Navegaban los seiscientos | Javier Toledano

Épica. Y Europa. Occidente. La épica homérica, fundacional, de La Ilíada. También la alta cultura, la filosofía, el racionalismo, la experimentación científica, el sujeto político, las libertades civiles. Pero la épica. Las sagas nórdicas, las artúricas, los cantares de gesta, Rolando y Mío Cid. Excalibur, de John Boorman: reverdecen los campos yermos al paso de Arturo y sus caballeros al son de Carmina Burana. El poema de Tennyson, cabalgaban los seiscientos por el valle de la muerte: La carga de la brigada ligera. Y más allá: el Séptimo de caballería galopa hacia la muerte silbando las notas de Gary Owen. La isla del tesoro, de Stevenson nace en una taberna, sobre un promontorio, bajo una tormenta aterradora. La novela clásica de aventuras del puer aeternus que vive agazapado en los mejores de entre los hombres. Quien no ha buscado un tesoro nunca ha sido niño. Kim de la India, de Kipling. Los fusileros británicos repelen a los zulús en el cañón de Rorke: “¡Sección uno, fuego!, ¡Sección dos, fuego!”. Beau Geste dispara desde los muros de arcilla de Sidi-Bel-Abbés entre legionarios muertos apostados en las almenas. Tempestades de acero sobre Europa, la mejor novela de memorias bélicas, de Jünger. La bandera, de Julien Duvivier, en su filmoteca. La deliciosa Atlántida, de Pierre Benoît. Los divisionarios españoles, machacados por el fuego artillero a orillas del Voljov y en Krasni Bor, cargan a bayoneta calada contra la vanguardia asiática del Ejército Rojo. Los rusos retroceden: no les gustan las bayonetas. Todo ello salpimentado de compases de la Marcha Radetzky y de La cabalgata de las walkirias mientras la división aerotransportada reduce a cenizas una aldea del vietcong 

Ya no hay épica. Porque ya no hay Europa. Y Europa, agotada, se deshace, se desmigaja, sucumbe al hartazgo, a la nadería. Es el estertor final que diagnosticó Spengler. Ya no queda nada de eso. Ahora los hombres lloran a todas horas, las mujeres tienen pene. Las brujas marujas sientan cátedra y diseñan el mundo mientras apuran un café con leche. Banderas arcoirisadas. Maricas de terciopelo cantan con voz de falsete. Las personas adictas a la inconsistencia, al gregarismo y a la estulticia aplaudimos a nuestro perrito faldero cuando hace popó en la calle. El Papa de Roma les besa el trasero a los tiranos y justifica a los asesinos islamistas de Charli Hebdo.

Por entre el bravío oleaje del Atlántico navegaban los seiscientos. No sabemos sus nombres, sus quebrantos y sueños. No les importan una mierda y sus lágrimas son fingidas. En 2024 más de quinientos cadáveres de anónimos argonautas devolvió el mar a las costas mauritanas. No es Jasón quien patronea esas cáscaras de nuez. Pero caben más en esa panza insaciable, enorme. Con la boca abierta, como peces fuera del agua abatidos por la asfixia. Ese tétrico rictus recuerda a aquellos “besugos” que trajinaban los milicianos sin descanso de las chekas a las fosas. Flotan trastos, bultos, cuerpos, maderos. En uno se posa una gaviota y mira en derredor insolente e inquisitiva. Los cayucos caen de proa, a pico, a guisa de cazas cero submarinos pilotados por kamikazes y se depositan al fin, en el fondo. Bajo el agua, esas naves irrisorias, descascarilladas, parecen hojas de árboles caducos en la poda autumnal de la floresta.

Yo no les he llorado, no les conozco, nada supe de ellos. Nunca les llamé. Jamás pensé en ellos mientras braceaban en el agua para no ahogarse, para respirar y vivir un minuto, un segundo más. Sabían que iban a morir, que no había ninguna esperanza. Los niños llamaron a sus madres. Y sus madres desearon morir antes para no verlos hundirse y desaparecer tras las blandas fauces del mar undívago. Y otros les seguirán. Y morirán también. El constante retorno de la muerte. Les dijeron que serían bien recibidos, con los brazos abiertos. Que se les necesitaba allende las olas. Que pagarían nuestras pensiones. Se corrió la voz. Que les aclamarían las multitudes. Pero nadie les espera. Los hay que no tienen bastante. Y no termina esta danza siniestra, y les jalean, les animan a intentarlo de nuevo. Una hecatombe, el carnificio incesante de las corrientes oceánicas. Quieren más y más muertos, mientras dan cuenta de un vermú, en una terracita, al sol. Qué ricas estas “gildas”. El relleno de esta croqueta es delicioso. Ninguno de aquellos que sujetaban las pancartas acogió jamás a uno de ellos en su casa. Niños convertidos en unas horas apenas en reblandecido pasto de la fauna marina.

600 muertos, más de 30 toneladas de carne humana fofa, amoratada. El cielo rasante sobre el mar y todo el mar bajo la barbilla. Brazadas desesperadas, glóbulos de aire como errabundas pompas de jabón. En la crestería del mar espumante puntean sus cabecitas morenas las olas blancas y pintan fugaces arabescos de plata. Los buitres del mar picotean blandas hinchazones a la deriva. Si hay Dios, sus caras desencajadas por el sofoco del ahogamiento habrían de poblar vuestras pesadillas para siempre. Sé lo poco que valgo, ignoro si en mí queda una traza, una pízcula de dignidad, pero os digo: hipócritas, ca-bro-nes, son vuestros muertos.

Javier Toledano | escritor 

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2 comentarios en «Navegaban los seiscientos | Javier Toledano»

  1. Excelente y culta la primera parte de su artículo, pero…Pero los últimos párrafos, independientemente de que se esté a favor de una emigración coordinada, parecen despectivos y duros. La muerte de alguien, aunque no nos afecte emocionalmente, siempre es algo terrible, y más si sus circunstancias lo son.
    Que el gobierno nos vende una emigración hipócrita y que pretende romper España, siendo el tema emigratorio, un frente más, es indudable. Que la emigración desde el punto de vista ético y jurídico debe ser controlada, hecha con formas y modos (como lo fue la nuestra hacia Europa, pero con el Instituto Español de Emigración , garantista para nosotros y para los paises que acogían) es indudable, legal y con perspectivas reales de integración de los que vienen y bien del país de acogida, es claro. El gobierno miente,engaña, tergiversa… pero un ser humano, próximo o ajeno no es motivo de sólo emotivismo, es siempre un ser que tiene una dignidad en sí mismo.

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  2. totalmente de acuerdo con usted… la dureza de algunos párrafos pretendía remover conciencias, quizá no he dado con el tono adecuado, pero la intención era ésa precisamente, manifestar la hipocresía de los partidarios de los «papeles para todos» con el sufrimiento que provoca su «llamamiento» al descontrol inmigratorio y la tragedia (una muerte espantosa) que ello genera. respeto para esas víctimas anónimas que nadie llora

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