamente, mediante presiones y coacciones, el 3 de abril, había conseguido del papa León X (Lorenzo de Medici), mediante la bula “Pacificus et Aeternum”, su reconocimiento como tal. En tanto, y esto es sumamente importante, residía confinada en su palacio-prisión de Tordesillas su madre, Juana I de Castilla, legítima depositaria de los territorios heredados por vía materna y paterna. Pasar por encima de ella, despreciar a las Cortes de Castilla con sus actuaciones, le granjearon muchos detractores antes de poner pie en tierra castellana.

NUEVAS EQUIVOCACIONES.

          La estancia de Carlos I en España durante su primer viaje (19 de septiembre de 1517- 20 de mayo de 1520) fue poco prudente y muy desacertada en numerosas cuestiones.

Tercera equivocación: no convocar de manera inmediata las Cortes de Castilla. Estas se celebrarían el 9 de febrero de 1518. Hasta ése momento, acompañado de un séquito flamenco dedicado al latrocinio y control de la voluntad regia, se dedicaba al divertimento y a eliminar la amenaza de su hermano, Fernando de Habsburgo, que gozaba de la simpatía del pueblo español. Era castellano de nacimiento (Alcalá de Henares 1503), sabía hablar el idioma y conocía  las leyes y las costumbres del reino en el que vivía. Por otra parte, el 4 de noviembre de 1517, visitaba por primera vez a su madre, a la que no veía desde 1506. Un encuentro frío y distante, del que su consejero personal, Guillermo de Croy (Señor de Chievres), obtuvo un acta por el que se reconocía el que Carlos gobernara en su nombre. Una fea maniobra también contraria al fervor popular.

          Cuarta equivocación. No hablar nuestro idioma, no conocer nuestras leyes ni nuestras costumbres, rodearse de una corte borgoñona y, por si fuera poco, poner la vista con exclusividad, en su proclamación como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, despreciando a sus súbditos castellanos y aragoneses. El afán recaudatorio para sufragar los gastos de su coronación imperial –viajes incluidos-, le llevo a exigir el pago de un nuevo y cuantioso impuesto, el servicio. Demasiadas afrentas y menosprecios en tiempos de especial incertidumbre económica y social. No olvidemos que los pecheros se encontraban en difíciles circunstancias para seguir contribuyendo con sus rentas a las exigencias, abusivas por descontado, de los señores a los que tributaban. Así pues, junto al desacierto en la actuación política hay que añadir la desproporción de la carga económica exigida.

          Quinta equivocación. Cometer perjurio de lo juramentado en las Cortes de Valladolid. En tanto, los nombramientos a discreción de extranjeros como altos dignatarios eran un insulto y una felonía imperdonable. No se respetó lo jurado. Además, en su voracidad recaudatoria, abandonó muy pronto Castilla para dirigirse a Aragón. Ya se encontraba en Zaragoza el 9 de mayo de 1518. De allí, jurado como rey por las Cortes aragonesas y aprobado el pago del exigente servicio, se dirigió al Condado de Cataluña, con los mismos empeños que sus visitas anteriores. El 15 de febrero de 1519 ya había llegado a Barcelona. Mismos objetivos y distintos resultados. Su intención era poner rumbo a Valencia pero, dos circunstancias alteraron su plan. De una parte está la muerte de su abuelo paterno, Maximiliano I de Habsburgo (12 de enero de 1519), lo que le obligaba a marcharse de España con premura, por otro lado el que en Valencia se hubiera declarado la epidemia de peste. Fuese como fuese, la precipitación ya marcaba los pasos del plan imperial de Carlos. El pueblo español tenía claro que su desprecio era evidente y clamoroso. Ceñir la corona imperial de unos lejanos territorios, totalmente ajenos a los intereses de sus reinos españoles, era lo que le movía con exclusividad. A tal efecto convoca, el 20 de marzo de 1519, las Cortes de Castilla en Santiago de Compostela, cuatro días después traslada a La Coruña,  por la oposición con la que se encontró. Su afán era embarcar cuanto antes para salir rumbo hacia Alemania.

          Para entonces, desde los púlpitos, en las ciudades y villas castellanas ya había germinado un notable descontento contra el rey, contra su política y contra sus notables, más pendientes de su enriquecimiento particular que de atender las necesidades de su pueblo.

          Sexta equivocación. La extorsión, la intimidación y la amenaza a los procuradores de las ciudades representadas en aquellas Cortes. Contra lo convenido por los procuradores que representaban a las dieciocho ciudades con derecho de voto, estos aprobaron las nuevas exigencias tributarias del soberano. Ello traería consigo gravísimas consecuencias posteriores que darían comienzo al levantamiento comunero. Para entonces, Toledo y Salamanca habían desacatado la autoridad real negándose a estar representadas en Galicia. El 20 de mayo de 1520, habiendo nombrado a Adriano de Utrecht como regente de su reino durante su ausencia –un flamenco por tanto-, embarcaba en La Coruña dejando Castilla en llamas.

           Treinta y dos meses, apenas dos años y medio de permanencia en España, con intereses particulares depositados en su sueño de imperio, ajenos a castellanos, aragoneses, catalanes y valencianos, acentuaban y provocaban el rechazo de un pueblo que se levantaba contra su todopoderoso señor. Su torpeza inicial y un ambiente hostil hacia los abusos señoriales, desde la extenuación y la necesidad de muchos, la luz de la Comunidad representó la esperanza y la libertad para un pueblo sojuzgado, avasallado y sometido. Si el editor de este periódico me autoriza su publicación y me permite ahondar en la cuestión, les seguiré comentando lo errático de muchas aseveraciones vertidas sobre el programa ideológico del Movimiento Comunero. De momento, quédense con que fue la respuesta lógica, en un contexto adverso y en unas circunstancias especialmente delicadas, a los despropósitos de un bisoño monarca. Lo raro, lo excepcional, es que el pueblo hubiera permanecido instalado en el silencio. Sobraban motivos y razones para el levantamiento.

José María Nieto Vigil | Escritor

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