Digo bien, damiselas y varones, nada de barones y baronesas, porque presupone nobleza, distinción, integridad y elegancia en el quehacer político cotidiano. Qué vergüenza y descaro hay que tener para decir “Donde digo, digo Diego”. Así de claro y sonrojante ha sido el proceder de muchos de los actuales dirigentes del Partido Popular, tanto a escala nacional, como a escala regional, provincial y local. Ayer se manifestaban entusiastas casadistas, declarados y confesos, hoy súbditos del oportunismo y la deslealtad, de la indignidad y la felonía más insultante que se pueda acreditar. Es, sencillamente, deleznable y repugnante en una palabra, hediondo.
Cuando Pablo Casado era el hombre fuerte del partido –en apariencia-, todo hijo de vecino quería salir en la foto junto a él, dedicándoles vítores y alabanzas, piropos y halagos. Nadie quería quedarse fuera del juego político, todo el mundo se afanaba en querer demostrar su compromiso personal incuestionable por aquel entonces. Hoy, en el momento de la derrota, los mismos que le jaleaban de manera estridente, como por arte de magia –más un travestismo político que otra cosa-, se han transformado en damiselas y varones de poca monta y poco gusto ético y, por descontado, despreciable presencia estética. No me merecen ninguna consideración ni, mucho menos, respeto alguno, todo lo contrario, son acreedores de mi más absoluto desprecio y desconsideración.
¿Cómo es posible cambiar de tercio en mitad de la lidia de un toro de seiscientos kilos? ¿No les parece reprobable la espantada general perpetrada? ¿Acaso no es un acto de cobardía y falta de escrúpulos traicionar a su jefe de filas? A mí me parece que sí. Es una indecencia y una impostura, sin paliativos ni disculpas. ¿Cómo se sentirá Pablo Casado al verse vendido al mejor postor por parte de aquellos en los que confió? Por sus actos les conoceréis, sobran las palabras y los calificativos para semejantes cortesanos aposentados en Génova 13, también en otros virreinatos del todavía Reino de España.
El líder de los populares ha sido víctima de los suyos, de lo más íntimos, de aquellos que formaban parte de su círculo más allegado –supuestamente leal y honorable-. Nunca llegaría a imaginar que su suicidio político fuera inducido por aquellos en los que depositó su confianza y mejores esperanzas, que ellos se sumarían en la “hora de los enanos” a la canalla que, en el silencio de la clandestinidad, aunaban sus fuerzas para derrocarle, sin consideración ni cortesía de ningún tipo. No encuentro palabras para describir tanta ignominia y latrocinio protagonizado.
El día 23 de febrero de 2022, pasará a los anales de la historia política española como la jornada de los “cuchillos largos”. Es espectáculo representado en el Congreso de los Diputados por la bancada popular es –sin ningún miramiento por mi parte-, vomitivo y asqueroso. Pero en política –según parece- todo vale, incluso la pantomima de aplaudir a quién ha sido masacrado de manera impía y cobarde. El sainete, de no ser por la tragedia personal que estaba viviendo Pablo Casado, era una mascarada y un auto de fe en toda regla. Los inquisidores azulones –cada vez más descoloridos- se habían juramentado para fingir un dolor que no sentían, para encubrir un escarnio del que habían sido autores, amparándose en el rebaño del grupo parlamentario.
He seguido con suma atención las imágenes vividas. He estado atento al lenguaje no verbal que comunicaba no pocos mensajes, todos ellos obscenos e injustos con su jefe de filas. Había escaños vacíos –espero que como gesto de reprobación de la actitud de la mesnada anti casadista-, algunos no aplaudieron –quizás por no verse comprometidos-, otros –curiosamente, muchos traidores declarados- se ponían en pié regalando un último aplauso a quién, horas antes, habían abandonado y conducido al pié del patíbulo. Incluso pudo apreciar, en la parte alta del hemiciclo, cómo dos diputadas se levantaron y quisieron acompañar a Casado cuando éste decidió marcharse. Con un gesto enérgico, uno de sus compañeros de filas, las indicó que permanecieran sentadas en su escaño. Otra demostración de falta de talante y talento entre los próceres populares. En aquellos duros instantes, en aquel amargo trance, vi. claro cómo entienden la política muchas damiselas y varones –que no baronesas ni barones- del partido de la gaviota, convertida hoy en bandada de cuervos y buitres carroñeros.
Pablo Casado ganó y perdió las elecciones primarias de su partido. Las ganó por que los afiliados así lo decidieron, porque las bases lo eligieron. Sin embargo, las heridas no quedaron cicatrizadas, quedaron abiertas y propensas a hemorragias controladas. ¿Desaparecieron los sorayistas derrotados? No, muchos se pusieron a resguardo buscando un silencio atronador que alejara cualquier sombra de sospecha. No declararon su posición, que equivale a decir disidencia no confesada. Su objetivo era sobrevivir a las purgas –siempre presentes tras un congreso por mucho que se apele a la unidad-, instalados en el confort de sus poltronas institucionales, pendientes de sus lucrativos sueldos y honores, entonando cánticos de sirenas y siseando entre bambalinas. Nunca fueron leales al palentino, jamás fueron honestos ni sinceros. No tenían ni tienen empaque político alguno, son mercaderes de la política que viven subastando su apoyo al mejor postor. Ayer fue Pablo Casado, mañana –si todos los pronósticos no fallan- será Alberto Núñez Feijoó, virrey de Galicia y permanente conspirador alejado, intencionadamente, de la corte genovesa.
Sí, queridos lectores, siento lástima y profunda decepción por la aciaga despedida de Pablo Casado. No se merecía tal lapidación por parte de unos talibanes disfrazados de damiselas y varones, no era acreedor del maltrato recibido con tamaño ensañamiento e iracundia sedienta de poder. Lamentablemente, durante las últimas jornadas sufridas, el joven y prometedor político palentino, ha aprendido una durísima lección de lo que son las malas artes en el ejercicio de la actividad política, que era su vocación y objeto de devoción, su causa y fin de sus anhelos y esfuerzos, de su entrega y trabajo, más allá de los errores cometidos. Entiendo y quiero entender que, a todas luces, no había leído “El príncipe”, de Nicolás de Maquiavelo. Obra fundamental convertida en libro de cabecera de los muchos que le han abandonado o que, inocentemente, creyó que alguna vez estuvieron.
Espero, de todo corazón, que en lo personal y familiar, también en lo profesional, encuentre el consuelo, la tranquilidad y la paz que tanto necesita. Mientras, espero que al final de esta carnavalada, muchos descubran su verdadero rostro, el de loa mezquindad, la felonía y la deshonra que les caracteriza. A título personal le indico que, si hasta ahora no había manifestado mi cariño y afecto a la opción de la gaviota, ahora lo haré menos con la banda de buitres carroñeros –alguno llegado desde Galicia- que, después de dar tantas vueltas alrededor de su líder caído, se han posado para dar buena cuenta de los despojos del cadáver de una víctima del “clan de los genoveses” y otras tribus periféricas, auténticos super predadores de la fauna política. Lo que no saben es que también ellos, pese a actuar al abrigo de la manada, al menor signo de debilidad, pueden convertirse en la despensa de otros de su misma raza o estirpe. Hoy, Génova 13, es un teatro de variedades y corrala de teatro calderoniano, cuyo guión bien podría ser el inspirado por “La hoguera de las vanidades”, obra del autor estadounidense Tom Wolfe. Como decía al principio, entre damiselas y varones –que no baronesas ni barones- anda el juego y el baile de máscaras..
José María Nieto Vigil | Escritor